Anmol era un niño indio de siete años normal y corriente. Bueno, todo lo normal que se puede llegar a ser practicando una religión minoritaria como es el cristianismo en la India. Iba al colegio, jugaba con sus amigos y asistía a la escuela dominical en una Iglesia cercana a su casa. Supongo que tendría sus sueños y deseos, como todo niño. Esos que a veces olvidamos atesorar, pero que son el germen de aquellos que vendrán después y darán fuerza a los proyectos reales que emprendemos en la madurez. Tengo que suponer, porque nunca sabre lo que Anmol deseaba ni lo que hubiera hecho. Nunca sabré si habría conocido su nombre si no lo hubieran torturado y asesinado el 17 de noviembre de este año a la salida de su amada escuela dominical. Nunca sabre si habría causado un impacto en mi vida de no haber vencido al miedo. Porque hay una cosa que sí se de Anmol: tenía coraje.
Hay que tenerlo cuando tu familia está amenazada por practicar una religión en un país que, no sólo no cuenta con el apoyo de la mayoría, sino que esa misma mayoría no tolera y pretende aplastar. Hay que ser valiente para, con siete años, resistir las burlas y los insultos de niños y mayores por creer en algo diferente. Hay que tener una gran fe y una pureza de corazón especial para ser y decir que eres cristiano bajo pena de muerte. Y no de una muerte cualquiera. Aunque al pobre Anmol finalmente le quitaron la vida por ahogamiento en el lago donde, un día más tarde de su desaparición, se encontró el cuerpo que sus padres tuvieron que identificar, la autopsia reveló que fue sometido a múltiples torturas previas. Dedos rotos, cortes en el cuello, rostro quemado, orejas cortadas, ojos vacíos… Sus asesinos no se privaron de ningún sádico placer, exponiendo en el pequeño cuerpo de un niño de siete años todos sus absurdos argumentos.
Sí, Anmol tenía coraje, mucho más del que sus asesinos tendrán jamás, ni en esta vida ni en las venideras, adopten la forma que adopten. Pero, además, Anmol tenía otra gran cualidad: era honesto. Lo fue hasta el final. ¿Cómo podríamos definirlo de otra forma? ¿Cómo explicamos que un niño, amenazado de muerte, decida seguir asistiendo a la escuela dominical? Sólo hay una explicación satisfactoria, y es que ese pequeño niño creía en algo, y lo hacía con tal convencimiento, que disfrazarlo era como retractarse de ello, y hacerlo sería retractarse también de él mismo. Quizás por eso el destino le ofreció que su último acto de rebeldía ante la intolerancia fuera asistir a misa. Ante el odio y la amenaza, él decidió hacer un acto de amor. Amor hacia su religión, hacía Jesucristo, tal y como él los entendía.
Nadie sabrá que habría sido de Anmol, pero todos debemos entender que murió por ser una persona honesta. Persona, no niño, porque sus actos demuestran una madurez que va más allá de la edad. Y aunque eso no vaya a devolverle la vida, aunque no mitigue el dolor de sus familiares, también deberíamos sentir todos un poco de ese dolor. Deberíamos, porque estamos tan insensibilizados a todo lo que ocurre a nuestro alrededor, que hasta elegimos lo que merece ser contado. Elevamos unas desgracias por encima de otras, y silenciamos multitud de muertes sin sentido. Como han decidido hacer la gran mayoría de medios periodísticos con este caso. ¿Por qué? ¿Es que el asesinato brutal y despiadado de un niño no merece difusión? ¿No hay que airearlo para que todos podamos maldecir a sus asesinos y compadecer a sus familiares? ¿No significa nada la integridad de un niño? La respuesta evidente de la mayoría de los medios es que no. Y yo sólo encuentro dos razones.
1.- Los medios financiados por creencias religiosas diferentes al cristianismo no desean airear la noticia. No sería prudente si luego quieren que países con mayoría cristiano les den subvenciones, les elijan como destino para sus vacaciones o firmen tratados de colaboración. Han convertido en lícito matar por religión, pero no contarlo. En la época de la doble moral, todo vale siempre que el dinero siga fluyendo hacia las arcas que interesan y la población propia esté controlada bajo los parámetros adecuados.
2.- Los mal llamados medios laicos, o ateos, o el nombre que quieran darse, no creen que sea una noticia relevante. Al fin y al cabo, la Iglesia católica apostólica y romana también hizo la guerra santa. Un muerto más a un lado de su balanza no tiene peso ni importancia. Si fuera un niño judío, eso es otra cosa. Pobrecillos, con lo que sufrieron con el nazismo. O un niño islamista. Toda la vida discriminado, obligado a ganar dinero para mantener a su harén controladito y mal visto fuera de su país por practicar una religión no comprendida.
Ambas razones desembocan en una sola consecuencia lógica: ni todos somos iguales, ni una vida vale lo mismo que cualquier otra. Marcados por lo que otros hombres hicieron en nombre del cristiano, los cristianos actuales deben soportar sin rechistar todo aquello que les sobrevenga. Y no me quejo porque a mí sólo me toca aguantar las miradas por encima del hombro de progres intolerantes que me sueltan aquello de “la religión es el opio del pueblo”. Bueno, el dinero también lo es, y no veo a nadie renunciando al suyo para no ser su esclavo. Al menos, en este caso, y si lo queremos reducir a eso, yo he elegido mi esclavitud. Yo, voluntariamente, me he impuesto obedecer ciertas normas porque me ayudan en mi progreso personal. Creer que existe Jesús, que pronunció ciertas palabras, que en realidad jamás estoy sola y que Él siempre espera lo mejor de mí porque sabe que puedo darlo, me proporciona paz interior. La suficiente como para no ir dando guantazos a diestro y siniestro, como me gustaría hacer en muchas ocasiones, y eso por decirlo en plan ligero, porque a veces dan ganas de borrar de ciertas tablas eso de “no matarás” y limpiar el mundo de algunos indeseables, pero sin juicio justo ni inyección letal.
Hay lugares, no obstante, donde los peligros no son las malas miradas ni las palabras displicentes. Lugares como India, Corea del Norte, Sudán, el Congo (me niego a ponerle delante eso de “República Democrática”, que de democracia sólo tiene el nombre), Vietnam, China, Irán, Pakistán, y un largo etc. En esos países, tu vida y la prosperidad de tu familia depende de que creas en la religión que sea considerada correcta. No importa si no crees en ellas realmente, en esos países la apariencia pesa más que la creencia. Y así, se convierte en un acto revolucionario decir “soy cristiano”. Y los ateos cultos y refinados del resto de países donde la religión es una elección, devalúan la vida y la importancia de la muerte de los rebeldes extranjeros con la sucia excusa de lo que se hizo hace siglos. Como si sólo se libraran guerras por motivos religiosos. Y los creyentes cristianos de los países libres, lo permitimos.
