No podré volver a quejarme de mi suerte nunca más. No importa lo que me depare el futuro, ni, bien mirado, lo que llevo a mis espaldas. Yo, bienvenida sea la hora, he perdido ese derecho hasta el fin de los tiempos porque he pisado el suelo sagrado de Roma.
No sabría decir cuando empezó mi historia de amor con esa ciudad, a pesar de que llevo estrujándome el cerebro mucho tiempo sobre esta cuestión. Roma, o más exactamente, mi fascinación con ella, es uno de esos recuerdos tan arraigados dentro de mí, que me parece haber nacido con ellos. Si sé precisar con exactitud el único año de toda mi formación académica que tuve la oportunidad de estudiar Historia del Arte: curso 2003-2004. Y también puedo decir con seguridad que Historia, a secas, siempre ha sido una de mis asignaturas favoritas. Con esos antecedentes, lo difícil era que Roma no llamara, como mínimo, mi atención.
Por todo eso, y por mucho más, cuando ese pequeño ángel de la guarda que alguien de ahí arriba que debe de quererme, como mínimo, tanto como su representante aquí abajo, me dio la oportunidad de ir este año, fue casi imposible resistirse. Y me alegro profundamente de no haberlo hecho, porque ha sido la experiencia en mayúsculas.
Roma ha sido ese amor platónico que al convertirse en realidad, en lugar de difuminarse entre las brumas de unas expectativas demasiado altas, descubre sus auténticos cimientos. Roma no es lo que tiene, Roma es. No importa las imágenes que se hayan visto, ni los reportajes, ni los libros que se han leído. Nada te prepara para la magnitud de lo que te espera. En Roma, el concepto de grande no es el mismo que en el resto del mundo. Y no hablo de grande al estilo siglo XXI, con grúas y demás maquinaria de apoyo, sino de grande al estilo siglo I a.C. o siglo IV d.C. Uno no puede concebir, incluso cuando lo está viendo y tocando, como se pudieron mover semejantes bloques de piedra. Ni mucho menos, como se pudieron moldear y poner en pie. Es como intentar imaginar el infinito: puedes entender el concepto, pero no estamos preparados para visualizarlo. Simplemente, se nos escapa. Y así siguió, siglo tras siglo, acumulando maravillas y portentos. Y uno, pobre “infeliz”, no puede hacer más que abrir la boca todo lo grande que se puede, y mirar en todas direcciones, intentando procesar lo que ve y lo que siente.
Sí, lo confieso, creo que no he sido una buena compañera en este viaje. Por una vez en mi vida, me han faltado palabras en muchos momentos. Mi capacidad de concentración, de la que siempre me he sentido bastante orgullosa, me ha fallado estrepitosamente. Pedirme que construyera frases mínimamente coherentes mientras miraba, analizaba y, muchas veces, intentaba no llorar, era un esfuerzo que no he podido hacer. Jamás en mi vida me he sentido tan abrumada, ni tan maravillosamente pequeña, como los cinco días que he estado en esa ciudad. Y, porque no decirlo, tan orgullosa. No de mí, que aún me faltan motivos, sino del género humano, que tanto asco me da la mayor parte del tiempo. Es muy difícil contemplar el techo de la Capilla Sixtina, el Coliseo, el Panteón o la Pietá, y no olvidarse de los horrores de los que somos capaces y centrarse sólo en las maravillas que podemos hacer. Justo ese sentimiento es uno de los que más me ha provocado Roma. Vale, por mucho que lo intente, nunca voy a hacer un fresco memorable, ni una escultura, ni un edificio de belleza sobrecogedora. Pero, como ser humano, seguro que hay algo hermoso que yo puedo aportar al mundo. No tiene que ser grande, ni tiene que ser trascendente a escala mundial. Sólo tiene que ser algo positivo y mío, algo que suponga que yo dejé una parcela mejor que la que me encontré. Bueno, quizás sea una idea pretenciosa, pero también es esperanzadora, y en los tiempos que corren, es asombroso volver a sentirse así.
Toda la culpa tampoco ha sido mía, todo hay que decirlo. Es muy difícil pasear por Roma con los ojos abiertos, y no imaginar a un centurión saliendo de los restos, que milagrosamente ves mentalmente completos durante unos segundos, de un templo; o a Bernini terminando su impresionante fuente de los cuatro ríos cuando estás en la Piazza Navona; o a dos cónsules hablando entre los caminos del foro; o a Miguel Ángel, en un andamio, tumbado, pintando una figura de su más famoso freso. No puedes visitar el Panteón, y pararte ante la tumba del Rafael, y no imaginarte el tumulto de adoradores que se congregaron para darle el último adiós. No puedes andar por el Coliseo, y no sentir el miedo de los cristianos condenados a muerte, o la ferocidad de los resignados gladiadores, dispuestos a matar para vivir un día más. No puedes dejar de imaginarte a Leonardo o Tiziano dándole los últimos retoques a un cuadro. No puedes estar delante de la Basílica de San Pedro y no imaginar a Bramante, Rafael y Sangallo o Miguel Ángel, cada uno en su período, delante de hojas con sus bocetos para el edificio. Al menos, yo no he podido, porque imaginarme todo eso formaba parte de disfrutar de lo que estaba viendo. No ha sido un acto consciente, sino el resultado del trabajo en equipo de mi cerebro y mi corazón.
