Hace tiempo vi un documental, no se ahora de que empresa o cadena, en la que se comparaba el Coliseo de Roma con el estadio deportivo más moderno de Melbourne (Australia). Además de varios expertos en simulacros por ordenador, historia del arte, arquitectura y demás, contaban con la presencia del diseñador de dicho estadio. Empezaron, como es lógico, exponiendo las características principales de cada uno: cuantas entradas y salidas tenían, número de espectadores que podían albergar, materiales de construcción, etc. Después, dispuestos a comprobar los avances técnicos desde la época romana hasta hoy, decidieron hacer por ordenador un simulacro de evacuación de ambos, para comprobar cual de ellos se desalojaba más rapidamente. El simulacro empezaba en ambos estadios al mismo tiempo, y terminaba cuando el último espectador del último de los dos edificios atravesaba las puertas de salida. Fue emocionante ver las reacciones de los expertos allí reunidos, incluido el propio diseñador del estadio de Melbourne, al comprobar como, aunque al principio la evacuación se hacía más rápida en el estadio moderno, el Coliseo persistió en su ritmo inicial y, finalmente, se desalojó primero.
Tengo que señalar que el diseñador moderno se tomó la derrota con elegancia. ¿Qué otra opción tenía? Hay que rendirse ante la evidencia: por mucho que nos demos palmaditas en la espalda por los grandes avances que hacemos, seguimos a años luz del saber antiguo. No me refiero sólo a Roma. Tampoco podemos competir con la Grecia clásica, el Egipto de los faraones, el imperio persa… No digo que no tuvieran prácticas brutales, porque las tenían. Pero, ¿no las seguimos teniendo nosotros? No creo que esas prácticas sean cosas achacables al tiempo, sino más bien al género humano, por tanto, yo no las tengo en cuenta cuando hablo de evolución. A mí me gusta fijarme en la importancia que le daban a cosas como la retórica, el arte, la política, la medicina, la filosofía… A mí me gusta comprobar, aunque también me produce una punzada de tristeza, que el diseñador del Coliseo, que nunca sabremos cual es aunque sepamos que Vespasiano empezó su construcción, Tito la terminó y Domiciano hizo una reforma, tenía unas medidas de seguridad mejores que el estadio más moderno de nuestro tiempo. Y eso, en una época en la que la esclavitud no sólo estaba bien vista, sino que tener servidumbre era signo de pertenecer a la clase alta, me parece increíble.
Al diseñar el Coliseo tal como fue, ¿se tuvo en cuenta la seguridad o sólo la estética? Las numerosas escaleras y puertas, la perfecta comunicación en todas las plantas, ¿a que obedecían? ¿Qué las gradas reservadas a la población peor considerada, en cuanto a estos dos elementos, fueran iguales que las demás, fue por pura simetría? No creo que sepamos nunca la respuesta a estas preguntas. Por mucho que los expertos, si es que eso fuera posible en algún campo, se pusieran de acuerdo para dar una opinión unánime sobre el tema, seguiría siendo tan sólo una opinión. Y, como opiniones tenemos todos, aquí está la mía.
No creo que nadie que haya visto el Coliseo, si tiene un mínimo de sensibilidad, pueda quedar indiferente. No sólo a la belleza estética de lo que hoy es, sino a la imagen que proyecta de lo que en su día fue. No podría comprender a una persona que me dijera que no ha sentido, en las puertas del mismo y mirando hacia arriba, la grandiosidad y la fuerza que emanan de las piedras que lo componen. Nadie podría dejar de sentirse como la más humilde hormiga a la sombra de esta construcción. Yo sentí todo eso, y más.
Una vez franqueada la entrada, y con la ayuda del murmullo de la inmensa cola que queda fuera, y de la muchedumbre que encuentras dentro, te parece empezar a ver togas y sandalias, y te embarga la sensación de que es día de juegos. Entonces, te tropiezas con alguien, y vuelves del flashback. Pero es tan fácil caer de nuevo, y tú lo haces cuando subes las escaleras y puedes asomarte al foso. Y entonces, bum, lo ves lleno de agua, y salen los barcos, y sabes que hoy toca batalla naval. Pero no, la imagen vuelve a cambiar, y ahora ves a los gladiadores, pero no saliendo al foso, que ahora está cubierto de tierra, sino por los pasillos interiores de los niveles inferiores, tensando los músculos, controlando la respiración, conscientes de que están luchando contra el reloj de arena que marca sus vidas. Tampoco esta imagen dura, porque tu subconsciente quiere que disfrutes plenamente de la experiencia, y ahora empiezas a sentir tanto miedo que no puedes hablar, y te ves expuesto al sol, en mitad del foso, mientras van saliendo leones y tigres, hambrientos, y con sus anhelantes ojos fijos en ti.