El mes pasado leí un libro de una escritora maravillosa que contenía esta frase: “pero un hombre no puede hacer otra cosa que dar lo que tiene, siendo lo que es”. No soy columnista del New York Times, ni corresponsal de la BBC. No soy miembro del gobierno de ningún país. No me siento en los escaños de la oposición. No tengo programa de radio en ninguna cadena. Soy una persona normal, pero existo. Soy sólo una, pero soy, y por lo tanto, en mis manos está pronunciarme sobre este tema. Lo hago ahora por escrito y lo haré verbalmente siempre que surja la oportunidad. No voy a devolverle la vida a nadie. No eliminaré la opresión. Sencillamente, haré lo que creo que es justo, en lugar de cruzarme de brazos excusándome en que si no puedes cambiarlo todo, es mejor no cambiar nada. Como si los pequeños gestos no fueran el germen de los grandes cambios. Confiaré en que un día, muchos pequeños gestos como el mío pesen más que la intolerancia y los intereses económicos. Y cuando dude, cuando crea que no sirve de nada, recordaré a Anmol y a todos los que representa, a todos aquellos a los que les quitan la vida porque es la única manera de quitarles su fe, y volveré a ver con claridad que me he llevado la mejor parte, porque mi peso no es nada comparado con el suyo. Volveré a creer en que los pequeños gestos tienen el poder de cambiar el mundo, porque un gesto cotidiano de un niño indio de siete años cambió el mío.
lunes, 16 de diciembre de 2013
lunes, 4 de noviembre de 2013
Nala
Hoy hace diez años que la perdí. Y entonces la idea de la muerte pasó de ser un concepto abstracto y lejano a un hecho real y cierto que se desarrollaba ante mis propios ojos. Casi me parecía verla inclinada sobre ella, preparada para llevársela en cuanto su cuerpo no resistiera más, como si no hubiera nadie más que ellas dos en esa habitación aquella tarde. Pero yo también estaba allí. ¿Dónde iba a estar? Cuando alguien que ocupa tu corazón se te escapa de las manos, no queda nada más que hacer que estar ahí. Así que eso hice toda la tarde. Sentarme en el suelo a su lado, escuchando sus maullidos de dolor, acariciándola a ratos cuando ya no quedaban palabras de ánimo que darle, esperando que mi madre llegase para terminar con su sufrimiento. Cuando por fin llegó, cerca de las ocho, sólo quedó tiempo para que se miraran una última vez. Ella la había estado esperando. No podía irse sin despedirse de todos sus seres queridos. Así era Nala.
Mi gata, porque de ella es de quien estoy hablando, nunca fue un animal corriente. Desde fuera no podías percibir nada extraordinario. Era como todas las demás gatas tricolor del mundo: pelaje donde se mezclaba el marrón, el blanco y el negro cubriéndole toda la espalda y las patas, ojos verdes, nariz rosa y bigotes. Estéticamente, era preciosa. Por supuesto, tenía esa elegancia natural que caracteriza a todos los felinos, ese saber estar, esa dignidad sosegada que todos querríamos tener. Pero nada de eso está fuera de lo común. Había que acercarse más para apreciar lo especial que era. Mi gata era tan dulce como sólo ella podía serlo. Tanto, que la llamábamos el gato-perro. Aunaba en un solo cuerpo lo mejor de las dos especies. No importaba donde estuviera un segundo antes de que metieras la llave en la cerradura: la encontrabas allí saludándote en cuanto abrías la puerta. Le gustaba que la llamaran por su nombre, pero también entendía todos los apelativos cariñosos que le decíamos sólo a ella. Jamás he podido volver a llamar bolita a ningún animal. Si le pedías que viniera, no sólo se acercaba gustosa, sino que te colmaba de mimos. Su pasión era dormirse la siesta en el sofá con mi madre, o encima de mi hermana, o incluso encima de mis piernas si era una tarde ociosa. Fueron muchas horas de estudio las que compartí con ella: yo repitiendo lecciones como un loro, y ella observándome tranquila, recibiendo de cuando en cuando las caricias y los mimos de rigor. Sabía perfectamente cuando había llegado la hora de dormir, y venía detrás de mí al cuarto, esperaba a que me metiera en la cama, y entonces subía y se acomodaba contra mi pierna.
Era única. Más allá de las cosas que he descrito, había algo en ella que no se puede explicar. Algo que se sentía cuando ella estaba cerca de ti. Cuando estaba triste o había tenido un mal día, no se despegaba de mí hasta que me sentía mejor. Y no se cómo sabía cuando me sentía mal y cuando se me había pasado. Pero sé que lo sabía. A veces, incluso antes que yo. Así era ella: generosa, cariñosa, leal e inteligente. Podías ver en sus gatunos ojos lo bien que entendía lo que le querías decir. Y lo comprobabas porque hacía exactamente aquello que le habías pedido, ya fuera no pisar el suelo hasta que estuviera seco, irse a su cesta o ir a buscar a mi madre o a mi hermana. Lo mejor de todo para mí, era que me hacía feliz. Realmente feliz. Sólo que en ese momento no sabía que lo era. Al menos, no tan conscientemente como lo supe después. Esa me parece la mayor cualidad que se puede tener, porque es tan difícil encontrar a alguien que te haga feliz o ser alguien que hace feliz a los demás sin hipotecar la felicidad propia. Es algo extraordinario. Casi tanto como ella.
Aquella amarga tarde que tiene el dudoso honor de ser la peor de toda mi vida, lo que después de los meses pasados recientemente es un mérito, me tuve que despedir a marchas forzadas de todo eso. Fue el mayor esfuerzo que he hecho jamás, y no se si lo hice bien. Al principio, incluso me enfadé con ella por no recuperarse. Tenía desde pequeña un padecimiento en el riñón, y no era la primera vez que se ponía mal. Pero aquella vez fue diferente. Mi pobre Nala, que ni siquiera había cumplido seis años, estaba cansada de luchar. Y yo lo sabía. Se notaba en cada gesto. Así que sí, me enfadé. Porque no quería que me dejara, porque no entendía que pudiera hacer oídos sordos a mis súplicas de que luchara por vivir. Ella, que siempre me había dado todo lo que tenía, me negó lo único que ya no estaba a su alcance, y yo me enfadé por eso. Pero todos sabemos que cuando quieres de verdad a alguien, no puedes estar enfadado mientras sufre. El enfado se fue como vino, y sólo me quedó rezar. Para que mi madre llegase de una vez o para que ella se fuera y pudiera descansar. Recuerdo que llegó un momento en que el dolor de que se fuera fue menor que el de verla en ese estado. Y esa fue la victoria de la muerte sobre mí. Que pidiera por favor que se la llevara para que se acabara su dolor. Esa fue mi derrota. Pero mi Nala ganó. No porque se recuperase, porque llegados a cierto punto, eso no era posible. Sino porque se fue bajo sus propias condiciones, esperando hasta poder despedirse de todos sus seres queridos. Y eso, eso es una gran victoria.
