domingo, 15 de marzo de 2015

Querida Depresión

Querida depresión:

Gracias. Supongo que no es lo que esperabas oír, pero en justicia, es lo que te mereces. Si te soy sincera, tampoco yo esperaba sentirme así con respecto a ti, pero la vida es extraña y sorprendente. Por supuesto, eso no quiere decir que esté satisfecha con tu compañía. En absoluto. Has sido lo peor y, de un modo raro, también de lo mejor por lo que he pasado, pero nuestro tiempo ha llegado a su final. Por eso te escribo esta carta, para señalizar de manera clara el punto final de nuestra relación.

No sabría decir exactamente cuando llegaste a mí. Tu presencia me paso inadvertida. Sabía que algo no estaba como debía, pero sometida a las presiones cotidianas de los tiempos con los que nos ha tocado lidiar, no te identifiqué. Había oído hablar de ti, claro, y conocía a gente con la que habías estado, pero no me sirvió. Creo que el problema es que no eres igual con todas las personas, aunque tú siempre seas la misma. Además, guardas ciertos ases en la manga que hacen que la partida no sea justa. ¿Cómo iba yo a imaginarme que mi tristeza no era una más de esas tristezas que a veces te asaltan, pero que luego se marchan sin más? ¿O que mi desilusión tenía raíces que iban más allá de lo lógico? O que por primera vez en toda mi vida, la desesperanza iba a derrumbar los gruesos cimientos sobre los que había construido mi manera de enfrentarme a las cosas. Pensé que era una mala racha, que los sentimientos se irían, como tantas otras veces, igual que habían venido. Pero no fue así, porque no vinieron solos. Tú venías con ellos, y de ellos te serviste para hacerte un hueco dentro de mí.

Debo decir que conmigo hiciste una jugada maestra. No he tenido una vida difícil, pero sí estoy acostumbrada a tratar con la adversidad en sus diferentes facetas. Siempre he sabido que la vida no es perfecta, que los problemas existen y que nadie es ajeno, pero nací con una actitud combativa por naturaleza y, además, me educaron para plantar cara a las dificultades. Y eso hice, o creí que hacía, aunque no obtuve resultado. No entendía por qué no mejoraba. Es más, no entendía porque yo iba a peor, cuando la situación prácticamente era más o menos la misma. No lo entendí hasta mucho después, pero entonces supe que algo más me pasaba y que si quería salir de donde estaba, iba a necesitar algo más de lo que tenía en ese momento. Y pedí ayuda, porque la necesitaba, y la caballería acudió presta a socorrerme.

Ahora, tanto tiempo después, entiendo que esa fue mi primera victoria. La primera vez que recuperé un poco del terreno que habías hecho tuyo, porque no es lo mismo recibir ayuda cuando crees que no la necesitas, o cuando otros te dicen que la necesitas. Lo que funciona, la única vía posible para salir de un agujero así, es creer que necesitas ayuda, pedirla y aplicarla en tu beneficio. Afortunadamente, llegó en el momento crítico. Si hubiera tardado un poco más, entendido como un periodo de días y no de semanas más, no habría podido hacerlo sin medicación. De hecho, la primera semana de tratamiento, no estuvo muy claro que la medicación no fuera a ser necesaria. Y así se me dijo. Y creo que fue bueno que se me hiciera consciente de ello, porque saber realmente lo profundo que era mi dolor era lo que yo necesitaba. Siempre he sido del tipo de persona que prefiere saber el conjunto en lugar de datos aislados que omitan las peores partes. Me preparo mucho mejor cuando se que es lo que tengo delante. No digo que sea el mejor método, pero desde luego, es el que me funciona. Y me funcionó una vez más. Me propuse aplicarme con uñas y dientes para salir de donde estaba, por muy doloroso que pudiera resultar el proceso. Y lo fue. Nunca he sentido tanto dolor ni durante tanto tiempo. Nunca he perdido tan absolutamente la fe en mí y en mis capacidades. Y nunca, nunca jamás, me he sentido tan insegura sobre el futuro o la vida, tan absolutamente perdida en el mundo. Como si yo fuera el microbio más pequeño de todo el universo y nada se pudiera hacer para remediarlo.

