jueves, 26 de marzo de 2015

Germanwings

A veces, uno no se puede aislar del sufrimiento ajeno. Por mucha práctica que tengamos, y la tenemos, llega una situación que se convierte en la gota que colma el vaso, y de golpe sentimos todo el dolor del que habíamos huido porque pensábamos que no era nuestro. Algo así me ha pasado a mí con el accidente de avión de Germanwings.

Personalmente, detesto los aviones, y envidio a las personas a las que volar les da una sensación de libertad. A mí sólo me da dolor de estómago y ganas de salir corriendo. Pero volar, si la ocasión lo merece, vuelo. Me agarro al asiento y rezo a cualquier poder superior que pueda oírme que no sea mi día, o que lo sea en el sentido de llegar bien, o que no sea el día de los pilotos, o que lo sea en el sentido de que les salga un vuelo de los sosos, sin complicaciones ni anécdotas. Y siempre, siempre, me imagino que el avión se estrella. Y así, recordándome que el avión es el medio de transporte más seguro, y que tengo muchas más posibilidades de terminar mis días en un accidente de coche, voy pasando los minutos hasta que llega el ansiado momento de bajar a tierra, la cual no beso, pero más por vergüenza que por falta de ganas.

Sin embargo, los accidentes pasan. Crecemos sabiendo que la vida es una continua lucha contra la muerte. Lucha que, para colmo, sabemos que tenemos perdida. Pero aún así, luchamos, porque ¿qué otra cosa podríamos hacer? Ciento cincuenta personas perdieron esa lucha el pasado martes. La muerte, que dicen que es justa pero que no conoce la compasión, los tenía en su lista y pasó a recogerlos. Entre esas personas se encontraban dos bebés, dieciséis estudiantes, un voluntario de una asociación a favor de los galgos y, probablemente, cinco galgos que iban a ser adoptados en Alemania. ¿Total? Ciento cincuenta y cinco vidas. Porque aunque a nosotros no nos parezca igual de importante, la vida de los galgos también estaba en la lista de trabajo de la muerte para ese día.

Pero hoy no es momento de hablar de la igualdad de los animales. Baste con mencionar que ellos también han muerto, y que su lucha es la misma que la nuestra. Hoy es momento de ser solidarios, aunque sea así, desde una distancia tan lejana que hace imposible aportar algún consuelo. Hoy es momento de ponerse en la piel del que se queda aquí sufriendo la pérdida. Y en ellos pienso cuando escribo esto. No es que no me importen los que han fallecido, pero ellos están ahora más allá del dolor. No sabemos si pasaron miedo, ni cuanto sufrieron hasta morir. No sabemos si fue rápido, o si alguno sobrevivió un tiempo después del impacto. Pero que se ha terminado, eso sí lo sabemos. Supongo que, por pura estadística debe ser así, habría algunas buenas personas entre ellos. Siempre es una pérdida general que el mundo pierda a este tipo de personas. ¡Hay tan pocas! Pero también se van. Ser bueno no te exime de morir. Ni siquiera te concede aplazamientos. Así que hay que lamentarlo, aunque sólo sea un momento, porque es el único tributo a nuestro alcance.

Dicho esto, me produce mucho más dolor pensar en los familiares. Supongo que me cuesta menos empatizar con quién aún está aquí, porque yo sigo aquí. Me imagino la conmoción al oír la noticia. La angustia de las horas posteriores, aún con un atisbo de esperanza, aún pensando que la vida no puede ser tan cruel y que los milagros son posibles. Y luego, en algún momento, el horror total al ver el escenario, y el dolor absoluto de la pérdida. Yo, que nunca he perdido a una persona, aunque sí a seres queridos, puedo percibir un eco de ese dolor. Ver la nada que se abre ante los ojos de uno. No la que se ve mirando el precipicio desde arriba, no. La que se ve cuando uno está abajo y levanta la cabeza. El dolor constante en el pecho, en la garganta, y en partes del cuerpo que ni siquiera existen. El llanto que no sirve para aliviar, sino que es como el viento que alimenta la hoguera. Esa sensación de estar consumiéndote sin ser consumida, porque no llega a terminar, y aunque parezca imposible, nunca acaba. Y te ves aguantando todo eso una hora, y otra más, y otra más, hasta que el tiempo pierde todo su sentido.