Han pasado diez años, aunque a mí me parece que fue ayer. O más bien, que es hoy, que como cada cuatro de noviembre, me toca revivir aquella tarde nefasta. No es que los demás días del año no me acuerde de ella, sino que he aprendido a mantener mi herida bajo control. Por supuesto, hay días malos en los que dejo que la herida gane y el dolor campe a sus anchas. Pero procuro que no pase a menudo. Se que a Nala no le gustaría. El resto de los días, la herida se remueve un poco cuando me acuerdo de ella, pero no dejo que vaya más allá. Es lo que tienen este tipo de heridas: no te matan, pero tienes que aprender a convivir con ellas. Y vaya sí lo haces. ¿Qué podría hacer si no? ¿Olvidar que ella existió? Jamás. Sería la victoria final de la muerte y ya le he concedido en este tema más de lo que me gustaría, porque lo más cruel no es que se la llevó a ella, sino que después, con el paso del tiempo, me ha quitado su olor, su tacto y su voz del recuerdo. Supongo que no le pareció bastante condenarme a una vida sin ella, sino que también tuvo que quitarme todo lo posible de su existencia. No ha podido con mis recuerdos. Esos los pienso llevar conmigo hasta que vuelva a ver a Nala. Ahí no pienso hacer concesiones, no importa el precio que tenga que pagar. Por eso convivo con mi herida. Por eso la recuerdo cada día.
No me arrepiento de que Nala entrara en mi vida. Si ahora tuviera que elegir, sabiendo lo que viene, no haría nada diferente. Bueno, procuraría darle más abrazos y mimos de los que ya le di. Apreciaría mucho más el milagro de que existiera. Intentaría grabarme su olor y su tacto para que después, cuando no estuviera, tardaran más en arrancarme eso también. Pero son cosas que ya no puedo hacer con ella, así que procuro ponerla en práctica con los que vinieron después. Lo único que lamento fue haberme enfadado con ella aquella tarde, aunque sólo fueran unos minutos. Lamento que mi egoísmo venciera sobre mi amor. Durante muchos años, me he sentido mal por eso, por esa concesión a su muerte. Como si, aunque a la larga esté destinada a perder la guerra, ni siquiera me hubiera esforzado en ganar la batalla por uno de mis seres queridos. Hasta hace una semana. En Málaga, en la Iglesia de la Virgen de la Esperanza, uno de los laterales exteriores tiene imágenes de la Biblia. A mi me gusta especialmente uno, el último, el más cercano a la parte del altar, aunque esté por fuera. En él se representa la Asunción de la Virgen María, y debajo tiene escrita la frase: ¿Dónde está., muerte, tu victoria? Más allá de la imagen, esa frase es la que me remueve algo por dentro. Como si siempre me hubiera dicho algo más que lo literal, que es que en ese caso único, la muerte perdió. Como decía, hace justo una semana estaba pensando en el día de hoy, en que se volvía a acercar y ya iban diez. Y esa imagen y sus palabras aparecieron en mi cabeza, y por fin, lo entendí. No sólo no la he olvidado, aferrándome a todos los recuerdos posibles para que ella siempre esté conmigo, sino que abrí mi corazón a otro animal. A pesar de que sabía que no podía durar siempre y de que acabaría con otra herida con la que convivir, elegí hacerlo. Elegí el amor, con lo que al final, elegí la vida. Esa es la victoria sobre la muerte que está al alcance de todos, y yo, a pesar de todo el dolor que conlleva, y precisamente en un día como hoy, creo que es una victoria que siempre merecerá todas las penas.
Mi gata, porque de ella es de quien estoy hablando, nunca fue un animal corriente. Desde fuera no podías percibir nada extraordinario. Era como todas las demás gatas tricolor del mundo: pelaje donde se mezclaba el marrón, el blanco y el negro cubriéndole toda la espalda y las patas, ojos verdes, nariz rosa y bigotes. Estéticamente, era preciosa. Por supuesto, tenía esa elegancia natural que caracteriza a todos los felinos, ese saber estar, esa dignidad sosegada que todos querríamos tener. Pero nada de eso está fuera de lo común. Había que acercarse más para apreciar lo especial que era. Mi gata era tan dulce como sólo ella podía serlo. Tanto, que la llamábamos el gato-perro. Aunaba en un solo cuerpo lo mejor de las dos especies. No importaba donde estuviera un segundo antes de que metieras la llave en la cerradura: la encontrabas allí saludándote en cuanto abrías la puerta. Le gustaba que la llamaran por su nombre, pero también entendía todos los apelativos cariñosos que le decíamos sólo a ella. Jamás he podido volver a llamar bolita a ningún animal. Si le pedías que viniera, no sólo se acercaba gustosa, sino que te colmaba de mimos. Su pasión era dormirse la siesta en el sofá con mi madre, o encima de mi hermana, o incluso encima de mis piernas si era una tarde ociosa. Fueron muchas horas de estudio las que compartí con ella: yo repitiendo lecciones como un loro, y ella observándome tranquila, recibiendo de cuando en cuando las caricias y los mimos de rigor. Sabía perfectamente cuando había llegado la hora de dormir, y venía detrás de mí al cuarto, esperaba a que me metiera en la cama, y entonces subía y se acomodaba contra mi pierna.
Era única. Más allá de las cosas que he descrito, había algo en ella que no se puede explicar. Algo que se sentía cuando ella estaba cerca de ti. Cuando estaba triste o había tenido un mal día, no se despegaba de mí hasta que me sentía mejor. Y no se cómo sabía cuando me sentía mal y cuando se me había pasado. Pero sé que lo sabía. A veces, incluso antes que yo. Así era ella: generosa, cariñosa, leal e inteligente. Podías ver en sus gatunos ojos lo bien que entendía lo que le querías decir. Y lo comprobabas porque hacía exactamente aquello que le habías pedido, ya fuera no pisar el suelo hasta que estuviera seco, irse a su cesta o ir a buscar a mi madre o a mi hermana. Lo mejor de todo para mí, era que me hacía feliz. Realmente feliz. Sólo que en ese momento no sabía que lo era. Al menos, no tan conscientemente como lo supe después. Esa me parece la mayor cualidad que se puede tener, porque es tan difícil encontrar a alguien que te haga feliz o ser alguien que hace feliz a los demás sin hipotecar la felicidad propia. Es algo extraordinario. Casi tanto como ella.