Mi corazón…me ha jugado malas pasadas en este viaje. Creo que he acumulado más momentos con nudos en la garganta en estos cinco días que en toda mi vida anterior. Yo, que hasta que no vi con mis propios ojos que estaba admitida para estudiar Derecho, no entendí el concepto “llorar de alegría”, ahora podría hacer un máster especializado sobre el tema. También entiendo mejor cómo el corazón no te explota literalmente dentro del pecho, aunque lo sientes latir de tal manera que podría excavarte un agujero en cualquier momento, cuando te sientes completa y sencillamente feliz. Aunque lo más importante que ha hecho mi corazón por mí esos cinco días, ha sido hacerme entender de manera consciente, algo que yo ya sabía: que no necesito, que nunca he necesitado, una pareja para sentir mi vida y a mí misma rebosante de amor. Yo me he enamorado de Roma cada día, varias veces al día. Demasiadas para cuantificarlas. Y me he enamorado de lo que me hace sentir, de lo que me inspira, de la persona que me alienta a ser. He visto que en mi corazón, aunque no sea muy grande, caben muchas cosas. Mis seres queridos, mi Málaga, todas las ciudades visitadas, el Derecho, el arte, la literatura y un largo etcétera. Sí, yo también me sorprendí de que con su reducido tamaño, tuviera tantas cosas dentro, pero os aseguro que están ahí.
He mencionado a Miguel Ángel más veces de lo que cualquier texto bien estructurado debiera, pero no puedo negarle una más. Hace tiempo, pasaba un mal momento, escribí algo sobre una “revelación” al contemplar una imagen de su Pietá, y recuerdo que dije que me gustaría saldar la deuda mostrando mi devoción delante de su escultura. No sólo no he podido saldarla, sino que he contraído una deuda mayor. Allí, delante de su escultura, a la que ninguna imagen puede hacer justicia, yo volví a ser yo. O me percaté de que volvía a serlo. No la yo de antes del holocausto, sino la nueva persona que se ha formado después, con los restos antiguos y los añadidos recientes. No hubo una señal grandilocuente. No caí al suelo porque las rodillas no me podían sostener, ni me fue imposible contener las lágrimas, aunque a puntito estuvo. Fue un impacto interior, provocado por el sobrecogimiento de contemplar la que, para mí, siempre será la mejor escultura del mundo. La más desgarradoramente tierna y triste, aunque hermosa y plácida. Como pasa con los huracanes, todavía estoy descubriendo los efectos de su paso por mi alma. Aún me sorprendo descubriendo los matices de mi personalidad que han cambiado, y los que aún están pero más acentuados. Ese cambio no se operó allí, porque las personas no somos mágicas y nada ocurre en un segundo, aunque a veces, lo parezca. Pero sé que terminó allí, en ese momento, de encajarse la última pieza o repararse el último resquicio. Lo sé porque lo sentí, como siento muchas veces dentro de mí esa fuerza extraña que muchos niegan y que yo identifico con el alma.
Quizás fue lógico que pasara así y que lo hiciera allí. Poco antes había estado sentada, no sabría decir cuánto tiempo, en la Capilla Sixtina, que literalmente es el corazón de la cristiandad. ¿Sería raro pensar que, como creyente, tuviera un significado especial, y, por ende, un impacto más allá de lo artístico y cultura? Yo creo que no. Es más, yo le veo mucho sentido. Al fin y al cabo, ¿no son los sentimientos los que nos hacen ser lo que somos? Y si algo hice en Roma, además de disfrutar, fue sentir. ¿Y no es acaso ese el motivo de que mi escultura favorita sea eso, mi favorita? Llegados a cierto grado de perfección, no basta la técnica o la ejecución, sino lo que te dice a ti, lo que hace sentir a tu corazón. Eso es lo que marca la diferencia.
Para terminar, no voy a enumerar los sitios no nombrados donde estuve ni las maravillas no mencionadas que vi. No es eso lo relevante. Nada de lo que yo diga va a cambiar que Roma hay que vivirla en primera persona. Lo que no me puedo guardar es lo agradecida que estoy a mi ángel de la guarda. Por hacer posible que, ¡antes de los treinta además!, haya estado en ese pedacito de paraíso que, detrás de Málaga, es para mí Roma. Por haber podido ver todo lo que vimos. Por haber podido sentir tantas cosas. Por ser mi perfecta compañera de viaje. Por compartir de manera tan generosa tu tiempo y tu dedicación. Por saber que esto no era para mí un viaje más. Por si no te lo dije en su momento, y me excuso en que sigo procesando lo vivido, ha sido, con su lluvia, su dolor de pies, su frío y sus miles de zahorras, el viaje perfecto. He acumulado tanta felicidad en esos cinco días, que no habrá tristeza venidera que no sea más llevadera que antes. Y tú has sido parte importante de esa felicidad. Roma es eterna, porque uno siente los siglos pasando a su lado mientras camina. Ahora lo entiendo. Y gracias a ti, nosotras ahora también formamos parte de esa eternidad. Después de la existencia de mi hermana, es el mejor regalo que nadie me ha hecho nunca. Grazie mille e ci vediamo!
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