jueves, 31 de diciembre de 2015

Propósitos

Que la vida, a pesar de tener cosas que son y que no son, está llena de matices, uno lo aprende con el tiempo. Y se va dando cuenta, a veces poco a poco y otras de sopetón, de que no piensa lo mismo sobre las cosas. ¿Un ejemplo? Los propósitos de año nuevo. Siempre me han parecido inútiles, y las personas que los hacían, estúpidas. Este año, sin embargo, me he dado cuenta de que la estúpida era yo.

Hay algo intrínsecamente lerdo en poner en una lista de propósitos que el año que viene quieres “encontrar el amor”, “estar delgada” o “encontrar el trabajo de mis sueños”. Como si por el mero hecho de escribirlo, el día 1 de enero se materializara tu deseo. Y no, no es que el día 1 no se haya cumplido, es que cuando no se ha cumplido el día 7 y volvemos de las fiestas, cogemos la lista, la arrugamos y directa a la basura sin contemplaciones. Y ahí se acabaron todos los propósitos para el año. Estas listas siguen pareciéndome, además de inútiles, focos de frustración. Y las personas que las hacen, además de estúpidas, me parecen vagas.

Sin embargo, hay otras listas que me merecen mucho respeto, a pesar de que hasta ahora no las había tenido en cuenta. Son listas cuyos propósitos son “dejar de fumar”, “comer sano” o “ser más amable”. Estas listas merecen mi respeto por dos razones:

1. Son listas pensadas a largo plazo. Uno no deja de fumar o empieza a comer sano de un día para otro. Es algo que tiene que hacerse o no hacerse de manera continua, día tras día.

2. Su cumplimiento está en la mano del que la escribe. Dejar de fumar, por seguir con los ejemplos, es un ejercicio basado en la voluntad del fumador. Lo mismo puede decirse de comer sano o de ser más amable con los demás. Son cosas que no dependen de la voluntad ajena o del azar, sino del propio esfuerzo.

Así que este año he decidido hacer mi propia lista de propósitos para el año que viene por dos razones. La primera razón es que mi voluntad necesita un buen ejercicio para reforzarse, y un objetivo a largo plazo que dependa únicamente de mí me parece una buena manera de conseguirlo. Últimamente he pecado de acusar en demasía a la suerte de darme la espalda, y aunque pienso sinceramente que ya va siendo hora de que se acuerde de mí, este tipo de gestos son peligrosos y potencialmente destructivos a largo plazo. Por tanto, es hora de frenar el movimiento e invertir la tendencia, ya que tengo la fuerte sensación que la acción me dará mejores resultados que la queja.
Y en segundo lugar, porque me parece algo muy bonito despedir el año y dar la bienvenida al siguiente con un acto de fe en uno mismo. Vivimos tiempos extraños, en los que la fe, en cualquiera de sus formas, está proscrita. Y, lo siento si ofendo sensibilidades, pero me encuentro con frecuencia que muchas personas carentes de fe en el plano espiritual, tampoco la tienen en sí mismas. Es como si, no pudiendo creer más que en aquello que ven, tampoco pudieran creer en más de lo que ellos son en ese momento. Yo, que tengo bastante más defectos que virtudes, no quiero privarme de mi capacidad de mejorar, y me niego a creer que esa capacidad se pierde con el tiempo. Si mientras hay vida, hay esperanza, también debe haber posibilidad de evolución, y me resultaría muy triste abandonar este mundo y darme cuenta de que me quede inmóvil y no aproveché todo lo que el mundo me podía ofrecer o que no le ofrecí lo mejor que tenía en cada momento.

Además, aunque este año sigo sin conseguir la tan deseada estabilidad laboral que llevo persiguiendo no sé ya cuanto tiempo, debo confesar que ha sido de los mejores. Me llevo muy buenos recuerdos de este año, muchos regalos que van más allá de lo que el dinero puede comprar, muchas muestras de amor, mucha felicidad. Me llevo el convencimiento de que, a pesar de mis quejas, soy una persona muy afortunada, y que mi tipo de suerte es de las permanentes, de las que dependen de lo que uno es y de lo que son los que tiene alrededor. Me llevo muchos paisajes mágicos detrás de mis ojos y las ganas de volver a verlos una y mil veces más. Me llevo la firme esperanza de que si la vida puede ser peor, también puede ser mejor, y que a veces, la diferencia es una simple cuestión de actitud. Me llevo todo lo que este año ha tenido a bien regalarme, y le dejo mi eterna gratitud y el convencimiento de que, gracias a él, la persona que lo despide es mejor que aquella que le dio la bienvenida.

lunes, 21 de diciembre de 2015

Elecciones

Hablemos claro: hoy no hay nada que celebrar. Llevo desde anoche escuchando a algunos iluminados decir que España ha hablado a favor del cambio, celebrando unos resultados que en el mejor de los casos, convierte el Congreso en una bomba de relojería, y en el peor, nos avoca a celebrar elecciones en dos meses desde la sesión constitutiva de la Cámara, que se prevé para el 13 de Enero.

Todos los partidos han sacado malos resultados. Todos. El PP ha conseguido, a pesar de la crisis y de las tramas de corrupción, seguir siendo la primera fuerza política del país. No obstante, perdida la mayoría absoluta y siendo el gran enemigo a batir de la izquierda, se le pone complicado que le dejen formar gobierno, a pesar de que muchos han defendido en las elecciones municipales y autonómicas la necesidad de dejar gobernar a la lista más votada en solitario. Claro, debe ser que sólo se aplicaba porque era la suya. El PSOE, con todo lo que nos han hecho aguantar con sus primarias abiertas y su regeneración interna, ha elegido a un candidato que no ha tenido carisma ni credibilidad para llevarse los votos de su eterno rival en su peor momento. Huelga decir que si el PP ha tenido sus peores resultados de la historia, el PSOE ha ido de la mano y también se ha estrellado de manera clamorosa, por mucho que le quede la honra de ser el primer partido de la oposición, siendo el segundo más votado. Podemos tampoco tiene motivos para alzar las campanas al vuelo. Si, ha conseguido 69 escaños, pero no son suyos. En realidad, sorpresa, tiene 42. Los restantes son de partidos afines en determinadas comunidades o provincias, como Valencia o Barcelona, que cuando les han preguntado esta mañana si iban a formar grupo propio, no han dudado en decir que sí, que de formar grupo con Podemos nanai de la china, que si en los antiguos partidos decide el líder, en éste no y que sólo confluirán con Podemos en la defensa de intereses comunes. Por último, Ciudadanos. No seré yo la que diga que 40 escaños siendo la primera vez que obtienes representación sea para echarse a llorar, pero que no han conseguido la victoria que esperaban sí lo digo. A la vista de la configuración actual, su influencia queda bastante mermada, y se apostaba a que iban a tener mucha más libertad de decisión que la que de facto tendrán.

Eso por hablar sólo de los cuatro partidos más representativos en el actual Congreso. Que el problema de UPYD no era Rosa Díez ha quedado demostrado. Han obtenido los peores resultados desde su nacimiento y por primera vez en ocho años no tendrán ningún escaño. Izquierda Unida, o Unidad Popular, no ha conseguido más que dos escaños, con lo que pinta lo mismo que yo a la hora de decidir que se come en mi casa: se me escucha, pero no decido ni si hay que comprar el pan. Y luego, como siempre, tenemos los bloques nacionalistas: catalanes, vascos y canarios. Barrerán para su casa, olvidando que están en el Congreso español, donde en teoría se deben anteponer los intereses generales a los autonómicos. Aunque claro, habiendo separatistas, lo demencial no es que defiendan lo que defienden, sino que hayan podido optar a sentarse donde se van a sentar.

Configurado el panorama, ¿qué están celebrando algunos? ¿Qué nadie tiene mayoría absoluta? Pues miren, si esto fuera otro país, podría salir bien, pero siendo España, vamos a tener un circo montado durante un par de meses, y luego, tendremos que ir de nuevo a las urnas, porque nadie habrá dejado que nadie pueda formar gobierno, con el consiguiente gasto para la hacienda española, que fíjate tú, somos todos, y con la oportuna paralización de un país entero que apenas está levantando cabeza. Ojalá me equivoque, nada me gustaría más, pero pinta tal que así. Hay dos opciones para formar gobierno: por mayoría absoluta o por mayoría simple. Primera ronda, mayoría absoluta, 176 escaños que apoyen al candidato en cuestión. Creo que estamos de acuerdo que eso no se va a conseguir. Segunda ronda, mayoría simple, mas escaños a favor que en contra, no contando las abstenciones. Tampoco veo un futuro muy halagüeño para esta opción. Si es Mariano Rajoy el candidato, sólo va a contar con los 123 escaños del PP, mientras que obtendrá el no de PSOE (90 escaños), Podemos (42+27 escaños) y Ciudadanos (40 escaños). Total, 123 sí, 199 no. A los grupos minoritarios no los he contado porque intuyo que dirán que no, pero sumados serían un total de 227 no. Si por el contrario es Pedro Sánchez, hay varias opciones. Si les da a los separatistas y a Podemos todo lo que quieren (reforma constitucional para legalizar la autodeterminación de zonas de España, mayor autonomía en financiación de las que se queden, etc.) contaría con un total de 187 si (conseguiría mayoría absoluta, pero solo si todos los grupos menos PP y Ciudadanos les apoyan) y 163 no (ni PP ni Ciudadanos están dispuestos a negociar la segregación de España). También podría ser que no esté dispuesto a ceder a sus pretensiones, en cuyo caso obtendría 90 sí (su propio partido) y 260 no. Si Pablo Iglesias es quien intenta formar gobierno, los números sin los mismos que para el PSOE, ya que ni PP ni Ciudadanos van a apoyarle. Por supuesto, siendo la cuarta fuerza en el Parlamento, Ciudadanos no aspira, lógicamente, a formar gobierno. Con sólo 40 escaños y la negativa rotunda a darles a los nacionalistas lo que piden, no puede esperar más apoyo que el del PP que, lógicamente, pensará que de gobernar, debería gobernar su partido.

Sólo he esbozado algunos escenarios posibles, pero cercanos, que vamos a ir viendo en las semanas venideras. Por supuesto, la realidad será más compleja, puesto que entrando en juego las abstenciones, los escenarios varían significativamente. Por ejemplo, al PP le bastaría con los votos a favor de su partido y las abstenciones de Ciudadanos y PSOE para formar gobierno, aunque el resto de escaños vote en contra. Los demás lo tienen más complicado. Si no pactan con los nacionalistas, sus escaños por sí mismos no serían suficientes. Y en el caso de Podemos, por ejemplo, ya cuenta con el voto negativo, que no abstención, de Ciudadanos y PP, con lo que tendría que tumbar 163 no, cosa que no podría ocurrir aunque el PSOE se abstuviera, puesto que sus propios escaños más los de las restantes fuerzas sólo suman 97.
Por tanto, después de este inmenso dolor de cabeza y de cogerle un asco a la calculadora y a más de un compatriota, ¿qué carajo están celebrando algunos? ¿Qué Podemos y Ciudadanos han obtenido representación? ¿Qué ni PP ni PSOE tienen mayoría absoluta? Señores, ni el bipartidismo ha muerto, puesto que siguen siendo las dos primeras fuerzas políticas del país, ni los autollamados nuevos partidos son la panacea, puesto que no han conseguido escaños suficientes para obtener mayoría simple en el Congreso sin el apoyo de otras fuerzas. Y es normal que uno no esté muerto y otro no haya nacido con la suficiente fuerza, puesto que estas elecciones no se luchaba por la muerte del bipartidismo. Se luchaba por la reforma constitucional.

Que a la pobre Constitución la odian la mitad de los españoles y la otra mitad se aprovecha de ese odio para conseguir sus intereses personales no es nada nuevo. Claro, tiene su lógica porque no promete una paga vitalicia a nadie, excepto que consagra el sistema de pensiones. Tampoco sé de dónde ha salido que otorga el derecho a una casa. Dice que los españoles tienen derecho a una vivienda digna y adecuada, sí, y que los poderes públicos promoverán las condiciones para que este derecho se pueda hacer efectivo. Pero no pone que si no tienes recursos económicos, te van a regalar una vivienda. Vivienda que, no lo olvidemos, pagaríamos el resto de los españoles con nuestros impuestos, que ya son insuficientes para las necesidades de salud, educación y pensiones. No es por tocar las narices, de verdad, pero la Constitución también garantiza el acceso a la cultura y dice que es un derecho de todos, y yo, como mucho, pido que bajen el IVA de los libros, el cine, el teatro y demás, que repercute en el consumidor, pero no voy pidiendo que me den un cheque todos los meses para gastármelo en cultura ni que me monten una biblioteca en mi casa del tamaño que mejor me parezca.

En fin, que la Constitución, con todo, tiene más virtudes que defectos, y que los que dicen que no tiene blindados ciertos derechos, no es que no sepan de legalidad ni de Derecho Constitucional, es que ni se han molestado en aprender las nociones básicas. A ver, los iluminados de Podemos, que defendían anoche que una reforma integral de la Constitución, como ellos pretenden, no exigía disolver las Cámaras, mentían como bellacos. Voy a explicar de la forma más sencilla y clara que pueda cómo es el proceso de reforma, ya que ellos ni se han molestado en hacerlo.

1- En primer lugar, tenemos que tener claro que para una reforma de este tipo se necesita pronunciamiento tanto del Congreso de los Diputados como del Senado. Por lo tanto, debemos tener en la cabeza los 350 escaños del primero y los 208 del segundo.