Aquella amarga tarde que tiene el dudoso honor de ser la peor de toda mi vida, lo que después de los meses pasados recientemente es un mérito, me tuve que despedir a marchas forzadas de todo eso. Fue el mayor esfuerzo que he hecho jamás, y no se si lo hice bien. Al principio, incluso me enfadé con ella por no recuperarse. Tenía desde pequeña un padecimiento en el riñón, y no era la primera vez que se ponía mal. Pero aquella vez fue diferente. Mi pobre Nala, que ni siquiera había cumplido seis años, estaba cansada de luchar. Y yo lo sabía. Se notaba en cada gesto. Así que sí, me enfadé. Porque no quería que me dejara, porque no entendía que pudiera hacer oídos sordos a mis súplicas de que luchara por vivir. Ella, que siempre me había dado todo lo que tenía, me negó lo único que ya no estaba a su alcance, y yo me enfadé por eso. Pero todos sabemos que cuando quieres de verdad a alguien, no puedes estar enfadado mientras sufre. El enfado se fue como vino, y sólo me quedó rezar. Para que mi madre llegase de una vez o para que ella se fuera y pudiera descansar. Recuerdo que llegó un momento en que el dolor de que se fuera fue menor que el de verla en ese estado. Y esa fue la victoria de la muerte sobre mí. Que pidiera por favor que se la llevara para que se acabara su dolor. Esa fue mi derrota. Pero mi Nala ganó. No porque se recuperase, porque llegados a cierto punto, eso no era posible. Sino porque se fue bajo sus propias condiciones, esperando hasta poder despedirse de todos sus seres queridos. Y eso, eso es una gran victoria.
Han pasado diez años, aunque a mí me parece que fue ayer. O más bien, que es hoy, que como cada cuatro de noviembre, me toca revivir aquella tarde nefasta. No es que los demás días del año no me acuerde de ella, sino que he aprendido a mantener mi herida bajo control. Por supuesto, hay días malos en los que dejo que la herida gane y el dolor campe a sus anchas. Pero procuro que no pase a menudo. Se que a Nala no le gustaría. El resto de los días, la herida se remueve un poco cuando me acuerdo de ella, pero no dejo que vaya más allá. Es lo que tienen este tipo de heridas: no te matan, pero tienes que aprender a convivir con ellas. Y vaya sí lo haces. ¿Qué podría hacer si no? ¿Olvidar que ella existió? Jamás. Sería la victoria final de la muerte y ya le he concedido en este tema más de lo que me gustaría, porque lo más cruel no es que se la llevó a ella, sino que después, con el paso del tiempo, me ha quitado su olor, su tacto y su voz del recuerdo. Supongo que no le pareció bastante condenarme a una vida sin ella, sino que también tuvo que quitarme todo lo posible de su existencia. No ha podido con mis recuerdos. Esos los pienso llevar conmigo hasta que vuelva a ver a Nala. Ahí no pienso hacer concesiones, no importa el precio que tenga que pagar. Por eso convivo con mi herida. Por eso la recuerdo cada día.
No me arrepiento de que Nala entrara en mi vida. Si ahora tuviera que elegir, sabiendo lo que viene, no haría nada diferente. Bueno, procuraría darle más abrazos y mimos de los que ya le di. Apreciaría mucho más el milagro de que existiera. Intentaría grabarme su olor y su tacto para que después, cuando no estuviera, tardaran más en arrancarme eso también. Pero son cosas que ya no puedo hacer con ella, así que procuro ponerla en práctica con los que vinieron después. Lo único que lamento fue haberme enfadado con ella aquella tarde, aunque sólo fueran unos minutos. Lamento que mi egoísmo venciera sobre mi amor. Durante muchos años, me he sentido mal por eso, por esa concesión a su muerte. Como si, aunque a la larga esté destinada a perder la guerra, ni siquiera me hubiera esforzado en ganar la batalla por uno de mis seres queridos. Hasta hace una semana. En Málaga, en la Iglesia de la Virgen de la Esperanza, uno de los laterales exteriores tiene imágenes de la Biblia. A mi me gusta especialmente uno, el último, el más cercano a la parte del altar, aunque esté por fuera. En él se representa la Asunción de la Virgen María, y debajo tiene escrita la frase: ¿Dónde está., muerte, tu victoria? Más allá de la imagen, esa frase es la que me remueve algo por dentro. Como si siempre me hubiera dicho algo más que lo literal, que es que en ese caso único, la muerte perdió. Como decía, hace justo una semana estaba pensando en el día de hoy, en que se volvía a acercar y ya iban diez. Y esa imagen y sus palabras aparecieron en mi cabeza, y por fin, lo entendí. No sólo no la he olvidado, aferrándome a todos los recuerdos posibles para que ella siempre esté conmigo, sino que abrí mi corazón a otro animal. A pesar de que sabía que no podía durar siempre y de que acabaría con otra herida con la que convivir, elegí hacerlo. Elegí el amor, con lo que al final, elegí la vida. Esa es la victoria sobre la muerte que está al alcance de todos, y yo, a pesar de todo el dolor que conlleva, y precisamente en un día como hoy, creo que es una victoria que siempre merecerá todas las penas.
martes, 22 de octubre de 2013
Velando por los desechos humanos
Y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) hizo lo que todos los juristas sabíamos que iba a hacer: decir no a la doctrina Parot. Era un secreto a voces, por mucho que las víctimas del terrorismo se aferrasen desesperadamente a la idea de humanidad del Alto Tribunal Europeo. En lo que a la ley se refiere, no hay más humanidad que aquello que está escrito. Es crudo, pero debemos aceptar que es así, porque si no conocemos las reglas del juego, nunca podremos ganarlo. También era clamorosamente evidente que la Audiencia Nacional correría a cumplir los términos de la sentencia europea, a pesar de que muchas voces decían ayer que España tenía la posibilidad de ignorarla, porque dichas sentencias eran meramente declarativas, lo cual, aunque cierto, es sólo una media verdad. La otra mitad es que la aplicación de sus sentencias le corresponde al órgano judicial nacional que, conforme a las diversas legislaciones nacionales, tenga la potestad de ejecutar las resoluciones del caso en cuestión. En España, tratándose de terrorismo, la Audiencia Nacional. Sería totalmente absurdo hacer el esfuerzo económico y administrativo de formar un Tribunal Europeo, de la clase que sea, para que conozca de determinados casos, si luego sus resoluciones van a ser papel mojado. Vean si no lo que ha costado que se pongan de acuerdo sobre las competencias del Organismo Supervisor de la banca europea. Es evidente que si estos organismos no tuvieran capacidad para hacer que se acatasen sus resoluciones, los países no tardarían tanto en decidir si es oportuno crearlos y que competencias les permiten.