Supongo, o eso espero, que esas personas, esos familiares, esas víctimas colaterales del trabajo hacendoso de la muerte, estarán atendidos por psicólogos y demás personal cualificado para colaborar en este tipo de tragedias. Aunque yo me pregunto, ¿cómo puedes ayudar a alguien que está luchado cada segundo contra el dolor de seguir respirando? ¿Qué puede uno decir o hacer a una persona que no puede pensar, que ni siquiera oye? ¿Será un alivio saber las causas del accidente o dará igual? Si hay detrás un error humano, o uno técnico, o uno achacable a una persona de la compañía, ¿cuánto consuelo proporcionará el castigo del culpable? Y si no hay nadie a quien culpar, ¿se vuelve más difícil seguir viviendo? ¿Más aún de lo que la ausencia del ser querido lo ha hecho?

Yo no tengo respuesta a ninguna de esas preguntas. No puedo tenerlas, porque no he perdido a un ser querido en ese accidente. Tampoco creo que haya una respuesta válida para todos. Igual que no sentimos el amor del mismo modo, que cada uno introduce en su forma de querer ciertos matices personales, no creo que el dolor sea el mismo ni las formas de apaciguarlo. Sólo puedo ofrecerles un eco de su inmenso dolor, el vislumbre de lo que yo podría sentir si fuera uno de ellos, y mi compasión, porque en esta vida uno nunca sabe cuando le van a venir las cartas mal dadas, y cualquier día me tocará a mí perder la mano. Saber que uno no está sólo en el sufrimiento no es una cura automática, pero servir a largo plazo, sirve. De alguna manera, el sentimiento se abre paso hasta el corazón, y a pesar de que uno sigue sintiendo mucho dolor, sin saber cómo, sin haberse dado cuenta de que se sentía así, deja de sentirse solo. A partir de ese momento, uno va dando pequeños pasos hasta la cima del abismo. Y sale, uno sale de ahí, porque no le queda otro remedio. Es un camino muy largo y muy doloroso, pero es un camino vital. Y lo andamos, porque no hacerlo significaría dejar de querer a los que queremos, y porque los queremos, estamos dispuestos a pagar el precio que su ausencia nos provoca.

Para ellos, para los familiares, no hay más enseñanza al final de su doloroso camino que esa: amar a quienes amamos y a lo que amamos, compensa todos los sufrimientos. Aunque en algunos momentos, parezca imposible. Para el resto, para los que somos testigos indeseados de tanto dolor, la enseñanza es diferente. Para nosotros, para mí, la enseñanza es que tenemos que esforzarnos por querer mejor. No hace falta decirles a las personas que las quieres todos los días, pero si puedes, hazlo. Y no te quedes ahí. Vive tu vida transmitiendo con tus actos a los que quieres, eso, que los quieres. Ninguna palabra hablará nunca más alto que un acto, por mucho poder que las palabras tengan, pero eso sí, cuando ellas los refrendan, son imparables. Así que hagámoslo. Queramos más y mejor, y no nos dejemos fuera de esa ecuación. Querámonos. Pensemos en aquello que queremos para nosotros, en aquello que nos hace felices, y apostemos por ello. Como ocurre con las personas, el sufrimiento por conseguirlo, si realmente es lo que anhelan nuestros corazones, compensará los sacrificios.

La vida no es fácil, ni amable, ni solidaria. Pero tampoco es cruel, ni fría, ni injusta. La vida es, y los humanos somos los que ponemos los adjetivos. Y nadie puede poner nada que no tenga. Así que, ya que no estamos exentos de sufrir desgracias, hagamos que merezca la pena sufrirlas. O si son ajenas, hagamos que sea más llevadero padecerlas. Al fin y al cabo, todos tendremos que pagar el precio tarde o temprano, qué menos que fijar nosotros la cantidad.

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