2- La iniciativa reformadora puede partir de cualquiera de las dos Cámaras o del propio Gobierno. Esto quiere decir que para llevar la reforma a las Cortes, se debe llevar un texto articulado, con todo lo que eso implica. Si partimos de la idea de que por ser la Constitución, debe ser un texto consensuado entre todos, su redacción no es fácil ni rápida.

3- Si esta iniciativa ha partido del Congreso de los Diputados, el texto constitucional se votará primero en esa cámara, debiendo ser aprobado por los dos tercios de la misma. Es decir, de 350 diputados, 234 deben votar a favor. Si no consigue dicho apoyo, aquí termina el proceso.

4- Si, por el contrario, ha conseguido ese apoyo, el texto pasa al Senado, que deberá aprobarlo por idéntica mayoría de dos tercios. En el caso del Senado, siendo 208 senadores, bastaría con que lo apoyaran 139.
5- Obtenido el apoyo por ambas Cámaras, el Presidente del Congreso lo comunica al Presidente del Gobierno, que presenta al Rey el Real Decreto de disolución de las Cortes Generales. Por lo tanto, se inicia el proceso de elecciones al que estamos habituados.

6- Realizadas las elecciones, las nuevas Cortes Generales deben aprobar la decisión de las anteriores, en el sentido de pronunciarse sobre si la reforma constitucional y la posterior disolución de las Cortes era oportuna. En este caso, en el Congreso no se establece una mayoría determinada, por lo que se aplica la mayoría general para los casos no especificados, mayoría simple (más votos a favor que en contra).

7- Obtenida esta ratificación, se busca la del Senado, cuyo reglamento sí establece que deberá hacerlo por mayoría absoluta, es decir, 105 votos a favor.

8- Ratificada la decisión de las anteriores Cortes Generales sobre la necesidad de reforma y la disolución de las Cámaras, repetimos el número 3 y 4. Es decir, el nuevo Congreso deberá mostrar su aprobación al texto constitucional con el apoyo de 234 diputados, y el nuevo Senado con el de 139 senadores.

9- Conseguido esto, el texto constitucional ha de ser sometido a referéndum nacional para ser aprobado, que a falta de una mayoría específica concreta en la Ley Orgánica que regula el referéndum, se traduce en la mayoría simple.

Éste, y no otro, es el camino legal para reformar la Constitución actual. Cualquier otro camino o procedimiento sería ilegal y, por lo tanto, inválido, ya que se denunciaría al Tribunal Constitucional que dejaría dicha decisión sin validez jurídica y, por tanto, sin eficacia real. No sólo estamos hablando de un proceso largo y complejo, sino que como a muchos satisfará, exige un consenso mucho mayor que la mayoría absoluta. Por tanto, ningún partido político puede hacerlo sólo. En el escenario actual, de hecho, obtener ese número de escaños en el Congreso y en el Senado, donde no olvidemos que el PP cuenta con 124 senadores, el PSOE 47, Podemos 16, otros tres grupos 6 senadores cada uno, y otros tres grupos 1, es imposible. Aún contando con que la reforma salga adelante en el Congreso, cosa que dudo mucho, sin el apoyo del PP en el Senado, es un proyecto destinado a morir.

Muchos se echarán las manos a la cabeza y tendrán otro motivo para odiar la Constitución. Pero no tienen motivos. Si su reforma integral es difícil, es precisamente para defender los derechos fundamentales recogidos en ella (derecho a la vida, derecho a la intimidad, derecho a la igualdad, etc) y los principios que la hicieron nacer (unidad de España, solidaridad entre sus regiones, reconocimiento de las regiones que la integran). Eso es lo que ella protege con tanto celo. Y está bien que sea así, porque precisamente por proteger eso, es la norma fundamental del estado español. Es aquella de la que depende la validez de todas las demás. Es aquella que, por sí sola, invalida cualquier otra. Que nuestra Constitución no es válida porque tiene más de tres décadas es una tontería de tomo y lomo que se inventan aquellos que no saben nada ni de nuestra Constitución ni de otras. Lo importante no es lo vieja que sea, sino la calidad. Y una Constitución que después de una dictadura puso de acuerdo a todos los partidos de aquella época, o casi todos, que siempre hay alguno que rompe la baraja si no le reparten una buena mano, y ha dado cabida al matrimonio homosexual, a la protección contra las nuevas tecnologías, a la lucha contra las nuevas formas de terrorismo, entre otras cosas, a mí no me parece caduca o ineficaz. De hecho, si vamos a hablar de que ya tiene muchos años, digamos el mérito que tiene, que aguantar en España durante tanto tiempo, aportando soluciones a cosas impensables hace treinta años, es para aplaudirle cada mañana. ¿O se nos olvidan todas las demás legislaciones que van cambiando según el partido político que gobierna? Legislaciones menores, eso sí, que siempre deben respetar aquello que la Constitución protege.

A mí, sinceramente, no me parece una mala Constitución, y aunque no soy la más lista de la clase, y considero que habría alguna reforma que podría ser útil, no es la reforma que me están proponiendo. Esos derechos que quieren blindar, ya están blindados. De hecho, hacer leyes orgánicas (que las hay de cada derecho fundamental para desarrollarlos), sería el método correcto de protegerlos más. Y no necesitan todo ese proceso que he descrito. Pero claro, la autodeterminación sí lo necesita. Y al final, de eso trata esta reforma, de permitir que España se divida en porciones porque algunos quieren más dinero. Pues con mi voto que no cuenten, ni en solitario ni en colación. Y, visto el panorama que ha quedado en las Cortes y el proceso legal que deben cumplir para ello, con el de la Constitución tampoco pueden contar. Claro que eso ellos lo sabían, porque una cosa ha igualado a la antigua política y a la nueva: prometer lo que sabían que, si de Derecho es posible, de facto no lo iba a ser.

jueves, 26 de noviembre de 2015

No me toques las velas

Cuando París se tiñó de sangre, no quise escribir. No porque no tuviera nada que decir al respecto, sino porque no quería que mis palabras estuvieran llenas de una rabia que las rebajaría a la consideración de irracionales y absurdas. No quise que fueran fruto del dolor, ni del miedo. Así que decidí esperar a que pasaran los días, creyendo que a medida que se recabaran datos y se esclarecieran los hechos, podría formarme una opinión más sensata que en ese momento. Hubiera querido que mucha gente compartiera mi misma prudencia porque hoy, casi dos semanas después de la masacre, siento más rabia que aquel día. Y lo peor es que esa rabia no procede únicamente de la consideración que me merecen los culpables de la misma, sino que gran parte proviene de muchos de mis “civilizados” congéneres.

¿A quién en su sano juicio se le ocurre llamar fachas a personas que ante un acto tal de agresión cantan pacíficamente su himno nacional? ¿Quién, ante la desolación que se vivió en París, tiene estómago de acusarle por no sufrir igual por los muertos en Siria? ¿A qué anormales les molesta que se ponga la bandera de un país que ha sufrido un ataque de estas dimensiones? No habían pasado ni 24 horas del atentado, y lo que me hervía más la sangre no era enterarme de los detalles atroces de la misma, sino los comentarios estúpidos e inmaduros de gente estúpida, frívola y con una falsa creencia de superioridad moral. Bien, no voy a defender que yo soy una persona libre de defectos, pero puesto que he cumplido con creces el plazo autoimpuesto de silencio, con lo que conlleva en cuanto a tiempo dedicado a reflexión, creo que es hora de exorcizar mis demonios sobre el tema.
La inmensa mayoría de la gente es gilipollas, simple y llanamente. Totalmente gilipollas, y además, sin remedio posible. Un amplio porcentaje, además, es mala. Pero no mala en plan Disney (toma niña, muerde esta manzana y duérmete para no incordiarme más), sino mala en plan vida real (te corto la garganta para que puedas presenciar mientras mueres, en una terrible agonía, como te saco los intestinos y te los coloco de bufanda). Yo no tengo ningún problema en que la gente sea gilipollas en su propio ámbito, pero cuando esa gilipollez pone en peligro cosas que me afectan y que considero importantes, Lucifer podría aprender una o dos cosas sobre la furia asesina que siento en ese momento. Sobre todo porque esa gente gilipollas les pone una alfombra roja a la gente mala para que salten sobre pobres estúpidos como yo y nos hagan lo que les venga en gana.

Bueno, pues aquí hay una estúpida que se ha cansado de serlo y va a decir clarito un par de cosas. Por ejemplo, me importa un huevo y medio si la gente le quiere poner una velita a los muertos en París, en Beirut, en Iraq o en Pompeya. Por mí, podrían poner cirios grandes como la torre de Pisa hasta que cubrieran la tierra entera. Eso sí, los juicios de valor sobre si los demás ponemos o no ponemos velas, es mejor que se los metan por donde la espalda pierde el nombre. Y los juicios de valor moralizantes sobre la importancia y la igualdad de unos muertos sobre otros mejor no digo lo que pueden hacer con ellos. Porque lo que a mí me encanta es la congruencia de esas personas que atacan un acto de solidaridad con París que no se ha tenido con Beirut, por ejemplo, olvidando que ellos tampoco han dicho ni media palabra sobre el tema. A ver, ¿quién publicó y dónde sus condolencias por esos muertos el día que se supo la noticia? No después, para criticar la muestra de solidaridad de otros, sino el día de esas muertes. ¿Alguien buscó una foto de una vela y la subió a sus redes sociales indicando que la ponía por esos muertos? Porque, desde luego, yo no se lo vi a ninguno de mis contactos. Que sí, que Facebook permitió la opción de poner la bandera de Francia en tu foto de perfil, pero no te impide poner todos los días lo que te venga en gana sobre las personas que se mueren de hambre todos los días en Etiopía, que según la FAO, es uno de los países que más sufre esta lacra social. Tampoco impide a nadie preocuparse públicamente por las personas a las que queman vivas por sus creencias religiosas en ciertas partes del mundo.

Por mucho que moleste, nos hemos acostumbrado a ver la violencia en todas sus facetas, y eso ha llegado hasta tal punto que calibramos que violencia merece nuestro tiempo y consideración y cual no. Y eso se hace extensible a las víctimas de esa violencia. Así que sí, unos muertos valen más que otros, porque nosotros hemos dado a las circunstancias por las que pierden la vida más importancia o menos. Por eso me produce un asco especial la gente que moraliza sobre el tema, escandalizándose sobre la indiferencia con la que se trata a algunos muertos, indiferencia de la que ellos no están exentos. Sin embargo, como la mayoría del tiempo soy una persona educada, estos días me he abstenido de poner cualquier comentario en respuesta a los sermones evangelizadores en la doctrina de la igualdad en la muerte que han emitido desde sus diferentes púlpitos. No obstante, la vida siempre ofrece vías de satisfacción a los deseos, y como hoy he decidido ser todo lo maleducada que me apetezca, voy a aprovechar mi púlpito para desahogarme a fin de que tanta gilipollez no acabe con mi cordura.

Vosotros, gilipollas declarados y sin declarar, conocedores de los grados de vuestra propia doble moral o negadores de su existencia, hacedme un favor: dejad las pajas mentales para vuestro diario. Sí, ese objeto pequeño, con formato de libro y páginas en blanco, donde uno puede escribir lo que quiera sin que nadie lo lea. De verdad, el mundo va a ser girando y la humanidad no va a perder nada que merezca la pena llorarse porque la privéis de vuestros sesudos comentarios. Es más, estoy completamente segura de que el mundo sería un sitio mucho mejor si uno no tuviera que leer y escuchar a tanto subnormal. Porque sí, aunque no respondamos a vuestros comentarios, comentarios que muchas veces os permitís el lujo de poner en perfiles que no son los vuestros sino, por ejemplo, el mío, no puedo evitar que mis ojos lo lean y que la bilis se me suba por la garganta. Además, os comento en primicia que normalmente no respondo, pero bloquearlo es una práctica que estoy empezando a hacer muy a menudo, y lo único que lamento es no poder bloquear algunos perfiles del todo por razones de respeto a terceros, que a mí, desgraciadamente, cada vez me da más igual que la gente que considero gilipollas, sea lo gilipollas que la considero. En cuanto a la libertad de expresión que más de un imbécil esgrimirá en defensa de poner por escrito o decir de palabra lo que le apetezca, haya pasado por su cerebro antes que por su boca o no, he de decir que cada día lamento más que se asimile esa libertad con la mala educación, y que se esté perdiendo el concepto de vergüenza, y por ende, aumentando el de vergüenza ajena. De todas formas, por lo que a mí respecta, aviso de que pienso cortar de raíz los comentarios al respecto que se me hagan sobre el particular, haciendo uso de mi propia libertad de expresión para deciros que os vayáis al carajo, ya que el derecho que tanto os gusta me impide cerraros la bocaza, pero no me obliga a escuchar vuestras tonterías.