No, no ha sido ninguna sorpresa esta decisión. Aunque eso no significa que nos haya dolido o indignado menos. Creo que ha sido exactamente al contrario. Si bien es cierto que es a nosotros, los españoles, a los que afecta esta sentencia. Nosotros somos los que vamos a tener circulando por nuestro territorio a lo peor que retienen los centros penitenciarios. Bueno, todos nosotros no, claro, porque el señor López Guerra, único representante español en el TEDH, no vive en España. Quizás por eso no le ha temblado el pulso cuando ha votado a favor de tumbar la doctrina y excarcelar a Irene del Río. La verdad es que por más que salga el señor Presidente del Consejo General del Poder Judicial, (que es además el Presidente del Tribunal Supremo), Don Gonzalo Moliner, diciendo lo absurdo que es achacar a López Guerra el mérito de esta sentencia, aquí hay cosas que huelen a podrido. Por una parte, tenemos la certeza de que el PSOE, concretamente, Rodríguez Zapatero, lo colocó justo donde está para que hiciera justo lo que ha hecho. Al menos, eso dijo ETA en su momento cuando negoció con el PSOE su abandono de las armas, que no su rendición. Yo, aunque no soy muy partidaria de la famosa frase “ETA mata, pero no miente”, en este caso concreto me lo creo. No es que crea que ETA no miente, que lo hace como el que más, sino que siempre que lo hace sigue el mismo patrón que todos los mentirosos: el beneficio personal. ¿Quién se beneficia de esconder este punto del pacto con ETA? ¿La banda terrorista o el gobierno que pactó con ella? La respuesta es obvia.
No obstante, todo lo anterior podría haber pasado desapercibido, y quedar como una mentira más de la banda terrorista si el señor López Guerra hubiese votado sí a la doctrina Parot. Tan sencillo como eso. Pero ha votado en contra. Como catorce miembros del TEDH. Catorce extranjeros que, sentados en sus arrellanados sillones europeos, juzgan que el sistema español vulnera los derechos de la alimaña que ha sesgado 23 vidas por pensar lo contrario a ella. Catorce, más el señor López Guerra, nos dejan a quince sujetos velando por los deshechos humanos. Sólo dos han votado sí a la doctrina Parot. Ninguno español. Dos: Paul Mahoney (Reino Unido) y Faris Vehabovic (Bosnia-Herzegovina). Estos dos caballeros han sostenido, en especial Mahoney, que no se ha producido violación del Convenio. Dos contra quince. Y el señor Moliner nos acusa de caer en lo fácil, culpar a López Guerra, cuando el que ha caído en eso es el señor al que defiende. Si con su trabajo en contra de la doctrina Parot, dos miembros se han negado a votar en contra, ¿cuántos habrían votado a favor si hubiera trabajado en sentido contrario? Son magistrados, están para sopesar argumentos y convencerse apoyándose en la legalidad. Y algún asidero debe haber cuando dos de ellos han votado a favor de la doctrina. No, el señor López Guerra ha traicionado a su país de la manera más indigna y cobarde: acomodándose a lo fácil. La promesa hecha a los asesinos le ha pesado más que la hecha a la Justicia. Y nosotros, los españoles decentes, hemos tenido como defensor más ardoroso a un británico. Ironías de la vida, teniendo en cuenta el tema de Gibraltar.
Lo único que puedo reconocerle al señor Moliner es que la culpa no es exclusiva de López Guerra. El mismo Moliner también se lleva su ración, por salir de la coyuntura con unas manifestaciones tan pestilentes y poco dignas del Presidente de nuestro más alto Tribunal de Justicia. Tampoco podemos obviar la parte que le corresponde a la Audiencia Nacional, que si bien tiene obligación de ejecutar la sentencia, bien podría darse la misma prisa para decidir sobre otras cuestiones, en lugar de dilatarlas hasta el aburrimiento. Hablo de los permisos por enfermedad de etarras que luego están en celebraciones públicas y demás. Debe ser que como en este tema no hay órgano europeo que les tire de la oreja, no les parece un tema urgente. Tristes tiempos en que el hacer justicia no es motivo suficiente para la celeridad en los procedimientos. Pero más allá de los mencionados, como dice mi preparador, hay vida. Existen jueces y magistrados fuera de la Audiencia Nacional. Existen miembros del Gobierno. Existen Diputados y Senadores. ¿Por qué los nombro? Porque ellos tienen su gran ración de culpa en un día como hoy. Un día en el que escuchamos una y otra vez que sólo nos queda la aplicación de la sentencia. Que pocas oportunidades tienen los abogados de la víctima. Que una vez que se sienta jurisprudencia, apaga y vámonos. No hay salida, esa es la conclusión. Resignémonos y veamos como salen uno a uno los delincuentes más monstruosos de nuestras cárceles y no hagamos nada, porque nada se puede hacer. Mentiras que se cuentan los cobardes, quizás para dormir bien por la noche, con seguridad para no hacer lo correcto.
La jurisprudencia no nace por generación espontánea. No surge en la cabeza de los magistrados un buen día porque las musas, gentilmente, les susurran amorosamente en sus oídos. La jurisprudencia necesita un asunto determinado y legislación. Partiendo de ahí, hay muchos principios donde apoyarse para crearla. Mucho campo para la interpretación. Al menos, en los ámbitos que al legislador le interesa. Y cuando digo legislador, me refiero al Gobierno, la Oposición y los partidos que tienen representación en el Congreso de los Diputados. Que ellos, y no otros, son los que legislan. Y si pasa, como ahora, que el Gobierno tiene mayoría absoluta, legisla él. Y ahora llegamos al tema central del asunto. El problema subyacente en este tema no es que el TEDH nos tumbe la doctrina Parot. El problema es que esta doctrina jurisprudencial la tuvo que crear el Tribunal Supremo y ser apoyada por el Tribunal Constitucional porque nuestro sistema penal y penitenciario tiene carencias demoledoras. Existiendo ya artículos para determinar cómo deben ser aplicadas las penas y los beneficios penitenciarios, ¿por qué íbamos a interpretarlos de otra forma diferente a su tenor literal? Sencillo: porque son caldo de cultivo para la reincidencia y la masacre en masa.