Tú, depresión, has sido lo más difícil que he tenido que afrontar hasta el momento. Quizás porque por una vez, el enemigo era yo, y no algo externo. Me has hecho tener la guardia levantada contra mí constantemente. No me has dejado sentir tristeza, porque siempre venía mezclada con otras cosas. No me permitías llorar, porque no traía alivio consigo, no era un desahogo para mí, sino una maldita arma usada en mi contra. Me hiciste tener que desterrar de una manera radical cualquier tipo de duda, por muy lógica o constructiva que fuera, porque tú las convertías en algo punzante que no me dejaba avanzar. Te alimentaste de todo aquello negativo que encontraste y lo usaste contra mí durante muchos días. Ni siquiera me dejabas dormir en paz. No recuerdo haber dormido menos, ni peor, ni haber tenido tantas pesadillas como durante esta maldita relación. Eso, todo eso y más, ha sido lo peor de ti.

Pero no te odio por ello. Ni siquiera creo que tengas la culpa de nada de lo que ocurrió o sentí durante aquellos meses. Al fin y al cabo, sólo usaste con acierto todo el arsenal que yo tenía guardado contra mí misma. Tampoco me odio. Ni siquiera lo hice entonces. Puede que no me valorase en su justa medida, pero nunca me he odiado. Siempre permaneció intacta esa pequeña parte de mí que piensa que yo merezco la pena en cualquier circunstancia. Por muchos defectos que tenga o muy mezquina que pueda llegar a ser. Esa pequeña parte que pidió ayuda y la aplicó. Que no se dio por vencida en ningún momento. Que, a pesar de no saber qué estaba pasando, no me permitió dejarme ir por completo, sino que me alertó de que algo iba más allá de mi comprensión. Esa pequeña parte que ahora es grande, mucho más grande de lo que mi cuerpo puede contener, porque tú la obligaste a crecer.

Por eso te doy las gracias. Porque quizás no estaba preparada para afrontar ciertas verdades que iban a derrumbar los cimientos de mi mundo, como que muchas veces, por mucho que te esfuerces, incluso aunque te lo ganes, no llega la recompensa. Pero no pasa nada. El mundo no se termina y uno no vale menos. La vida sigue, y debe hacerlo, con todo lo que ello implique. Es absurdo planificarse la vida por adelantado, y sentarse en el suelo cuando el plan no se cumple, culpándote por una verdad inmutable: no eres Dios. No todo está bajo tu control, ni todos tus esfuerzos tendrán un buen resultado. La vida no va a transcurrir tal como tú lo decidas. Hay que aprender a adaptarse, a ser flexible en ciertos aspectos. Hay que aceptar que tu vida, no la vida, no, la tuya, va a tener muchas cosas negativas, y que, llegado el momento, quizás necesitas buscar un plan diferente. Pero eso no es traicionarse, ni dejar de ser tú mismo. Eso es permitirse ser más de lo que creías que podías ser.

Tú has venido a mí porque yo tenía que aceptar esas verdades, y quizás está ha sido la única manera de que entraran en mi extremadamente dura cabeza. También me has hecho ver que nunca eres totalmente maduro, que siempre queda un margen de mejora en ese terreno. Ahora lo sé. Y, a pesar de que no me apuntaría a repetir la experiencia, no me arrepiento de ella. Me ha hecho mejor, me ha enseñado mecanismos para seguir mejorando y, precisamente por eso, creo que conseguiré mantenerte fuera de manera indefinida.

No me rondes. No pienses en mí. Ni siquiera te acerques a verme. Has sido una buena maestra, conténtate con que te haya sacado todo el jugo que tenías, y con que haya aprendido de ti a sacarle el jugo a las malas experiencias, incluso cuando éstas me hagan cuestionármelo todo. Porque una cosa hoy es segura: no entrarás en mí dos veces. Tú no lo has hecho posible.

No hay comentarios:

Publicar un comentario