Lamentablemente, hay mucho personaje público, incluso y por desgracia, con relevancia en el panorama nacional o internacional, que se encuentra dentro del grupo de gilipollas iluminados a los que me refiero. Son esos del “no a la guerra”, “las bombas no son la solución” y “no se puede hacer la guerra por religión”. Bueno, joder, entonces nos sentaremos tranquilitos donde mejor nos parezca, y esperaremos a que los radicales islámicos vengan a pegarnos un tiro o nos conviertan, según tengan el día bueno o malo. Incluso he leído que alguna caricatura de persona ha señalado la conveniencia de entablar conversaciones con estos individuos que, no contentos con la muerte provocada, hacían público un video un día después amenazando que tras París, Roma y Al-Andalus (España), eran los objetivos prioritarios. La verdad sea dicha, la idea de mandar a la “señora” que ha propuesto el dialogo a Siria, Iraq o donde quieran los del Estado Islámico que se la enviamos, me seduce muchísimo. No porque vaya a resolverse así el problema, sino porque así al menos habrá una gilipollas menos que oír.

También mandaría de viaje por dichas tierras de ensueño a los de “no podemos hacer una guerra religiosa”. A ver, alelados, que la guerra no la hacéis vosotros. Ni nosotros, los países demócratas o europeos. La guerra la hacen islamistas radicales, y claro que es por religión, entre otras cosas, además de por poder, deseo expansionista, disfrute con el sometimiento y el sufrimiento ajeno y un largo etcétera. Por tanto, la cuestión no es “¿iniciamos una guerra por motivos religiosos?”, sino “¿cómo narices paramos la guerra que nos han declarado poniendo como excusa motivos religiosos”? Porque sí, habrá pringados ignorantes que se hayan tragado los cánticos sobre Alá y compañía, pero los que están al mando no lo hacen para mayor gloria de nadie que no sean ellos. Además, debemos aceptar que algunos simplemente son malvados, que disfrutan matando y mutilando, como el que le gusta pintar con acuarelas, porque otra cosa que no me trago es que se vean avocados a eso porque la sociedad no les acepta y les maltrata. Vamos a ver, que Lady Gaga no está muy normal que digamos, pero lo máximo que ha hecho es ponerse filetes como sombrero, no coger un fusil de asalto y enviar al otro mundo al que se cruzara en ese momento. Por tanto, hay otras opciones antes que unirte a una banda de asesinos internacional y me niego a ver como víctimas a cualquiera que se encuentre en la misma.

¿Lo peor de todo el asunto? Que nuestros dirigentes, conscientes de esta renuencia de la población general a la hora de aceptar que estamos en una guerra, aunque no sea una guerra de las convencionales, titubean a la hora de ser firmes. No hablo de Francia que, ante la masacre y los hechos posteriores, ha movilizado lo que ha considerado pertinente de su ejército, iniciando las labores pertinentes para recabar la ayuda del resto de países de la UE y la OTAN. Hablo de España, que no contentos con que nos mataran a unos cuantos en Madrid no hace tanto, vemos lo de París y creemos que no va con nosotros. Por favor, seamos serios. Nadie quiere que las personas que forman parte del ejército mueran en vano, pero su trabajo es exponerse a morir para que no lo hagamos los demás. Contra unos terroristas que se inmolan con tal de matar a todo el que puedan, que igual les da atentar contra un avión de militares o uno de civiles, que entran a fuego en discotecas, periódicos o bares, y cuyo objetivo final es la conversación del mundo al Islam o la muerte, yo me atrevería a decir que la vía diplomática no es una opción. Más que nada porque presupone voluntad de llegar a un acuerdo, y aquí yo solo veo con interés de sentarse a hablar a una de las partes, mientras que a la otra le va de lujo matando donde se le antoja.

Entiendo mejor que nadie el deseo de negar la cruel realidad, porque eso nos impediría vivir con normalidad, pero la espada de Damocles no deja de estar sobre nuestras cabezas por el hecho de que no la miremos. Estamos en guerra, más al estilo de una guerra de guerrillas que del modelo de la Primera o Segunda Guerra Mundial, lo concedo, pero sigue siendo una guerra. Partiendo de ese punto, debemos asumir que van a perderse muchas vidas. Muchos niños van a morir o a quedar huérfanos. Muchas mujeres serán viudas o no serán nada. Muchos hombres no volverán a ver a sus seres queridos o tendrán que superar los traumas que vivir un conflicto así en primera persona acarrea. No van a morir sólo culpables. Se derramarán muchas lágrimas y mucha sangre. Y muchos más corazones quedarán rotos de una manera cruel de los que van a dejar de latir. A cambio, la recompensa es poder seguir disfrutando del tipo de vida que hemos elegido. Ese en el que los gilipollas pueden decir lo que quieran y no se les puede cerrar la bocaza. Ese en el que nadie tiene que profesar una creencia religiosa por obligación, ni por supuesto hacer rezos de ningún tipo, ni adoptar los dictados de ninguna autoridad religiosa bajo pena de muerte. Ese que permite a las mujeres decidir si quieren casarse y con quien, cuantos hijos tener y que rama profesional les gusta más. Ese que está negando la utilización de la fuerza para no mancillar la democracia que está obligado a defender.

Yo no estoy en posesión de más verdad que la mía, coincida o no con la de otras personas. Y esta verdad me dice que estoy ante una amenaza que requiere su completa erradicación. Que, debates aparte sobre el comercio de armas, de los que ningún país está libre de pecado, se encuentra la realidad del uso de esas armas. Y puesto que las están usando para matar todo aquello en lo que creo y a todos aquellos que desean vivir en paz, igual que las vendemos o compramos, habremos de usarlas contra los radicales hasta que no quede ni uno. Las palabras en este asunto solo servirán para convencer a los indecisos en esta necesidad, no para que la parte agresora deje de agredir. Por tanto, puesto que contamos con un ejército para este tipo de cometidos, ha llegado la hora de que cumplan con su obligación. Y lo digo sabedora de que ante una orden de este tipo, actuarán con profesionalidad y arriesgarán sus vidas para salvar las nuestras, incluidas las de los gilipollas que pensarán que sus muertes no valen tanto como las de los inocentes de Beirut. Porque, pasados la inicial sorpresa de que los espías espían, y los militares matan, llegado el momento de la verdad, me gustaría ver si los iluminados, ante el cuchillo o el fusil de los islamistas, se someten dócilmente o lamentan su pasividad. Yo, desde luego, tendré la conciencia tranquila, pues llegado el caso estoy convencida de que, ante un enemigo que está dispuesto a morir para matarme a mí y a todo aquello que defiendo, yo estaré dispuesta a matar para vivir.

jueves, 22 de octubre de 2015

¿Optimista, pesimista o realista?

¿Alguna vez os han preguntado qué tipo de personas sois: optimistas o pesimistas? Imagino que sí, porque de todas las preguntas manidas que rondan por ahí, ésta es de las más veteranas. Las respuestas, por supuesto, están a la altura de la originalidad de la pregunta. Algunos se creen optimistas, otros se saben pesimistas, y cierto porcentaje se llama realista porque no están preparados para aceptar su pesimismo.

Yo no soy una excepción a la pregunta, y creo que hasta ahora, tampoco lo he sido a la respuesta. Siempre me he considerado una pesimista. Quizás porque cuando me plantean una situación, por defecto, me imagino todas las variantes negativas. No lo hago por placer, sino como mecanismo para anticiparme a los desastres. Ni que decir tiene que, saliendo del ámbito estrictamente jurídico, donde imaginar las consecuencias negativas es importante para calibrar bien tu actuación y el alcance de sus efectos, en el resto de ámbito no te sirve más que para amargarte. Estar constantemente cavilando sobre las partes oscuras del mundo y de los que viven en él es agotador y venenoso. Y lo peor de todo: infructuoso.

Por todo ello, me sorprende descubrir que estaba equivocada. Si repaso los años vividos, que quizás no son muchos, pero hay mucha vida en ellos, descubro que no soy una pesimista. Tengo momentos de pesimismo, eso sí. Estar en paro casi toda tu vida laboral activa tiene ese curioso efecto secundario del que nadie te habla. Es muy difícil ver las cosas bajo un prisma favorecedor cuando te sientes completamente desamparado porque, llegado a cierta edad en la que debías ser un activo en la ecuación, sigues siendo un pasivo. Y no importa la gente que esté dispuesta a ayudarte a sentirte mejor, porque esa sensación no nace de los demás: nace de ti. Por supuesto, las personas de tu entorno pueden hacerlo más liviano o más pesado. Pero fundamentalmente, trata de ti.

Pero hay vida antes del comienzo de la vida activa, o en su defecto, del paro. Uno tiene infancia, niñez, adolescencia, vida familiar, amigos, el primer novio, el colegio, el instituto, la universidad, tu primera mascota, tu primera pelea con tu mejor amiga, etc. Y si lo pienso, en esos tramos de mi vida, yo no he sido pesimista, sino que he tendido siempre al optimismo. O, mejor dicho, a mi versión del optimismo. Yo siempre he pensado que las cosas iban a salir bien porque me estaba esforzando en que salieran bien. Y lo hacían. Los exámenes se aprobaban, con los amigos se pasaban buenos momentos, las mascotas parecían felices, el ambiente familiar era agradable, etc. Algunas veces, las cosas no salían como yo quería, pero era tan fácil arreglarlas. Bastaba con estudiar más cuando algo se me atascaba. O con dejar de considerar amigos a los que no demostraban serlo.
Lo malo de esta versión del optimismo es que, un buen día, te das cuenta de que te has convertido en un adulto, y cuando las cosas te salen mal, ya no resulta tan fácil arreglarlas. A veces, incluso, tienes que asumir que no puedes hacerlo, y convivir con el desastroso resultado. Y entonces, cuando eso te pasa, y te dices a ti mismo que te ha salido mal porque tú no has hecho lo suficiente, te decepcionas. Empiezas a mirarte con otros ojos, y no son amables precisamente. Esas virtudes que siempre te han gustado, las conviertes en defectos. Y como defectos siempre tenemos más, tienes todo un arsenal para machacarte. Creedme, no es agradable ser el protagonista de un show de 24 horas que consiste en señalar todo aquello que has hecho mal.

La parte buena de esto, que la tiene, es que madurar es un proceso que, en contra de la creencia general, vamos desarrollando toda la vida. Puede que haya un salto importante en un momento determinado, pero el resto del tiempo, vamos perfeccionando dicho estado. A veces, desandamos camino, pero la posibilidad de aumentar el crecimiento personal siempre está ahí, al alcance de cada mano que quiera agarrarla. Así que un buen día dejas de flagelarte, porque tu espalda no es de acero y no aguanta mucho más, y recapacitas. Ves que en algunos momentos tu decisión no ha sido la que ha dado mejores frutos, pero puesto que es imposible volver atrás, te prometes pensarlo mejor en la próxima situación parecida. Intentas volver a verte de manera que, si bien tu imagen ya no es de color rosa, tus ojos no son dos enormes corazones y no te sale purpurina por la nariz cuando estornudas, tampoco te han salido cuernos en la cabeza, ni un rabo puntiagudo, y el tridente lo puedes soltar porque, por si no te acuerdas, era parte del disfraz del último carnaval al que te dignaste ir.

Y la vida sigue, como ha seguido durante el tiempo que tú no has estado participando de manera positiva en ella, porque sí que es justa y no se para por nadie. Además, es sabia, porque seguir es la única manera de que tú, llegado el momento, sigas o te bajes. Personalmente, creo que es preferible seguir, pero entiendo que es una elección que le corresponde hacer a cada uno. Por otro lado, como esta visión de la vida es a través de mis ojos, vamos a optar porque sigue, para que pueda responder ahora a la pregunta que hice al comienzo.

Si me lo planteo hoy, ahora mismo, si me considero positiva, negativa o realista, no me encuentro cómoda en ninguna de las tres categorías. Primero, porque para ser positiva debería vivir mucho más tiempo en los mundos de yupi del que vivo. Segundo, porque no visito con la frecuencia necesaria los círculos del infierno para considerarme negativa. Y tercero, porque sigo diciendo que el realismo es una suave mentira que se dicen los pesimistas no confesos. A día de hoy, lo único que se ha probado de la objetividad, es que cada uno tiene su propio baremo. Podemos jugar a eso de las mayorías para saber cuando una opinión es objetiva o no, pero siendo honesta, a veces lo que se puede predicar de ciertas mayorías no es su capacidad de ver el mundo tal como es, sino su capacidad de verlo con una total falta de inteligencia. Hablando mal y pronto: para sufrir estupideces ajenas, mejor sufro la mía, que le tengo más cariño.

¿Conclusión? He tenido que inventar una nueva categoría: el esfuerzismo. ¿Y qué es? Bueno, además de una palabra inventada que la RAE aprobará sin duda nada más conocer su existencia, es aquella corriente que cree que la vida te va a salir bien dependiendo del esfuerzo que inviertas. O no. A veces, quizás muchas, te va a salir mal. Pero al final, y ese final puede ser al final del curso, de la carrera profesional, o incluso, de la misma vida, te verás recompensado proporcionalmente en base al esfuerzo invertido. ¿Lo mejor? Puedes ser un esfuerzista positivo (piensas que sus esfuerzos siempre tendrán fruto) o negativo (piensan que sus esfuerzos nunca tendrán frutos o, directamente, son tan conscientes de lo vagos que son, que no se hacen ilusiones). Yo, de momento, soy esfuerzista positiva. A pesar de los pesares, sigo pensando que tarde o temprano conseguiré mis metas. Algunas son muy ambiciosas, es cierto, pero como de momento parece que me queda mucho tiempo en el mundo para esforzarme, mantengo mis esperanzas.