Tenemos un sistema que permite que una persona sea condenada a 1.000 años de cárcel pero no le permite pasar más de 40 en ella. Estos 40 se ven reducidos a un máximo de 30 cuando empezamos a aplicarles beneficios penitenciarios. Pensémoslo bien, porque es escalofriante. Hagas lo que hagas, por muy monstruoso, salvaje e inhumano que sea, sólo lo vas a pagar 30 años. Como mucho. Porque ahí tenemos al asesino de las niñas de Alcasser que, gracias a todo esto, sólo va a cumplir 17 años. Tres niñas brutalmente asesinadas, cuestan 17 años. Algo falla en un país donde el sistema penal obliga a cumplir las penas íntegras a delincuentes de delitos menores, olvidando oportunamente hundir con todo su peso a los monstruos de este tipo. Fallan los legisladores, los políticos, los Gobiernos con mayoría absoluta en el Congreso y los miembros de la Administración de Justicia. Porque nadie se atreve a dar un puñetazo en la mesa y hacer tal reforma del sistema penal y penitenciario que no haya Tribunal Europeo que pueda decir esta boca es mía. Hoy se escucha mucho eso de “nos han tumbado una doctrina jurisprudencial para un caso concreto, no la ley”. Bien, pero esa doctrina existe porque la ley falla. Dejad de llevaros las manos a la cabeza y poner manos a la obra. Se que es muy “progre” abogar por no tener pena capital y creer en la reinserción. Y se que la Constitución actualmente no deja margen para la primera. Pero no dice nada de la prisión permanente. Nada. Ahí tenemos a Francia, que la tiene en su sistema penal. Y no vamos a ver al TEDH dándole tirones de oreja por tenerla. Es su derecho elegirla y su elección mantenerla, y no hay más vueltas. En cuanto al sistema penitenciario, dejémonos de tonterías de una vez. Poniendo la prisión permanente, no cabría la reducción de condena: permanente es permanente. Y si la ponemos que sea permanente revisable, seamos tajantes: que no se aplique la reducción de condena para los delitos de sangre. Es lo mínimo que se puede hacer.
Por desgracia, tendremos que seguir escuchando decir que no hay salida a esta deplorable situación. Aunque algunos sabemos que no es cierto. Y en medio de tanta rabia y tristeza, comprobamos con alegría, si que en un día así esta palabra tiene cabida, que cada vez somos más los que lo saben. Así que, ¿quién sabe? Quizás algún día, esperemos que no muy lejano, tengamos un Presidente del Gobierno que tenga más vergüenza que sentido político y arregle nuestro sistema penal. O los componentes del sistema judicial despierten y recuerden que la Justicia es una amante rencorosa que siempre viene a cobrarse las promesas incumplidas, y comiencen a trabajar para fomentar este cambio. Al fin y al cabo, ¿no tienen un presidente afroamericano en Estados Unidos? Mientras haya una sola persona que luche por él, cada sueño tiene la posibilidad de convertirse en realidad.
No, no ha sido ninguna sorpresa esta decisión. Aunque eso no significa que nos haya dolido o indignado menos. Creo que ha sido exactamente al contrario. Si bien es cierto que es a nosotros, los españoles, a los que afecta esta sentencia. Nosotros somos los que vamos a tener circulando por nuestro territorio a lo peor que retienen los centros penitenciarios. Bueno, todos nosotros no, claro, porque el señor López Guerra, único representante español en el TEDH, no vive en España. Quizás por eso no le ha temblado el pulso cuando ha votado a favor de tumbar la doctrina y excarcelar a Irene del Río. La verdad es que por más que salga el señor Presidente del Consejo General del Poder Judicial, (que es además el Presidente del Tribunal Supremo), Don Gonzalo Moliner, diciendo lo absurdo que es achacar a López Guerra el mérito de esta sentencia, aquí hay cosas que huelen a podrido. Por una parte, tenemos la certeza de que el PSOE, concretamente, Rodríguez Zapatero, lo colocó justo donde está para que hiciera justo lo que ha hecho. Al menos, eso dijo ETA en su momento cuando negoció con el PSOE su abandono de las armas, que no su rendición. Yo, aunque no soy muy partidaria de la famosa frase “ETA mata, pero no miente”, en este caso concreto me lo creo. No es que crea que ETA no miente, que lo hace como el que más, sino que siempre que lo hace sigue el mismo patrón que todos los mentirosos: el beneficio personal. ¿Quién se beneficia de esconder este punto del pacto con ETA? ¿La banda terrorista o el gobierno que pactó con ella? La respuesta es obvia.
No obstante, todo lo anterior podría haber pasado desapercibido, y quedar como una mentira más de la banda terrorista si el señor López Guerra hubiese votado sí a la doctrina Parot. Tan sencillo como eso. Pero ha votado en contra. Como catorce miembros del TEDH. Catorce extranjeros que, sentados en sus arrellanados sillones europeos, juzgan que el sistema español vulnera los derechos de la alimaña que ha sesgado 23 vidas por pensar lo contrario a ella. Catorce, más el señor López Guerra, nos dejan a quince sujetos velando por los deshechos humanos. Sólo dos han votado sí a la doctrina Parot. Ninguno español. Dos: Paul Mahoney (Reino Unido) y Faris Vehabovic (Bosnia-Herzegovina). Estos dos caballeros han sostenido, en especial Mahoney, que no se ha producido violación del Convenio. Dos contra quince. Y el señor Moliner nos acusa de caer en lo fácil, culpar a López Guerra, cuando el que ha caído en eso es el señor al que defiende. Si con su trabajo en contra de la doctrina Parot, dos miembros se han negado a votar en contra, ¿cuántos habrían votado a favor si hubiera trabajado en sentido contrario? Son magistrados, están para sopesar argumentos y convencerse apoyándose en la legalidad. Y algún asidero debe haber cuando dos de ellos han votado a favor de la doctrina. No, el señor López Guerra ha traicionado a su país de la manera más indigna y cobarde: acomodándose a lo fácil. La promesa hecha a los asesinos le ha pesado más que la hecha a la Justicia. Y nosotros, los españoles decentes, hemos tenido como defensor más ardoroso a un británico. Ironías de la vida, teniendo en cuenta el tema de Gibraltar.