De nuevo, vuelves en ti, y buscas un espacio entre la muchedumbre donde poder sentarte un momento. No estás cansado, sólo necesitas un minuto para asimilar todo lo que has visto sin ver. Todo lo que has sentido. Toda la verdad que tu cerebro ha asimilado, sin cuestionársela. Andas un poco, buscando, y encuentras unas pequeñas escaleras entre las gradas, cerradas por una cadena, que seguramente conducen a las gradas superiores. Te parece tan bien como otro cualquiera, al fin y al cabo, te vas a sentar en el Coliseo. Pero me temo que no vas a obtener el descanso que buscas, porque empiezas a mirar las filas, y otra vez, no eres tú. Estás en la grada más baja, eres un senador o, quizá, una vestal, que espera pacientemente a que empiece el espectáculo. Incluso miras al palco del emperador que, taciturno, parece esperar con hastío. Pero no te quedas mucho en esa grada, y subes sin querer a la siguiente para convertirte en un aristócrata. Puede que no tengas bastante categoría para ocupar la grada anterior, pero tu dinero y tu abolengo te acreditan para ocupar la siguiente. Y lo haces, exhibiendo orgulloso la insignia o escudo de la familia a la que perteneces. Desde luego, eres más afortunado que los que están en la grada superior a la tuya, a la que ni miras con desprecio. Pero otra vez, te has desplazado, y ahora estás justo en la grada que hace un segundo decidiste no mirar. Eres un ciudadano pobre. Tienes unos espacios reservados en esta grada, que ni siquiera puedes ocupar por completo, ya que los ciudadanos ricos no pertenecientes a las otras categorías altas están contigo. Bueno, en la misma grada, pero no ocupando los mismos espacios. Hasta ahí podíamos llegar. Al menos, te consuelas, no eres uno de los pobres diablos que se encuentra en la grada más alta, los pobres entre los pobres o algunos sectores de la sociedad que no encajan en el resto de gradas.
De repente, vuelves a ver exactamente lo que hay: un montón de turistas, algunos con el dichoso palo de selfie, gritándose unos a otros y haciéndose fotos como locos. Eres tú, con los rescoldos del pasado. Porque aunque ves, no es a ti a quien sientes. Perdura el eco de una emoción que no esperabas, pero que pudiste sentir porque tu subconsciente no te dejó cuestionar la moralidad del acto: expectación. No de cualquier tipo, no, sino de esa que precede a los grandes acontecimientos, a los momentos de disfrute, a la diversión. Estuviste tan metido, que en lugar de ver el horror de lo que allí ocurría y sentir compasión, te integraste. Miraste con unos ojos que no son de este siglo, y durante esos instantes, fuiste un romano más. Entonces, tu mente rescata otro sentimiento: seguridad. Eras consciente de pertenecer al imperio más grande del mundo. El ambiente, los juegos, y el edificio en sí, la sólida piedra y sus hermosas formas, las estatuas estratégicamente colocadas, todo gritaba: poder. Y tú lo oías, como lo oían todos y cada uno de los romanos que iban allí, como lo oían, y así estaba planeado que fuera, los extranjeros que posaban la vista en el Coliseo.
Para un lector avispado, mi opinión es evidente. Para el resto, y dado que como narradora tengo mis carencias, la respuesta explícita a la pregunta formulada al comienzo sería: estética y seguridad. ¿Por qué? Porque vi el documental muchos meses antes de saber que vería el Coliseo con mis propios ojos, y esa pregunta permaneció en un rincón de mi cabeza, sin respuesta satisfactoria. Porque como dije antes, esa respuesta lógica que, en los tiempos que corren, es la única que parece válida, seguirá siendo una opinión. Rebatible, discutible, cuestionable. Todo es abordable desde varios prismas, y los romanos fueron bellos e inteligentes arquitectos. Mi lógica no fue capaz de decantarse, no conectó con la lógica del diseñador para ver hacia qué lado se inclinaba la balanza. Pero está claro que eso no importó, porque en su debido momento, mi corazón sí que lo hizo, y comprendió que, a ojos romanos, belleza y seguridad, en cuanto a arquitectura se refiere, son lo mismo. Porque ese edificio, como tantos otros, estaba destinado a ser un ejemplo del poderío del imperio al que representaba. Por tanto, debía ser espectacular tanto en su estética como en su seguridad. Quizá no en el sentido que le damos hoy en día, de seguridad para las personas, aunque es evidente que las clases altas no hubieran consentido posar sus pies en un edificio de estabilidad cuestionable. Pero sí seguridad en el sentido de permanencia y solidez. Y todo es cuestionable, pero en cuanto a esos dos conceptos, nadie puede dudar que el Coliseo los luce desde hace siglos.
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