Lo mejor de todo, es que no necesitas ser siempre positivo o negativo para ser un esfuerzista. Basta con esforzarte en lo que hagas, sea lo que sea. Yo, por ejemplo, que últimamente he pecado de esfuerzista negativa, voy a invertir la tendencia y me voy a recordar no el tipo de persona que soy, porque mirarse tanto el ombligo es malísimo, sino el tipo de persona que me gusta, y al que con el tiempo, aspiro a parecerme.

Me gustan las personas amables, que te saludan por la mañana con una sonrisa aunque hayan pasado una mala noche. Me gustan las personas educadas, que todavía dicen gracias y por favor. Me gusta la gente que sabe cuando tiene que pedir perdón, y lo hace de corazón. También me gustan los que, aún tardando un poco más en rectificar, lo hacen. Me gusta la gente que es más lista que yo, porque su contacto me hace aprender algo nuevo siempre. Me gustan aquellos que, sin gritar, son capaces de transmitirte la fuerza de sus convicciones, porque esos son los que me hacen plantearme lo que daba por sentado. Me gusta la gente con la que puedes hablar horas, sin pretensiones de convencer ni ser convencido, porque comparten el placer de construir buenos argumentos. Me gusta la gente que vence al sistema respetando las reglas, porque me admira el nivel de compromiso, fortaleza y pasión que deben poner en ello. Me gusta la gente que se enfrenta al status quo cuando no lo hacen por el placer de la rebelión, sino con el convencimiento de que un status quo diferente traerá más beneficios para todos y no sólo para sí mismos. Me gusta la gente que tiene fe, no importan en donde la deposite, y la mantiene. Me gusta la gente que lucha por una causa que cree que merece la pena. Me gustan las personas que luchan porque otros tengan una vida mejor.

Y en un ámbito personal, porque no sólo me gustan personas ajenas, me gusta mi hermana, que es capaz de mirar las cosas más simples con unos ojos totalmente nuevos (y a estas alturas del mundo, eso es un gran mérito). Me gusta mi madre, que no culpa a la vida de sus errores, pero tampoco se ha dejado doblegar por ellos. Me vuelve a gustar mi madre, que me ha enseñado a no darme nunca por vencida y a mirar a la verdad de frente, por muy dolorosa que sea. Me gusta mi padre, que cree que para mí nada es imposible. Y me vuelve a gustar mi padre, por enseñarme algo tan importante como que la sangre no hace a la familia. Me gustan mis abuelos, por enseñarme las diferentes maneras de sobrevivir al horror y no ser una víctima de él. Me gustan mis tíos, que son expertos en hacerte sentir bien recibida allá donde te encuentren y sea cual sea la situación. Me gustan mis primos, que son a ratos amigos, y siempre hermanos. Me gusta mi familia, porque a pesar de no haberla elegido, tengo la inmensa suerte de saber que, de haberlo hecho, serían casi los mismos que son. Me gusta Ami, que me ha enseñado el sublime arte de la indiferencia, pero también el del amor independiente. Me gusta Tambor, que me da cada día una lección nueva sobre la ternura. Me gusta Ágata, porque nunca está demasiado cansada para demostrarle a las personas que quiere, cuanto las quiere, y me honra contándome entre ellas. Me gustan Nala y Bogie, porque aun sin estar, están, y siempre serán contados como parte de la familia.

Termino el ejercicio de memoria diciendo que me gusta la vida, en general, y la mía, en particular. Aun desastrosa y a medio hacer, no puedo quejarme. ¿Quién podría? Es cierto que carece de estabilidad laboral y de independencia económica, con todo lo que eso conlleva. Pero está llena de arte, de literatura, de pasión, de esfuerzo, de retos por conseguir, de posibilidades, de amor… De vida.

domingo, 18 de octubre de 2015

María Jesús Campos Barciela

María Jesús Campos Barciela no ha salido en los telediarios. Ningún programa de televisión se ha interesado por su persona o su labor profesional. Los periódicos la han mencionado de pasada, y en algunos casos, omitiendo su nombre. Pero es una persona que merece conocerse. Esta mujer, jueza del Juzgado de lo Penal número 8 de Palma, es una pionera. Y ya que los medios no le dan la publicidad que merece, yo sí voy a rendirle homenaje desde aquí.
Hace unos meses, asistimos conmocionados a la noticia del malnacido, porque no tiene otro nombre, que la emprendió a golpes con su caballo después de una mala actuación en una competición, provocándole la muerte. Ninguno de los que contempló tan macabro espectáculo tuvo redaños de interponerse entre la bestia y el pobre animal. Y todos pensábamos que dicho caso se solucionaría con una multa o trabajos en beneficio de la comunidad. Pero la Magistrado Campos nos sorprendió, y a pesar de la petición de la defensa de que se transmutara o suspendiera la pena de ocho meses de cárcel, la mantuvo.

Ahora, un tiempo después, ha vuelto a pronunciarse en otro caso de maltrato animal. Ahora no era un caballo muerto por apaleamiento, sino un perro muerto por inanición. La bestia que lo tenía, supongo que cansada del pobre can, lo había atado con una cuerda muy corta en el patio, de tal forma que no podía apenas moverse, ni refugiarse de las inclemencias del tiempo, y lo estaba matando de inanición. Una denuncia puso el caso en manos de la policía, que a pesar de llevar al perro a una protectora, sólo pudieron ofrecerle al animal morir en manos más amistosas que las del salvaje que lo había sometido a semejante tortura. Nuevamente, la defensa del acusado pidió la transmutación o la suspensión de la pena, y nuevamente se ha dado de bruces con la negativa de la Magistrada Campos, que ha mantenido firme su decisión de condenarlo a un año de prisión.

Por supuesto, no dudo que las defensas de ambos casos hayan planteado rápidamente un recurso a las sentencias impuestas por la Magistrada. Tal es su derecho, y así lo habrán ejercido. Puede, incluso, que no lleguen a pisar la cárcel demasiado tiempo si se tramitan con cierta rapidez. Pero entrar, entrarán. Y todo porque existe una Magistrada que, amparándose en las disposiciones de la ley, así lo ha decidido. Porque en opinión de esta mujer, “hay que evitar la sensación de impunidad en estos casos y hacer que la pena tenga un efecto de frenada frente a casos venideros, ya que la suspensión de la misma provoca un mensaje tan antipedagógico que el sujeto no dudará en repetir su conducta en un momento posterior”.

Por supuesto, partimos de que las penas contempladas en la ley son insuficientes. ¿Multa de un mes a seis por abandonar a un animal? ¿Prisión de tres meses y un día a un año por maltratarlos? Si lo comparamos con las penas que imponemos a los que lesionan, maltratan, torturan o provocan la muerte de personas, son ridículas. Pero lo resaltable del hecho no es que las penas sean pequeñas y necesiten ser aumentadas. Lo importante es que hay una Magistrada que entiende la necesidad de aplicarlas con toda su dureza, sin transmutarlas en trabajos en beneficio de la comunidad ni suspenderlas.

Nos quejamos continuamente de la creciente brutalidad que impera en la sociedad. Nos escandalizamos por cada mujer que muere a manos de su antigua o actual pareja. Nos horrorizamos por los niños que son maltratados, sometidos a abusos, asesinados. Y lo curioso es que nos preguntamos el origen de la violencia, achacándola al cine o los videojuegos. Pero nunca nos responsabilizamos a nosotros mismos, a nuestra pasividad, a nuestro poco interés en que los niños reciban una educación completa y los adultos un castigo ejemplar ante cualquier acto de crueldad.

Hay numerosos estudios que indican que la crueldad hacia los animales es un síntoma de una agresividad interna peligrosa. Entre los criminólogos, es un rasgo básico del perfil del psicópata. No olvidemos que el psicópata no es una persona con una enfermedad mental, sino alguien que sabe los límites entre lo que se debe hacer y lo que no, y decide conscientemente rebasarlos porque la acción no consentida le produce placer. Bien, está claro que a los psicópatas no vamos a disuadirlos de que maltrate animales poniéndole grandes penas, pero, ¿y al maltratador de mujeres? ¿Es posible disminuir estos casos si se les educa en el respeto hacia todos los seres vivos? ¿Si se le enseña que el sufrimiento de un perro importa, y que se debe evitar, es que no lo hará con una persona?

Yo no creo que a todo el mundo tenga que gustarle los animales. Pero no me parece que sea contradictorio no gustarte y no hacerles daño. A mi cada día me gustan menos las personas, y de momento, no he cogido un palo para demostrarlo. Opto por la vía sana: me relaciono sólo con quien me agrada o con quien no me queda más bemoles que relacionarme. De igual modo debería pasar con los animales. La ley, por fin, los contempla como seres con entidad física y psíquica, y por ende, capaces de sufrir como cualquier otro ser vivo. Y en esa capacidad es en donde radica la necesidad de protección. Por tanto, lo que la ley deplora es la crueldad y la brutalidad, ya sea hacia animales o hacia personas. Y siendo esto lo que la ley persigue, y sabiendo como sabemos todos las terribles consecuencias que se derivan de ignorar estas conductas, es un hecho agradable e importante que existan Magistradas como María Jesús Campos Barciela, capaces de señalar la crueldad allá donde se manifieste y de hacer lo justo en la medida que la ley lo permite. Señora Magistrada, con todos mis respetos, gracias, y ojalá su ejemplo sirva para que muchos más acepten una realidad innegable: detener la deshumanización del ser humano es una labor que empieza deteniendo la crueldad contra los animales.

miércoles, 23 de septiembre de 2015

El placer de viajar

En estos tiempos que vivimos, donde todos sabemos exactamente el precio de cada cosa, a menudo olvidamos su valor. Por mucho que nos digamos a nosotros mismos que no somos consumistas, la realidad es que es muy difícil sustraerse a la vorágine general. Así, nos vemos esforzándonos por adquirir cosas que, una vez poseídas, no sólo han dejado más vacío nuestro bolsillo, sino también a nosotros mismos.

Afortunadamente, aún hay, y siempre habrá, cosas cuyo valor es más alto que su precio. ¿Un ejemplo? Viajar. No importa lo caro o barato que pueda ser un viaje: el viajero siempre sale ganando. Eso sí, ha de ser un viajero avispado, dispuesto a sacarle el máximo jugo a la experiencia, ya que como dice una persona muy sabia de mi entorno: “ir, también va la maleta”. Por eso, hay que tener claras unas cuantas cosas antes de irse de viaje:

1.- Las quejas sólo deben estar permitidas si van acompañadas de risas. Al fin y al cabo, estás de viaje. Has dejado aparcados tus problemas personales durante unos días, y créeme, te esperarán a la vuelta.

2.- No existe la fatiga. Sí, para muchas personas el concepto de viajar es tumbarse al sol y remojarse en el mar. Bien, esos tienen fácil no cansarse. Para los que ir de viaje significa muchas cosas que ver y que hacer durante el día, previamente han de asumir que las ampollas (sustitúyase ampolla por cualquier otra dolencia física) van a ser sus mejores amigas durante los días que dure el viaje. Pero ¿y qué? Es un precio nimio comparado con la ganancia, y uno lo paga gustosamente.

3.- Utiliza todos tus sentidos. En serio, cada día somos más parecidos a zombies que deambulan por ahí viendo sin mirar, oyendo sin escuchar y hablando sin pensar. Párate a mirar todo lo que te rodea, presta atención a los sonidos, ponte de cara al viento si sopla o disfruta del Sol. Incluso está permitido mojarse los pies en los charcos y cantar bajo la lluvia. El clima es un elemento más del que disfrutar, y muchos paisajes tienen magia tanto a la luz del Sol como bajo un cielo con nubes.

4.- Abre tu mente. No tengas prejuicios, no hagas comparaciones, no seas tímido y no tengas miedo de explorar. No todo puede estar programado, y por mucho que lo intentes, algo no va a salir según lo previsto. Que no te importe. Tú no controlas el tiempo y el espacio, pero sí tu actitud, y si te dejas llevar, el viaje te sorprende con lugares que no esperabas y que querrás volver a visitar.
Seguramente, estas pautas no son las mejores, y estoy convencida de que cada uno tiene las suyas propias. Éstas simplemente son las mías. Y las comparto ahora, y no en otro momento, porque hace días que he venido de un viaje fantástico por Italia. Un viaje que no podría explicar con el detalle y la justicia que se merece, porque aún no he asimilado todo lo que he vivido en él. Aún así, era necesario reflejar un poco lo que ha significado para mí, y para hacerlo, la reflexión general precedente me era pertinente.

Yo estoy muy orgullosa de ser española. Pero si no lo fuera, quisiera que Italia fuera mi país. De hecho, está el primero de mi lista de países favoritos, ya que el mío no lo incluyo en la misma porque, por motivos obvios, no puedo compararlo fríamente con el resto. Es imposible hacer justicia a las maravillas que hay en él. No importa lo que te guste: monumentos, naturaleza, grandes ciudades, pueblos pequeños… Allí puedes encontrarlo todo. El único problema que vas a tener es decidir lo que ver y lo que no, y créeme, te va a parecer un problemón.

Además, este viaje ha tenido dos ingredientes fundamentales que lo han hecho muy especial. El primero es que ha sido inesperado. No tenía previsto hacerlo, ni ahora, ni más adelante. Pero la oportunidad se presentó, y por una vez, no la dejé pasar. Porque estaba harta de dejar pasar oportunidades por miedo, pensando que volverían a presentarse. Y lo cierto es que luego, si se presentan, son diferentes. Las oportunidades sólo vienen a nosotros una vez, y si las dejamos pasar, las perdemos. Nunca concurren las mismas circunstancias y hay millones de matices que las conforman.