Lo único que puedo reconocerle al señor Moliner es que la culpa no es exclusiva de López Guerra. El mismo Moliner también se lleva su ración, por salir de la coyuntura con unas manifestaciones tan pestilentes y poco dignas del Presidente de nuestro más alto Tribunal de Justicia. Tampoco podemos obviar la parte que le corresponde a la Audiencia Nacional, que si bien tiene obligación de ejecutar la sentencia, bien podría darse la misma prisa para decidir sobre otras cuestiones, en lugar de dilatarlas hasta el aburrimiento. Hablo de los permisos por enfermedad de etarras que luego están en celebraciones públicas y demás. Debe ser que como en este tema no hay órgano europeo que les tire de la oreja, no les parece un tema urgente. Tristes tiempos en que el hacer justicia no es motivo suficiente para la celeridad en los procedimientos. Pero más allá de los mencionados, como dice mi preparador, hay vida. Existen jueces y magistrados fuera de la Audiencia Nacional. Existen miembros del Gobierno. Existen Diputados y Senadores. ¿Por qué los nombro? Porque ellos tienen su gran ración de culpa en un día como hoy. Un día en el que escuchamos una y otra vez que sólo nos queda la aplicación de la sentencia. Que pocas oportunidades tienen los abogados de la víctima. Que una vez que se sienta jurisprudencia, apaga y vámonos. No hay salida, esa es la conclusión. Resignémonos y veamos como salen uno a uno los delincuentes más monstruosos de nuestras cárceles y no hagamos nada, porque nada se puede hacer. Mentiras que se cuentan los cobardes, quizás para dormir bien por la noche, con seguridad para no hacer lo correcto.
La jurisprudencia no nace por generación espontánea. No surge en la cabeza de los magistrados un buen día porque las musas, gentilmente, les susurran amorosamente en sus oídos. La jurisprudencia necesita un asunto determinado y legislación. Partiendo de ahí, hay muchos principios donde apoyarse para crearla. Mucho campo para la interpretación. Al menos, en los ámbitos que al legislador le interesa. Y cuando digo legislador, me refiero al Gobierno, la Oposición y los partidos que tienen representación en el Congreso de los Diputados. Que ellos, y no otros, son los que legislan. Y si pasa, como ahora, que el Gobierno tiene mayoría absoluta, legisla él. Y ahora llegamos al tema central del asunto. El problema subyacente en este tema no es que el TEDH nos tumbe la doctrina Parot. El problema es que esta doctrina jurisprudencial la tuvo que crear el Tribunal Supremo y ser apoyada por el Tribunal Constitucional porque nuestro sistema penal y penitenciario tiene carencias demoledoras. Existiendo ya artículos para determinar cómo deben ser aplicadas las penas y los beneficios penitenciarios, ¿por qué íbamos a interpretarlos de otra forma diferente a su tenor literal? Sencillo: porque son caldo de cultivo para la reincidencia y la masacre en masa.
Tenemos un sistema que permite que una persona sea condenada a 1.000 años de cárcel pero no le permite pasar más de 40 en ella. Estos 40 se ven reducidos a un máximo de 30 cuando empezamos a aplicarles beneficios penitenciarios. Pensémoslo bien, porque es escalofriante. Hagas lo que hagas, por muy monstruoso, salvaje e inhumano que sea, sólo lo vas a pagar 30 años. Como mucho. Porque ahí tenemos al asesino de las niñas de Alcasser que, gracias a todo esto, sólo va a cumplir 17 años. Tres niñas brutalmente asesinadas, cuestan 17 años. Algo falla en un país donde el sistema penal obliga a cumplir las penas íntegras a delincuentes de delitos menores, olvidando oportunamente hundir con todo su peso a los monstruos de este tipo. Fallan los legisladores, los políticos, los Gobiernos con mayoría absoluta en el Congreso y los miembros de la Administración de Justicia. Porque nadie se atreve a dar un puñetazo en la mesa y hacer tal reforma del sistema penal y penitenciario que no haya Tribunal Europeo que pueda decir esta boca es mía. Hoy se escucha mucho eso de “nos han tumbado una doctrina jurisprudencial para un caso concreto, no la ley”. Bien, pero esa doctrina existe porque la ley falla. Dejad de llevaros las manos a la cabeza y poner manos a la obra. Se que es muy “progre” abogar por no tener pena capital y creer en la reinserción. Y se que la Constitución actualmente no deja margen para la primera. Pero no dice nada de la prisión permanente. Nada. Ahí tenemos a Francia, que la tiene en su sistema penal. Y no vamos a ver al TEDH dándole tirones de oreja por tenerla. Es su derecho elegirla y su elección mantenerla, y no hay más vueltas. En cuanto al sistema penitenciario, dejémonos de tonterías de una vez. Poniendo la prisión permanente, no cabría la reducción de condena: permanente es permanente. Y si la ponemos que sea permanente revisable, seamos tajantes: que no se aplique la reducción de condena para los delitos de sangre. Es lo mínimo que se puede hacer.
Por desgracia, tendremos que seguir escuchando decir que no hay salida a esta deplorable situación. Aunque algunos sabemos que no es cierto. Y en medio de tanta rabia y tristeza, comprobamos con alegría, si que en un día así esta palabra tiene cabida, que cada vez somos más los que lo saben. Así que, ¿quién sabe? Quizás algún día, esperemos que no muy lejano, tengamos un Presidente del Gobierno que tenga más vergüenza que sentido político y arregle nuestro sistema penal. O los componentes del sistema judicial despierten y recuerden que la Justicia es una amante rencorosa que siempre viene a cobrarse las promesas incumplidas, y comiencen a trabajar para fomentar este cambio. Al fin y al cabo, ¿no tienen un presidente afroamericano en Estados Unidos? Mientras haya una sola persona que luche por él, cada sueño tiene la posibilidad de convertirse en realidad.
lunes, 14 de octubre de 2013
Reinserción: la gran utopía del Derecho Penal
Llevo varias semanas dándole vueltas a un tema, sin querer escribir sobre él. No es que no me interese lo suficiente, todo lo contrario: me interesa en demasía. Y por eso, intentando calmar mis ánimos y no usar palabras duras en exceso, lo he ido retrasando todo lo posible. No obstante, tarde o temprano, llega la proverbial gota que colma el vaso, y como el agua ha de derramarse en alguna parte, mejor que lo haga sobre papel.
Nunca he sentido especial simpatía por los abogados penalistas. Creo que en la gran mayoría, y por desgracia sé de qué hablo, tienen la fama que se merecen. Tampoco el Derecho Penal ha sido mi rama favorita. En parte, porque siempre he tenido la extraña certeza de que se preocupa más por el delincuente que por la víctima. Sin embargo, y a pesar de todo lo anterior o debido a ello, vete a saber, siempre he sentido un especial respeto por los jueces y magistrados de la jurisdicción penal. Quizás porque ellos son el último reducto donde el Derecho tiene la oportunidad de ser lo que debe ser, y no lo nauseabundo que es, a veces. Hay ocasiones, lo comprendo, en que uno no tiene resquicio legal. Las leyes son productos humanos, y como tal, pueden estar bien o mal hechas. Cuando están bien hechas, es fácil: sólo tienes que aplicarlas conforme dicta tu conciencia. El problema surge cuando parece que las han hecho los coleguitas del Al Capone desde el talego. Ahí también tienes que lidiar con tu conciencia, pero para aplicarlas tal cual son, por mucho asco que te de.