La segunda es que he tenido a los mejores guías que nadie pueda desear. Si viajar ya es una manera de enriquecimiento personal por sí solo, yo aseguro firmemente que nadie podría hacer un viaje con ellos y no ver ese crecimiento multiplicado exponencialmente. Yo, que soy bastante normal, lo he experimentado. Y he aprendido cosas muy valiosas, que no tienen nada que ver con conocimientos artísticos o arquitectónicos, aunque de esos también voy servida a plato lleno.

Lo que yo he aprendido de mis guías es que los viajes no son sólo la actitud que uno lleva o los sitios que ve. También son las personas que te lo enseñan. El cariño con que te explican los detalles. Las sonrisas en respuesta a tu sonrisa maravillada. La satisfacción que generan en respuesta al placer que tú estás experimentando. Es incluir una ciudad no prevista porque para ti, que has estudiado determinada carrera, significa algo más.
Si digo que mis guías tienen un sitio privilegiado en mi corazón, no creo que esté diciendo nada que no sepan. Pero no me gustaría dar por sentado que saben lo agradecida que estoy por una muestra de generosidad tan grande que sólo cabe en corazones como los suyos, de talla especial. Y tampoco quiero callarme que, a pesar de que tengo muchos buenos recuerdos de ambos, todos los compartidos en este viaje serán guardados con mimo en mi corazón. Queridos guías, gracias por hacer que los sueños, incluidos aquellos que no sabía que tenía, se hagan realidad. Nunca lo olvidaré.

sábado, 5 de septiembre de 2015

Hasta pronto

He tenido la inmensa suerte de empezar a opositar, prácticamente, a la vez que mi mejor amiga. Y digo que es una suerte, porque todo opositor sabe que hay cosas que sólo comprende otro opositor. Ningún otro amigo va a entender que le digas que no puedes quedar por veinteava vez consecutiva porque estás pillado de tiempo con el temario. Tampoco van a comprender la magnitud del drama que suponen las modificaciones legislativas. Nadie en su sano juicio te va a cambiar una tarde de terracita por una de biblioteca sin un reproche. Y es lógico que sea así. Yo tampoco entendía plenamente lo que significaba ser opositor. Es una de esas cosas que sólo puedes saber cuando pasas por ella. Por eso, me reafirmo: he tenido la inmensa suerte de compartir esta experiencia con ella.

Pero la experiencia ha terminado, porque ella ha conseguido lo que todo opositor desea: una plaza fija. Nadie se la ha regalado. Yo la he visto, mes tras mes, esforzarse física y mentalmente hasta límites impensables. La he visto en sus momentos altos, cuando repetía el temario como si lo hubiera escrito ella, y la he visto en sus momentos bajos, cuando pensaba que no sería capaz. La he visto mejorar día tras día, manteniendo a pesar de todo una fe inquebrantable en que ése, y no otro, era su camino. La he visto ser fuerte cuando estaba cansada, y mantenerse firme cuando la quería vencer el desánimo. Por último, la vi en éxtasis cuando obtuvo su recompensa. O, mejor dicho, cuando le dijeron que la iba a obtener, porque en este camino sólo ha empezado a cosechar los frutos de un trabajo bien hecho.

Hoy, la veré en otra faceta nueva: la veré decirme adiós. No es una despedida definitiva, por supuesto. Pero será la primera vez que no vivamos en la misma ciudad desde que somos amigas. Cuántas tardes nos hemos llamado para vernos un rato, colapsadas del estudio, la familia, el desempleo… Cuántas veces ha sido el oasis de mis desiertos. Cuántas veces la voz que me animaba, y cuántas la que me ponía el punto sobre la i. Cuántas veces ha significado la confirmación de la famosa frase de Aristóteles, esa que dice que “la amistad es un alma que habita en dos cuerpos; un corazón que habita en dos almas”.

No, no me resulta fácil despedirme del trocito de mí que se lleva consigo, a pesar de la inmensa alegría que siento por ella. No obstante, no cambiaría nada. Si pudiera elegir, hoy estaría justo donde estoy. Porque cualquier otro camino que no la incluya, no merecería la pena. Así que bien vale la tristeza y las lágrimas de hoy, y de los días que vengan después. Porque aún con eso, tengo el gran consuelo de haber encontrado a una persona que no sólo me acepta tal como soy, sino que a veces me hace sentir su sincera admiración. Una persona que me escucha siempre, pero nunca me juzga. Una persona con la que llorar sin vergüenza, y reír sin motivo. Una persona que es capaz de decirme que no me compre unos pantalones porque se me ven demasiado apretados, sin hacerme sentir un adefesio. ¿Parece extraordinaria, verdad? Lo es. Y eso sin contar su increíble habilidad para probarse tres prendas de ropa mientras yo aún me estoy colocando la primera.

Querida amiga, quería despedirme bien de ti, pero me temo que no lo he conseguido. No puedo encerrar en palabras todo lo que significas para mí. Decirte que te voy a echar muchísimo de menos, pero que será un privilegio hacerlo, no resulta suficiente. Así que, a falta de otras mejores, quédate con éstas: lejos, pero nunca solas. Te quiero.

lunes, 17 de agosto de 2015

Tambor y Ami

Hoy quiero hablar de mi gata, Ami, y de mi conejo enano, Tambor. Y quiero hacerlo por una sencilla razón: los quiero. Lo escribo en minúscula, pero creedme, es un amor con las letras más mayúsculas que se puedan imaginar. Además, me he percatado que si no lo hago ahora, si sigo demorándolo, posiblemente la única vez que lo haga sea cuando ya no estén conmigo. Físicamente, al menos. Y no me parece justo. No por ellos, que saben perfectamente la magnitud de mis sentimientos. De hecho, son muy buenos en el arte de la manipulación de los mismos para salirse con la suya. Sería injusto por mí. O, más bien, por la imagen que proyectaré llegado el caso. Una imagen que, a ojos ajenos, parecerá distorsionada y magnificada por el dolor. Pero no será así. Se bien que la imagen que habrá será el sencillo y simple reflejo del amor que seguirá viviendo conmigo. Así que, para remediar ese futuro error, hoy hablaré de ellos.

Siguiendo un estricto orden cronológico, debo empezar hablando de Ami. Supongo que es como tantos otros gatos: pequeña, peluda, de color gris, suave, con un claro sentido de su dignidad y de su espacio vital. Sin embargo, como todos los gatos enseñan, compartir características con tu género no te hace vulgar, como las personas tendemos a creer, sino que es la única y más eficaz forma de resaltar los matices que te diferencian y te hacen ser tú. Ami llegó a mi vida por sorpresa. Después de la muerte de Nala, mi anterior gata, no quería ni pensar en gatos. Y eso que me gustan por encima de cualquier animal (hasta que llegó Tambor, al menos, pero no adelantemos acontecimientos). A pesar de que por primera vez veía mi casa vacía, no me imaginaba a otro ser llenando sus habitaciones. Sólo me la imaginaba a ella. La veía doblar las esquinas, la sentía subir a la cama por la noche…pero ella nunca estaba ahí. Sólo volvió una vez, en sueños, pero eso ya lo contaré después.

El caso es que pasaron muchos meses, algunos más de doce, para que yo volviera a expresar en voz alta que quería un gato. No sé lo que pensarían mis padres cuando lo dije, aunque me puedo imaginar que no les hizo mucha ilusión. Yo, de luto, soy una imagen bastante fiel de la completa desolación. Pero insistí, insistí un poco más, seguí insistiendo, persistí en mi deseo, y unos días antes de mi 19 cumpleaños, mi madre fue conmigo a una tienda de animales. Me dijo que era porque había que comprarle comida a la cobaya, Ginebra, que por entonces tenía. Pero cuando llegamos a la tienda, había una jaula con tres gatitos: dos grises (hembras) y uno negro (macho). Y a pesar de que siempre he querido tener un gato negro, y de que espero algún día poder adoptar uno, mis ojos solo vieron a mi gatita: pequeña, preciosa, y apoyada chulescamente en la cubeta. Sí, lo que me gustó de Ami fue su chulería. ¿Habéis visto un gato de apenas meses con una pata delantera apoyada en la cubeta? Es como ver a un tío acodado en una barra de bar, si el tío es adorable y tiene aspecto de gato. Aún hoy, puedo recordar perfectamente esa imagen, y no sé si es un motivo válido o no para que escojas entre un animal u otro. Yo sólo sé que Ami era para mí y yo era para ella, y que salimos juntas de esa tienda.

Para conocer a Tambor tuve que esperar muchos años más. Desde pequeña, he tenido animales muy variados: canarios, periquitos, peces, tortugas, hámsteres, hámsteres rusos, gatos, y una cobaya. Nunca había tenido un conejo. No había conocido a nadie que tuviera un conejo. Pero siempre me han gustado los conejos. No tiene explicación, y he aprendido a dejarme llevar cuando me pasan este tipo de cosas, porque hace tiempo que comprendí que hay cosas que te van a gustar, incluso antes de verlas, tenerlas o experimentarlas, y algo dentro de ti lo sabe. Así que yo, si aparece ese pálpito, me guio por él a ciegas. Y hasta ahora, siempre ha sido la mejor elección.
Así que allí estaba yo, nuevamente, rogando día y noche poder tener un conejito. Como ya era mayor, iba a sufragar yo los gastos, pero puesto que aún vivía, como actualmente hago, con mis padres, no podía traer a un animal a su casa sin su autorización. Debo concederme que, a pesar de mis muchos defectos, soy increíblemente persistente cuando quiero algo de verdad, y aunque pasaron años, nunca dejé que mi deseo de tener un conejo cayera en el olvido para los que vivían conmigo. Así que otro buen día, mi madre me llamó al móvil y dijo las palabras mágicas:"estoy viendo un conejito precioso, blanco, ¿lo quieres?" Y yo, que no necesito que las oportunidades esperadas llamen dos veces a mi puerta, dije: "me visto y voy para allá, espérame". Llegue a la tienda, vi a los conejos, Tambor me miró, y volvió a pasar. Él era para mí y yo era para él. Me lo llevé, empecé a aprender a cuidar a un conejo y creo que no dejé de sonreír en un mes completo.

A día de hoy, Ami tiene un poco más de diez años y Tambor un poco más de 4. Y ese es el tiempo que llevan, con un par de meses abajo, conmigo. Están sanos, fuertes, y creo que son bastante felices. No sospecho que vayan a dejarme en un futuro cercano, aunque es cierto que nunca se sabe. Me quieren, cada uno a su manera, y lo veo cada día. Lo veo cuando Ami, que considera tres mismos seguidos una invasión de su espacio inaceptable, prefiere venir a dormir conmigo, y lo hace la mayoría de las noches del año. Lo veo cuando Tambor se acerca corriendo a mis pies, alza sus patas delanteras y se apoya en mi pierna para que lo coja en brazos. Lo veo cuando Ami, que no es pródiga en sus caricias, a veces viene a recibirme a la puerta y se restriega contra mí. Lo veo cuando Tambor escucha un ruido fuerte y corre hacia mí para sentirse seguro. Lo veo cuando los miro y me miran. El suyo es un amor silencioso, modesto, sencillo, que te va envolviendo con el paso del tiempo como si fuera una tela. Es más suave que la caricia más delicada, y más fuerte que cualquiera material, natural o sintético, que exista jamás. Es un amor ineludible y permanente, como el tiempo y la muerte. Es un amor que sólo empecé a comprender cuando perdí a Nala.

Antes de eso, antes del duro golpe que convierte la muerte de un concepto abstracto a la cruel realidad diaria, yo no me percataba de esos matices. Yo quería mucho, cuidaba lo mejor que podía y disfrutaba, pero nada más. Yo no sabía sacar el jugo a los momentos. Yo no sabía apreciar la maravilla que es que una criatura, toda luz, te elija para quererte. Yo no era consciente de la tela que se tejía sobre mí, que me iba rodeando día a día. Yo conocí el miedo a la pérdida, pero como todo niño, me aferré a la esperanza de que no me pasaría a mí. Pero me pasó, tenía que pasar, y en cierto modo, fue una de las mejores cosas de la vida. No es que sea una masoquista, y no me entusiasma la idea de volver a pasar por aquello, pero sin Nala, yo no habría sabido apreciar tanto a Tambor ni Ami. Yo no me esforzaría por recordar cada día el tacto de los dos, el olor, los sonidos que hacen. Yo no dedicaría cada día un rato a disfrutar de ambos, por muy ocupada que esté. Yo no sería tan consciente del consuelo que son en los malos momentos, ni la fuerza que emanan. No sería tan consciente de toda la alegría que aportan a mi vida. Ellos, sólo ellos, encierran la esperanza que a mí me falta en muchas ocasiones. Sólo tengo que volver a ellos para recuperarla. A ellos, y a Nala.

Nunca ha muerto nadie cercano a mí. Al menos, nadie que yo sintiera cercano a mí, así que sólo tengo la experiencia de Nala, y de Bogie. Y es curioso, pero hasta que él, que fue el único perro que a pesar de no ser mío siempre he considerado como tal, no nos dejó, no comprendí algo importante. Yo creía que cuando se moría un ser querido, se hacía un agujero en tu corazón en el sitio que ese ser ocupaba, y temía, como temen muchos, que si seguía queriendo a mas seres, como estamos condenados a morir, de aquí a no muchos años mi corazón tendría todo el aspecto de un queso gruyer. Él, entre otras valiosas lecciones, me mostró lo equivocada que estaba. Porque si yo visitaba mi corazón, y lo hago a menudo por culpa de los dos, no veía agujeros. Veía habitaciones. La de mi madre, la de mi padre, la de mi hermana, la de todos los seres a los que quiero, sean de la especie que sean, y más: una sobre arte, otra sobre literatura… Había, hay, muchas. Tantas como yo sea capaz de contener. Y cuando llegó Ami, no ocupó ninguna habitación existente, no tuve que dejar atrás nada amado. Simplemente, mi corazón se expandió para que ella también tuviera habitación propia. Lo mismo pasó con Tambor. Lo mismo pasa con cada nueva cosa que se gana mi amor. Y lo genial, lo maravilloso, es que siguen ahí mientras el amor sigue vivo.

Mantener sus habitaciones no es gratis, por supuesto. En la vida, nada lo es. Cada vez que las visito es previo pago de un tributo de dolor. Pero lo sigo haciendo, porque los quiero y quiero mantenerlos conmigo. No para perturbarles su descanso, sino por el placer de no renunciar a quererlos y para honrar mientras viva el privilegio que me concedieron dejándose querer. Es mi estúpida manera de plantarle cara a la muerte. De recordarle que me despojó de su presencia física, y luego se dedicó a martirizarme llevándose recuerdos que no puedo recuperar, pero que no puede despojarme por completo sin mi colaboración. Así que los sigo guardando en mi corazón, y allí permanecerán mientras siga latiendo, y algo me dice que incluso después, porque como dije al principio, sí que hubo una vez que recuperé esos recuerdos perdidos. Es hora de que esa vez salga a la luz.

Hace algo más de un año, y lo cuento porque tiene totalmente que ver con el tema de hoy, me presenté por primera vez a un examen de oposiciones. No importa cuales, ni el resultado (que no fue bueno). Lo que importa es que el mes antes del examen dormir era una utopía. Nada producía efecto: manzanilla, duchas de agua caliente, ejercicio físico. Nada me ayudaba a dormir. Las noches pasaban entre una cabezada y otra. Pero una noche me dormí, y los vi a los dos. Fue un sueño absurdo, ilógico y extraño del que sólo recuerdo algunas cosas. Primero, que la vi, como tantas veces después de su muerte, subir a mi cama, donde no estaba Ami. Y yo me incorporaba, y ella se acurrucaba en mis piernas. Y la sentí, y la toque, y la olí. Y me maravillaba en el sueño porque era consciente de que ella estaba muerta y yo dormida. Después de un rato, simplemente dejé de estar en mi cama, y estaba en un autobús, pero seguía sin estar sola, porque Bogie estaba allí. Yo jamás lo he paseado sola, me daba miedo que se perdiera o le pasara algo conmigo y no pudiera ayudarle, y simplemente nunca surgió. Pero no tuve miedo porque, a pesar de que lo toque, lo olí y lo sentí también a él, yo sabía que estaba muerto y yo dormida. Pasado otro rato, me desperté. Con una sensación familiar oprimiéndome el pecho, pero todavía con el recuerdo del tacto y del olor.

Yo no sé si es cierto que hay personas que ven más allá de lo que se ve a simple vista. Ni si es cierto que se puede hablar otra vez con los que nos dejan. Yo no me atrevería a jurar que hay después de esta vida. Pero estoy convencida de que esa noche yo no soñé con Nala y Bogie: yo estuve con ellos. O ellos conmigo, tanto da el orden en este caso. Que vinieron a reconfortarme, como ellos sabían, porque eran conscientes de cuanto los necesitaba y de que podían llegar a sitios donde no llegan los demás. Fue mi recompensa por mi lealtad a pesar de los pesares. Por desafiar a la muerte al negarme a olvidarlos o a dejar de quererlos ni un ápice. Fue su manera de decirme que hago bien, que siguen conmigo, y que mientras yo me mantenga firme, seguirán. Conociéndolos, creo que lo harían aunque yo flaqueara, porque así eran ellos: puros, con corazones más grandes de lo que el mío será jamás. También fue su manera de indicarme que querer a otros es una manera de honrar la vida, y de aceptar la muerte.

Tambor, Ami, Nala y Bogie podrían ser las dos caras de una misma moneda: presente y pasado. Pero no lo son. Ninguno es pasado. De una manera o de otra, todos son presente, todos son futuro. Así que, cuando llegado el momento, tenga que visitar con dolor las habitaciones de Tambor y Ami, también lo haré con esperanza. Porque gracias a Nala y Bogie aprendí que el amor real no se pierde, ni se muere, ni se olvida. Que se mantiene impertérrito al paso de los años. Que no decrece con los nuevos amores, sino que los condimenta, los eleva a su altura. Aprendí que este dolor es un precio que estoy dispuesta a pagar. Y que ellos siempre harán que merezca la pena pagarlo, estén donde estén.

martes, 11 de agosto de 2015

El Coliseo vs Aquitectura moderna

Hace tiempo vi un documental, no se ahora de que empresa o cadena, en la que se comparaba el Coliseo de Roma con el estadio deportivo más moderno de Melbourne (Australia). Además de varios expertos en simulacros por ordenador, historia del arte, arquitectura y demás, contaban con la presencia del diseñador de dicho estadio. Empezaron, como es lógico, exponiendo las características principales de cada uno: cuantas entradas y salidas tenían, número de espectadores que podían albergar, materiales de construcción, etc. Después, dispuestos a comprobar los avances técnicos desde la época romana hasta hoy, decidieron hacer por ordenador un simulacro de evacuación de ambos, para comprobar cual de ellos se desalojaba más rapidamente. El simulacro empezaba en ambos estadios al mismo tiempo, y terminaba cuando el último espectador del último de los dos edificios atravesaba las puertas de salida. Fue emocionante ver las reacciones de los expertos allí reunidos, incluido el propio diseñador del estadio de Melbourne, al comprobar como, aunque al principio la evacuación se hacía más rápida en el estadio moderno, el Coliseo persistió en su ritmo inicial y, finalmente, se desalojó primero.

Tengo que señalar que el diseñador moderno se tomó la derrota con elegancia. ¿Qué otra opción tenía? Hay que rendirse ante la evidencia: por mucho que nos demos palmaditas en la espalda por los grandes avances que hacemos, seguimos a años luz del saber antiguo. No me refiero sólo a Roma. Tampoco podemos competir con la Grecia clásica, el Egipto de los faraones, el imperio persa… No digo que no tuvieran prácticas brutales, porque las tenían. Pero, ¿no las seguimos teniendo nosotros? No creo que esas prácticas sean cosas achacables al tiempo, sino más bien al género humano, por tanto, yo no las tengo en cuenta cuando hablo de evolución. A mí me gusta fijarme en la importancia que le daban a cosas como la retórica, el arte, la política, la medicina, la filosofía… A mí me gusta comprobar, aunque también me produce una punzada de tristeza, que el diseñador del Coliseo, que nunca sabremos cual es aunque sepamos que Vespasiano empezó su construcción, Tito la terminó y Domiciano hizo una reforma, tenía unas medidas de seguridad mejores que el estadio más moderno de nuestro tiempo. Y eso, en una época en la que la esclavitud no sólo estaba bien vista, sino que tener servidumbre era signo de pertenecer a la clase alta, me parece increíble.

Al diseñar el Coliseo tal como fue, ¿se tuvo en cuenta la seguridad o sólo la estética? Las numerosas escaleras y puertas, la perfecta comunicación en todas las plantas, ¿a que obedecían? ¿Qué las gradas reservadas a la población peor considerada, en cuanto a estos dos elementos, fueran iguales que las demás, fue por pura simetría? No creo que sepamos nunca la respuesta a estas preguntas. Por mucho que los expertos, si es que eso fuera posible en algún campo, se pusieran de acuerdo para dar una opinión unánime sobre el tema, seguiría siendo tan sólo una opinión. Y, como opiniones tenemos todos, aquí está la mía.
No creo que nadie que haya visto el Coliseo, si tiene un mínimo de sensibilidad, pueda quedar indiferente. No sólo a la belleza estética de lo que hoy es, sino a la imagen que proyecta de lo que en su día fue. No podría comprender a una persona que me dijera que no ha sentido, en las puertas del mismo y mirando hacia arriba, la grandiosidad y la fuerza que emanan de las piedras que lo componen. Nadie podría dejar de sentirse como la más humilde hormiga a la sombra de esta construcción. Yo sentí todo eso, y más.

Una vez franqueada la entrada, y con la ayuda del murmullo de la inmensa cola que queda fuera, y de la muchedumbre que encuentras dentro, te parece empezar a ver togas y sandalias, y te embarga la sensación de que es día de juegos. Entonces, te tropiezas con alguien, y vuelves del flashback. Pero es tan fácil caer de nuevo, y tú lo haces cuando subes las escaleras y puedes asomarte al foso. Y entonces, bum, lo ves lleno de agua, y salen los barcos, y sabes que hoy toca batalla naval. Pero no, la imagen vuelve a cambiar, y ahora ves a los gladiadores, pero no saliendo al foso, que ahora está cubierto de tierra, sino por los pasillos interiores de los niveles inferiores, tensando los músculos, controlando la respiración, conscientes de que están luchando contra el reloj de arena que marca sus vidas. Tampoco esta imagen dura, porque tu subconsciente quiere que disfrutes plenamente de la experiencia, y ahora empiezas a sentir tanto miedo que no puedes hablar, y te ves expuesto al sol, en mitad del foso, mientras van saliendo leones y tigres, hambrientos, y con sus anhelantes ojos fijos en ti.

De nuevo, vuelves en ti, y buscas un espacio entre la muchedumbre donde poder sentarte un momento. No estás cansado, sólo necesitas un minuto para asimilar todo lo que has visto sin ver. Todo lo que has sentido. Toda la verdad que tu cerebro ha asimilado, sin cuestionársela. Andas un poco, buscando, y encuentras unas pequeñas escaleras entre las gradas, cerradas por una cadena, que seguramente conducen a las gradas superiores. Te parece tan bien como otro cualquiera, al fin y al cabo, te vas a sentar en el Coliseo. Pero me temo que no vas a obtener el descanso que buscas, porque empiezas a mirar las filas, y otra vez, no eres tú. Estás en la grada más baja, eres un senador o, quizá, una vestal, que espera pacientemente a que empiece el espectáculo. Incluso miras al palco del emperador que, taciturno, parece esperar con hastío. Pero no te quedas mucho en esa grada, y subes sin querer a la siguiente para convertirte en un aristócrata. Puede que no tengas bastante categoría para ocupar la grada anterior, pero tu dinero y tu abolengo te acreditan para ocupar la siguiente. Y lo haces, exhibiendo orgulloso la insignia o escudo de la familia a la que perteneces. Desde luego, eres más afortunado que los que están en la grada superior a la tuya, a la que ni miras con desprecio. Pero otra vez, te has desplazado, y ahora estás justo en la grada que hace un segundo decidiste no mirar. Eres un ciudadano pobre. Tienes unos espacios reservados en esta grada, que ni siquiera puedes ocupar por completo, ya que los ciudadanos ricos no pertenecientes a las otras categorías altas están contigo. Bueno, en la misma grada, pero no ocupando los mismos espacios. Hasta ahí podíamos llegar. Al menos, te consuelas, no eres uno de los pobres diablos que se encuentra en la grada más alta, los pobres entre los pobres o algunos sectores de la sociedad que no encajan en el resto de gradas.

De repente, vuelves a ver exactamente lo que hay: un montón de turistas, algunos con el dichoso palo de selfie, gritándose unos a otros y haciéndose fotos como locos. Eres tú, con los rescoldos del pasado. Porque aunque ves, no es a ti a quien sientes. Perdura el eco de una emoción que no esperabas, pero que pudiste sentir porque tu subconsciente no te dejó cuestionar la moralidad del acto: expectación. No de cualquier tipo, no, sino de esa que precede a los grandes acontecimientos, a los momentos de disfrute, a la diversión. Estuviste tan metido, que en lugar de ver el horror de lo que allí ocurría y sentir compasión, te integraste. Miraste con unos ojos que no son de este siglo, y durante esos instantes, fuiste un romano más. Entonces, tu mente rescata otro sentimiento: seguridad. Eras consciente de pertenecer al imperio más grande del mundo. El ambiente, los juegos, y el edificio en sí, la sólida piedra y sus hermosas formas, las estatuas estratégicamente colocadas, todo gritaba: poder. Y tú lo oías, como lo oían todos y cada uno de los romanos que iban allí, como lo oían, y así estaba planeado que fuera, los extranjeros que posaban la vista en el Coliseo.

Para un lector avispado, mi opinión es evidente. Para el resto, y dado que como narradora tengo mis carencias, la respuesta explícita a la pregunta formulada al comienzo sería: estética y seguridad. ¿Por qué? Porque vi el documental muchos meses antes de saber que vería el Coliseo con mis propios ojos, y esa pregunta permaneció en un rincón de mi cabeza, sin respuesta satisfactoria. Porque como dije antes, esa respuesta lógica que, en los tiempos que corren, es la única que parece válida, seguirá siendo una opinión. Rebatible, discutible, cuestionable. Todo es abordable desde varios prismas, y los romanos fueron bellos e inteligentes arquitectos. Mi lógica no fue capaz de decantarse, no conectó con la lógica del diseñador para ver hacia qué lado se inclinaba la balanza. Pero está claro que eso no importó, porque en su debido momento, mi corazón sí que lo hizo, y comprendió que, a ojos romanos, belleza y seguridad, en cuanto a arquitectura se refiere, son lo mismo. Porque ese edificio, como tantos otros, estaba destinado a ser un ejemplo del poderío del imperio al que representaba. Por tanto, debía ser espectacular tanto en su estética como en su seguridad. Quizá no en el sentido que le damos hoy en día, de seguridad para las personas, aunque es evidente que las clases altas no hubieran consentido posar sus pies en un edificio de estabilidad cuestionable. Pero sí seguridad en el sentido de permanencia y solidez. Y todo es cuestionable, pero en cuanto a esos dos conceptos, nadie puede dudar que el Coliseo los luce desde hace siglos.

jueves, 26 de marzo de 2015

Germanwings

A veces, uno no se puede aislar del sufrimiento ajeno. Por mucha práctica que tengamos, y la tenemos, llega una situación que se convierte en la gota que colma el vaso, y de golpe sentimos todo el dolor del que habíamos huido porque pensábamos que no era nuestro. Algo así me ha pasado a mí con el accidente de avión de Germanwings.

Personalmente, detesto los aviones, y envidio a las personas a las que volar les da una sensación de libertad. A mí sólo me da dolor de estómago y ganas de salir corriendo. Pero volar, si la ocasión lo merece, vuelo. Me agarro al asiento y rezo a cualquier poder superior que pueda oírme que no sea mi día, o que lo sea en el sentido de llegar bien, o que no sea el día de los pilotos, o que lo sea en el sentido de que les salga un vuelo de los sosos, sin complicaciones ni anécdotas. Y siempre, siempre, me imagino que el avión se estrella. Y así, recordándome que el avión es el medio de transporte más seguro, y que tengo muchas más posibilidades de terminar mis días en un accidente de coche, voy pasando los minutos hasta que llega el ansiado momento de bajar a tierra, la cual no beso, pero más por vergüenza que por falta de ganas.

Sin embargo, los accidentes pasan. Crecemos sabiendo que la vida es una continua lucha contra la muerte. Lucha que, para colmo, sabemos que tenemos perdida. Pero aún así, luchamos, porque ¿qué otra cosa podríamos hacer? Ciento cincuenta personas perdieron esa lucha el pasado martes. La muerte, que dicen que es justa pero que no conoce la compasión, los tenía en su lista y pasó a recogerlos. Entre esas personas se encontraban dos bebés, dieciséis estudiantes, un voluntario de una asociación a favor de los galgos y, probablemente, cinco galgos que iban a ser adoptados en Alemania. ¿Total? Ciento cincuenta y cinco vidas. Porque aunque a nosotros no nos parezca igual de importante, la vida de los galgos también estaba en la lista de trabajo de la muerte para ese día.

Pero hoy no es momento de hablar de la igualdad de los animales. Baste con mencionar que ellos también han muerto, y que su lucha es la misma que la nuestra. Hoy es momento de ser solidarios, aunque sea así, desde una distancia tan lejana que hace imposible aportar algún consuelo. Hoy es momento de ponerse en la piel del que se queda aquí sufriendo la pérdida. Y en ellos pienso cuando escribo esto. No es que no me importen los que han fallecido, pero ellos están ahora más allá del dolor. No sabemos si pasaron miedo, ni cuanto sufrieron hasta morir. No sabemos si fue rápido, o si alguno sobrevivió un tiempo después del impacto. Pero que se ha terminado, eso sí lo sabemos. Supongo que, por pura estadística debe ser así, habría algunas buenas personas entre ellos. Siempre es una pérdida general que el mundo pierda a este tipo de personas. ¡Hay tan pocas! Pero también se van. Ser bueno no te exime de morir. Ni siquiera te concede aplazamientos. Así que hay que lamentarlo, aunque sólo sea un momento, porque es el único tributo a nuestro alcance.

Dicho esto, me produce mucho más dolor pensar en los familiares. Supongo que me cuesta menos empatizar con quién aún está aquí, porque yo sigo aquí. Me imagino la conmoción al oír la noticia. La angustia de las horas posteriores, aún con un atisbo de esperanza, aún pensando que la vida no puede ser tan cruel y que los milagros son posibles. Y luego, en algún momento, el horror total al ver el escenario, y el dolor absoluto de la pérdida. Yo, que nunca he perdido a una persona, aunque sí a seres queridos, puedo percibir un eco de ese dolor. Ver la nada que se abre ante los ojos de uno. No la que se ve mirando el precipicio desde arriba, no. La que se ve cuando uno está abajo y levanta la cabeza. El dolor constante en el pecho, en la garganta, y en partes del cuerpo que ni siquiera existen. El llanto que no sirve para aliviar, sino que es como el viento que alimenta la hoguera. Esa sensación de estar consumiéndote sin ser consumida, porque no llega a terminar, y aunque parezca imposible, nunca acaba. Y te ves aguantando todo eso una hora, y otra más, y otra más, hasta que el tiempo pierde todo su sentido.

Supongo, o eso espero, que esas personas, esos familiares, esas víctimas colaterales del trabajo hacendoso de la muerte, estarán atendidos por psicólogos y demás personal cualificado para colaborar en este tipo de tragedias. Aunque yo me pregunto, ¿cómo puedes ayudar a alguien que está luchado cada segundo contra el dolor de seguir respirando? ¿Qué puede uno decir o hacer a una persona que no puede pensar, que ni siquiera oye? ¿Será un alivio saber las causas del accidente o dará igual? Si hay detrás un error humano, o uno técnico, o uno achacable a una persona de la compañía, ¿cuánto consuelo proporcionará el castigo del culpable? Y si no hay nadie a quien culpar, ¿se vuelve más difícil seguir viviendo? ¿Más aún de lo que la ausencia del ser querido lo ha hecho?

Yo no tengo respuesta a ninguna de esas preguntas. No puedo tenerlas, porque no he perdido a un ser querido en ese accidente. Tampoco creo que haya una respuesta válida para todos. Igual que no sentimos el amor del mismo modo, que cada uno introduce en su forma de querer ciertos matices personales, no creo que el dolor sea el mismo ni las formas de apaciguarlo. Sólo puedo ofrecerles un eco de su inmenso dolor, el vislumbre de lo que yo podría sentir si fuera uno de ellos, y mi compasión, porque en esta vida uno nunca sabe cuando le van a venir las cartas mal dadas, y cualquier día me tocará a mí perder la mano. Saber que uno no está sólo en el sufrimiento no es una cura automática, pero servir a largo plazo, sirve. De alguna manera, el sentimiento se abre paso hasta el corazón, y a pesar de que uno sigue sintiendo mucho dolor, sin saber cómo, sin haberse dado cuenta de que se sentía así, deja de sentirse solo. A partir de ese momento, uno va dando pequeños pasos hasta la cima del abismo. Y sale, uno sale de ahí, porque no le queda otro remedio. Es un camino muy largo y muy doloroso, pero es un camino vital. Y lo andamos, porque no hacerlo significaría dejar de querer a los que queremos, y porque los queremos, estamos dispuestos a pagar el precio que su ausencia nos provoca.

Para ellos, para los familiares, no hay más enseñanza al final de su doloroso camino que esa: amar a quienes amamos y a lo que amamos, compensa todos los sufrimientos. Aunque en algunos momentos, parezca imposible. Para el resto, para los que somos testigos indeseados de tanto dolor, la enseñanza es diferente. Para nosotros, para mí, la enseñanza es que tenemos que esforzarnos por querer mejor. No hace falta decirles a las personas que las quieres todos los días, pero si puedes, hazlo. Y no te quedes ahí. Vive tu vida transmitiendo con tus actos a los que quieres, eso, que los quieres. Ninguna palabra hablará nunca más alto que un acto, por mucho poder que las palabras tengan, pero eso sí, cuando ellas los refrendan, son imparables. Así que hagámoslo. Queramos más y mejor, y no nos dejemos fuera de esa ecuación. Querámonos. Pensemos en aquello que queremos para nosotros, en aquello que nos hace felices, y apostemos por ello. Como ocurre con las personas, el sufrimiento por conseguirlo, si realmente es lo que anhelan nuestros corazones, compensará los sacrificios.

La vida no es fácil, ni amable, ni solidaria. Pero tampoco es cruel, ni fría, ni injusta. La vida es, y los humanos somos los que ponemos los adjetivos. Y nadie puede poner nada que no tenga. Así que, ya que no estamos exentos de sufrir desgracias, hagamos que merezca la pena sufrirlas. O si son ajenas, hagamos que sea más llevadero padecerlas. Al fin y al cabo, todos tendremos que pagar el precio tarde o temprano, qué menos que fijar nosotros la cantidad.

domingo, 15 de marzo de 2015

Querida Depresión

Querida depresión:

Gracias. Supongo que no es lo que esperabas oír, pero en justicia, es lo que te mereces. Si te soy sincera, tampoco yo esperaba sentirme así con respecto a ti, pero la vida es extraña y sorprendente. Por supuesto, eso no quiere decir que esté satisfecha con tu compañía. En absoluto. Has sido lo peor y, de un modo raro, también de lo mejor por lo que he pasado, pero nuestro tiempo ha llegado a su final. Por eso te escribo esta carta, para señalizar de manera clara el punto final de nuestra relación.

No sabría decir exactamente cuando llegaste a mí. Tu presencia me paso inadvertida. Sabía que algo no estaba como debía, pero sometida a las presiones cotidianas de los tiempos con los que nos ha tocado lidiar, no te identifiqué. Había oído hablar de ti, claro, y conocía a gente con la que habías estado, pero no me sirvió. Creo que el problema es que no eres igual con todas las personas, aunque tú siempre seas la misma. Además, guardas ciertos ases en la manga que hacen que la partida no sea justa. ¿Cómo iba yo a imaginarme que mi tristeza no era una más de esas tristezas que a veces te asaltan, pero que luego se marchan sin más? ¿O que mi desilusión tenía raíces que iban más allá de lo lógico? O que por primera vez en toda mi vida, la desesperanza iba a derrumbar los gruesos cimientos sobre los que había construido mi manera de enfrentarme a las cosas. Pensé que era una mala racha, que los sentimientos se irían, como tantas otras veces, igual que habían venido. Pero no fue así, porque no vinieron solos. Tú venías con ellos, y de ellos te serviste para hacerte un hueco dentro de mí.

Debo decir que conmigo hiciste una jugada maestra. No he tenido una vida difícil, pero sí estoy acostumbrada a tratar con la adversidad en sus diferentes facetas. Siempre he sabido que la vida no es perfecta, que los problemas existen y que nadie es ajeno, pero nací con una actitud combativa por naturaleza y, además, me educaron para plantar cara a las dificultades. Y eso hice, o creí que hacía, aunque no obtuve resultado. No entendía por qué no mejoraba. Es más, no entendía porque yo iba a peor, cuando la situación prácticamente era más o menos la misma. No lo entendí hasta mucho después, pero entonces supe que algo más me pasaba y que si quería salir de donde estaba, iba a necesitar algo más de lo que tenía en ese momento. Y pedí ayuda, porque la necesitaba, y la caballería acudió presta a socorrerme.

Ahora, tanto tiempo después, entiendo que esa fue mi primera victoria. La primera vez que recuperé un poco del terreno que habías hecho tuyo, porque no es lo mismo recibir ayuda cuando crees que no la necesitas, o cuando otros te dicen que la necesitas. Lo que funciona, la única vía posible para salir de un agujero así, es creer que necesitas ayuda, pedirla y aplicarla en tu beneficio. Afortunadamente, llegó en el momento crítico. Si hubiera tardado un poco más, entendido como un periodo de días y no de semanas más, no habría podido hacerlo sin medicación. De hecho, la primera semana de tratamiento, no estuvo muy claro que la medicación no fuera a ser necesaria. Y así se me dijo. Y creo que fue bueno que se me hiciera consciente de ello, porque saber realmente lo profundo que era mi dolor era lo que yo necesitaba. Siempre he sido del tipo de persona que prefiere saber el conjunto en lugar de datos aislados que omitan las peores partes. Me preparo mucho mejor cuando se que es lo que tengo delante. No digo que sea el mejor método, pero desde luego, es el que me funciona. Y me funcionó una vez más. Me propuse aplicarme con uñas y dientes para salir de donde estaba, por muy doloroso que pudiera resultar el proceso. Y lo fue. Nunca he sentido tanto dolor ni durante tanto tiempo. Nunca he perdido tan absolutamente la fe en mí y en mis capacidades. Y nunca, nunca jamás, me he sentido tan insegura sobre el futuro o la vida, tan absolutamente perdida en el mundo. Como si yo fuera el microbio más pequeño de todo el universo y nada se pudiera hacer para remediarlo.

Tú, depresión, has sido lo más difícil que he tenido que afrontar hasta el momento. Quizás porque por una vez, el enemigo era yo, y no algo externo. Me has hecho tener la guardia levantada contra mí constantemente. No me has dejado sentir tristeza, porque siempre venía mezclada con otras cosas. No me permitías llorar, porque no traía alivio consigo, no era un desahogo para mí, sino una maldita arma usada en mi contra. Me hiciste tener que desterrar de una manera radical cualquier tipo de duda, por muy lógica o constructiva que fuera, porque tú las convertías en algo punzante que no me dejaba avanzar. Te alimentaste de todo aquello negativo que encontraste y lo usaste contra mí durante muchos días. Ni siquiera me dejabas dormir en paz. No recuerdo haber dormido menos, ni peor, ni haber tenido tantas pesadillas como durante esta maldita relación. Eso, todo eso y más, ha sido lo peor de ti.

Pero no te odio por ello. Ni siquiera creo que tengas la culpa de nada de lo que ocurrió o sentí durante aquellos meses. Al fin y al cabo, sólo usaste con acierto todo el arsenal que yo tenía guardado contra mí misma. Tampoco me odio. Ni siquiera lo hice entonces. Puede que no me valorase en su justa medida, pero nunca me he odiado. Siempre permaneció intacta esa pequeña parte de mí que piensa que yo merezco la pena en cualquier circunstancia. Por muchos defectos que tenga o muy mezquina que pueda llegar a ser. Esa pequeña parte que pidió ayuda y la aplicó. Que no se dio por vencida en ningún momento. Que, a pesar de no saber qué estaba pasando, no me permitió dejarme ir por completo, sino que me alertó de que algo iba más allá de mi comprensión. Esa pequeña parte que ahora es grande, mucho más grande de lo que mi cuerpo puede contener, porque tú la obligaste a crecer.

Por eso te doy las gracias. Porque quizás no estaba preparada para afrontar ciertas verdades que iban a derrumbar los cimientos de mi mundo, como que muchas veces, por mucho que te esfuerces, incluso aunque te lo ganes, no llega la recompensa. Pero no pasa nada. El mundo no se termina y uno no vale menos. La vida sigue, y debe hacerlo, con todo lo que ello implique. Es absurdo planificarse la vida por adelantado, y sentarse en el suelo cuando el plan no se cumple, culpándote por una verdad inmutable: no eres Dios. No todo está bajo tu control, ni todos tus esfuerzos tendrán un buen resultado. La vida no va a transcurrir tal como tú lo decidas. Hay que aprender a adaptarse, a ser flexible en ciertos aspectos. Hay que aceptar que tu vida, no la vida, no, la tuya, va a tener muchas cosas negativas, y que, llegado el momento, quizás necesitas buscar un plan diferente. Pero eso no es traicionarse, ni dejar de ser tú mismo. Eso es permitirse ser más de lo que creías que podías ser.

Tú has venido a mí porque yo tenía que aceptar esas verdades, y quizás está ha sido la única manera de que entraran en mi extremadamente dura cabeza. También me has hecho ver que nunca eres totalmente maduro, que siempre queda un margen de mejora en ese terreno. Ahora lo sé. Y, a pesar de que no me apuntaría a repetir la experiencia, no me arrepiento de ella. Me ha hecho mejor, me ha enseñado mecanismos para seguir mejorando y, precisamente por eso, creo que conseguiré mantenerte fuera de manera indefinida.

No me rondes. No pienses en mí. Ni siquiera te acerques a verme. Has sido una buena maestra, conténtate con que te haya sacado todo el jugo que tenías, y con que haya aprendido de ti a sacarle el jugo a las malas experiencias, incluso cuando éstas me hagan cuestionármelo todo. Porque una cosa hoy es segura: no entrarás en mí dos veces. Tú no lo has hecho posible.

domingo, 15 de febrero de 2015

Roma

No podré volver a quejarme de mi suerte nunca más. No importa lo que me depare el futuro, ni, bien mirado, lo que llevo a mis espaldas. Yo, bienvenida sea la hora, he perdido ese derecho hasta el fin de los tiempos porque he pisado el suelo sagrado de Roma.

No sabría decir cuando empezó mi historia de amor con esa ciudad, a pesar de que llevo estrujándome el cerebro mucho tiempo sobre esta cuestión. Roma, o más exactamente, mi fascinación con ella, es uno de esos recuerdos tan arraigados dentro de mí, que me parece haber nacido con ellos. Si sé precisar con exactitud el único año de toda mi formación académica que tuve la oportunidad de estudiar Historia del Arte: curso 2003-2004. Y también puedo decir con seguridad que Historia, a secas, siempre ha sido una de mis asignaturas favoritas. Con esos antecedentes, lo difícil era que Roma no llamara, como mínimo, mi atención.
Por todo eso, y por mucho más, cuando ese pequeño ángel de la guarda que alguien de ahí arriba que debe de quererme, como mínimo, tanto como su representante aquí abajo, me dio la oportunidad de ir este año, fue casi imposible resistirse. Y me alegro profundamente de no haberlo hecho, porque ha sido la experiencia en mayúsculas.

Roma ha sido ese amor platónico que al convertirse en realidad, en lugar de difuminarse entre las brumas de unas expectativas demasiado altas, descubre sus auténticos cimientos. Roma no es lo que tiene, Roma es. No importa las imágenes que se hayan visto, ni los reportajes, ni los libros que se han leído. Nada te prepara para la magnitud de lo que te espera. En Roma, el concepto de grande no es el mismo que en el resto del mundo. Y no hablo de grande al estilo siglo XXI, con grúas y demás maquinaria de apoyo, sino de grande al estilo siglo I a.C. o siglo IV d.C. Uno no puede concebir, incluso cuando lo está viendo y tocando, como se pudieron mover semejantes bloques de piedra. Ni mucho menos, como se pudieron moldear y poner en pie. Es como intentar imaginar el infinito: puedes entender el concepto, pero no estamos preparados para visualizarlo. Simplemente, se nos escapa. Y así siguió, siglo tras siglo, acumulando maravillas y portentos. Y uno, pobre “infeliz”, no puede hacer más que abrir la boca todo lo grande que se puede, y mirar en todas direcciones, intentando procesar lo que ve y lo que siente.

Sí, lo confieso, creo que no he sido una buena compañera en este viaje. Por una vez en mi vida, me han faltado palabras en muchos momentos. Mi capacidad de concentración, de la que siempre me he sentido bastante orgullosa, me ha fallado estrepitosamente. Pedirme que construyera frases mínimamente coherentes mientras miraba, analizaba y, muchas veces, intentaba no llorar, era un esfuerzo que no he podido hacer. Jamás en mi vida me he sentido tan abrumada, ni tan maravillosamente pequeña, como los cinco días que he estado en esa ciudad. Y, porque no decirlo, tan orgullosa. No de mí, que aún me faltan motivos, sino del género humano, que tanto asco me da la mayor parte del tiempo. Es muy difícil contemplar el techo de la Capilla Sixtina, el Coliseo, el Panteón o la Pietá, y no olvidarse de los horrores de los que somos capaces y centrarse sólo en las maravillas que podemos hacer. Justo ese sentimiento es uno de los que más me ha provocado Roma. Vale, por mucho que lo intente, nunca voy a hacer un fresco memorable, ni una escultura, ni un edificio de belleza sobrecogedora. Pero, como ser humano, seguro que hay algo hermoso que yo puedo aportar al mundo. No tiene que ser grande, ni tiene que ser trascendente a escala mundial. Sólo tiene que ser algo positivo y mío, algo que suponga que yo dejé una parcela mejor que la que me encontré. Bueno, quizás sea una idea pretenciosa, pero también es esperanzadora, y en los tiempos que corren, es asombroso volver a sentirse así.

Toda la culpa tampoco ha sido mía, todo hay que decirlo. Es muy difícil pasear por Roma con los ojos abiertos, y no imaginar a un centurión saliendo de los restos, que milagrosamente ves mentalmente completos durante unos segundos, de un templo; o a Bernini terminando su impresionante fuente de los cuatro ríos cuando estás en la Piazza Navona; o a dos cónsules hablando entre los caminos del foro; o a Miguel Ángel, en un andamio, tumbado, pintando una figura de su más famoso freso. No puedes visitar el Panteón, y pararte ante la tumba del Rafael, y no imaginarte el tumulto de adoradores que se congregaron para darle el último adiós. No puedes andar por el Coliseo, y no sentir el miedo de los cristianos condenados a muerte, o la ferocidad de los resignados gladiadores, dispuestos a matar para vivir un día más. No puedes dejar de imaginarte a Leonardo o Tiziano dándole los últimos retoques a un cuadro. No puedes estar delante de la Basílica de San Pedro y no imaginar a Bramante, Rafael y Sangallo o Miguel Ángel, cada uno en su período, delante de hojas con sus bocetos para el edificio. Al menos, yo no he podido, porque imaginarme todo eso formaba parte de disfrutar de lo que estaba viendo. No ha sido un acto consciente, sino el resultado del trabajo en equipo de mi cerebro y mi corazón.

Mi corazón…me ha jugado malas pasadas en este viaje. Creo que he acumulado más momentos con nudos en la garganta en estos cinco días que en toda mi vida anterior. Yo, que hasta que no vi con mis propios ojos que estaba admitida para estudiar Derecho, no entendí el concepto “llorar de alegría”, ahora podría hacer un máster especializado sobre el tema. También entiendo mejor cómo el corazón no te explota literalmente dentro del pecho, aunque lo sientes latir de tal manera que podría excavarte un agujero en cualquier momento, cuando te sientes completa y sencillamente feliz. Aunque lo más importante que ha hecho mi corazón por mí esos cinco días, ha sido hacerme entender de manera consciente, algo que yo ya sabía: que no necesito, que nunca he necesitado, una pareja para sentir mi vida y a mí misma rebosante de amor. Yo me he enamorado de Roma cada día, varias veces al día. Demasiadas para cuantificarlas. Y me he enamorado de lo que me hace sentir, de lo que me inspira, de la persona que me alienta a ser. He visto que en mi corazón, aunque no sea muy grande, caben muchas cosas. Mis seres queridos, mi Málaga, todas las ciudades visitadas, el Derecho, el arte, la literatura y un largo etcétera. Sí, yo también me sorprendí de que con su reducido tamaño, tuviera tantas cosas dentro, pero os aseguro que están ahí.

He mencionado a Miguel Ángel más veces de lo que cualquier texto bien estructurado debiera, pero no puedo negarle una más. Hace tiempo, pasaba un mal momento, escribí algo sobre una “revelación” al contemplar una imagen de su Pietá, y recuerdo que dije que me gustaría saldar la deuda mostrando mi devoción delante de su escultura. No sólo no he podido saldarla, sino que he contraído una deuda mayor. Allí, delante de su escultura, a la que ninguna imagen puede hacer justicia, yo volví a ser yo. O me percaté de que volvía a serlo. No la yo de antes del holocausto, sino la nueva persona que se ha formado después, con los restos antiguos y los añadidos recientes. No hubo una señal grandilocuente. No caí al suelo porque las rodillas no me podían sostener, ni me fue imposible contener las lágrimas, aunque a puntito estuvo. Fue un impacto interior, provocado por el sobrecogimiento de contemplar la que, para mí, siempre será la mejor escultura del mundo. La más desgarradoramente tierna y triste, aunque hermosa y plácida. Como pasa con los huracanes, todavía estoy descubriendo los efectos de su paso por mi alma. Aún me sorprendo descubriendo los matices de mi personalidad que han cambiado, y los que aún están pero más acentuados. Ese cambio no se operó allí, porque las personas no somos mágicas y nada ocurre en un segundo, aunque a veces, lo parezca. Pero sé que terminó allí, en ese momento, de encajarse la última pieza o repararse el último resquicio. Lo sé porque lo sentí, como siento muchas veces dentro de mí esa fuerza extraña que muchos niegan y que yo identifico con el alma.

Quizás fue lógico que pasara así y que lo hiciera allí. Poco antes había estado sentada, no sabría decir cuánto tiempo, en la Capilla Sixtina, que literalmente es el corazón de la cristiandad. ¿Sería raro pensar que, como creyente, tuviera un significado especial, y, por ende, un impacto más allá de lo artístico y cultura? Yo creo que no. Es más, yo le veo mucho sentido. Al fin y al cabo, ¿no son los sentimientos los que nos hacen ser lo que somos? Y si algo hice en Roma, además de disfrutar, fue sentir. ¿Y no es acaso ese el motivo de que mi escultura favorita sea eso, mi favorita? Llegados a cierto grado de perfección, no basta la técnica o la ejecución, sino lo que te dice a ti, lo que hace sentir a tu corazón. Eso es lo que marca la diferencia.

Para terminar, no voy a enumerar los sitios no nombrados donde estuve ni las maravillas no mencionadas que vi. No es eso lo relevante. Nada de lo que yo diga va a cambiar que Roma hay que vivirla en primera persona. Lo que no me puedo guardar es lo agradecida que estoy a mi ángel de la guarda. Por hacer posible que, ¡antes de los treinta además!, haya estado en ese pedacito de paraíso que, detrás de Málaga, es para mí Roma. Por haber podido ver todo lo que vimos. Por haber podido sentir tantas cosas. Por ser mi perfecta compañera de viaje. Por compartir de manera tan generosa tu tiempo y tu dedicación. Por saber que esto no era para mí un viaje más. Por si no te lo dije en su momento, y me excuso en que sigo procesando lo vivido, ha sido, con su lluvia, su dolor de pies, su frío y sus miles de zahorras, el viaje perfecto. He acumulado tanta felicidad en esos cinco días, que no habrá tristeza venidera que no sea más llevadera que antes. Y tú has sido parte importante de esa felicidad. Roma es eterna, porque uno siente los siglos pasando a su lado mientras camina. Ahora lo entiendo. Y gracias a ti, nosotras ahora también formamos parte de esa eternidad. Después de la existencia de mi hermana, es el mejor regalo que nadie me ha hecho nunca. Grazie mille e ci vediamo!