Este ataque repentino hacia los penalistas, los legisladores de las leyes penales y los jueces que las aplican no es producto del azar, aunque hasta el momento lo parezca. Este ataque tiene un motivo muy concreto. Para que hasta ellos lo entiendan, lo voy a simplificar mediante la manida ley de acción-reacción. Acción: etarras que demandan ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por la aplicación de la doctrina Parot. Reacción: que la Audiencia Nacional sin saber la respuesta europea definitiva a este tema, se niegue a aplicar dicha doctrina y empiece a dejar en libertad a algunos etarras. Contra reacción: que yo me suba por las paredes por la cobardía de los jueces, la hipocresía de los terroristas y el cinismo de los penalistas que los defienden.
Hasta este punto, me he contenido, pero aviso que a partir del mismo me importa un pimiento a quien o cuanto ofenda. Visto que los demás hacen uso de su libertad de expresión para expresar sus nocivas e inmundas ideas, no veo motivo para que yo me coarte en la mía. Quien siga leyendo, que no me venga luego con réplicas ni sermones, que esto no es una tertulia. Si quisiera intercambiar opiniones, me sentaría a hablar. Pero como lo que quiero es desahogarme de tanto adoctrinamiento de algunos a través de las redes sociales y demás medios, me siento a escribir para expulsar mis demonios. Avisados quedáis.
Estoy hasta las mismísimas narices de que en este país se saque pecho por tener un sistema penal sin pena capital ni prisión permanente y basado en la reinserción del preso. Es más, si en un universo paralelo me cruzara con los listos a los que se les ocurrió la majadería de la reinserción como máxima, pondría en práctica más de una de esas curiosas e interactivas torturas que los chinos inventaron allá por la edad de piedra. Cada vez que un abogado penalista me suelta el rollo de que cuando un preso vuelve a delinquir, es el sistema el que le ha fallado, tengo que hacer un esfuerzo hercúleo para no estrangularlo con mis propias manos. Vamos a ver, señores, si un dulce e inocente joven un buen día decide, que sé yo, traficar con drogas, y lo mandan un ratito a que le de la sombra, pagándole mientras tanto el resto de los españoles honrados los estudios y cursos que quiera hacer desde allí, con su horita de patio y colegueo con los otros reclusos, su uso de la biblioteca, su gimnasio y demás, y llega el ansiado momento en que puede volver a ser libre, sale a la calle, llega a su casa, y se dice ¿qué hago ahora? y se responde “lo mismo que antes, pero con mas cuidado, no vaya a ser que me metan otra vez”, ¿es el puñetero sistema el que ha fallado? ¿Qué carajo quieren que haga el sistema? Porque les recuerdo que la lobotomía, más que ayudar, deja a los sujetos en estado vegetal en el mejor de los casos. Aunque, mirándolo desde ese punto de vista, me da a mí que es el único método de reinsertar a algunos, o más bien, de reimplantarlos, pero en una silla, y así al menos, si no van a hacer bien, que tampoco hagan mal.
En segundo año de carrera te explican ya una verdad desagradable del Derecho Penal: no sólo protege a la víctima, sino también al procesado. Cuando escuchas eso, además de revolverte el estómago, estás a un tris de que te de un infarto fulminante, pero te sosiegas, sigues escuchando y haces la pregunta crucial: ¿de qué protege al procesado? Y aquí llega la respuesta que, si bien no es del todo satisfactoria, al menos te deja un margen de tranquilidad: de un proceso sin las medidas legales pertinentes. ¡Ahm! ¡Ahora sí! No lo protegemos de lo que ha hecho, sino que utilizamos ciertas medidas para asegurarnos de que realmente es él quien lo ha hecho y establecemos como lo hizo con la mayor exactitud posible. Hasta aquí, no aparece por ninguna parte nada de reinserción. La susodicha entra en juego en el Derecho Penitenciario, que es el que aplicamos a los reclusos, es decir, a las personas condenadas por un delito que se encuentran en prisión. Aquí si van a entrar en juego una serie de circunstancias que favorecerán o perjudicarán al reo. Por tanto, a mi entender, y al de expertos en la materia, el proceso penal en puridad no está pensado para reinsertar al reo. Y si a alguien le cabe alguna duda, debería repasarse el artículo 100 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, donde se establece claramente que “de todo delito o falta nace acción penal para el castigo del culpable y puede nacer también acción civil para la restitución de la cosa, la reparación del daño y la indemnización de perjuicios causados por el hecho punible”.
Establecidas, por tanto, las diferencias entre uno y otro ámbito, salta a la vista la gran pifia del sistema penal. Y no, no es que le falle al delincuente porque no se reinserta. Es que no tiene en cuenta en absoluto la circunstancia de que el delincuente no quiera reinsertarse ni así le metan astillas encendidas debajo de las uñas. Porque ¿qué plan tiene el sistema para una persona que, sabiendo el mal que entraña su acción, no sólo no se arrepiente, sino que está tan orgullosa de la misma que la piensa repetir cuantas veces tenga oportunidad de hacerlo? La respuesta es sencilla: nada. El sistema no tiene plan b. Todo recluso debe ser reinsertado, quiera éste o no. Como idea está muy bien. Con todos reinsertados, nadie sería reincidente, ya que después del paso por la cárcel, no se volvería a delinquir. Pero esa no es la verdad. Es más, quienes hicieron el sistema sabían que no ocurriría eso. Si no, ¿por qué crear la figura de la reincidencia? No parece tener sentido en un mundo donde la mayoría se reinserta. Porque los que estamos dentro de este mundo sabemos con certeza que se legisla pensando en las mayorías de supuestos, no en los casos especiales. Al menos, no en leyes generales como lo son aquellas de las que estamos hablando. La dolorosa verdad es que quienes hicieron la ley originalmente y todos aquellos que la han reformado sin tocar este punto son unos sucios cobardes. Todos sabemos el revuelo que se arma al mencionar las palabras “prisión permanente” o “pena capital”. Las asociaciones a favor de los derechos humanos, así como casi todos los penalistas del mundo, se alzan en armas contra semejante iniquidad. ¡Por todos los cielos! ¿Quitarle la vida a un ser humano? ¿Dejarlo encerrado hasta su muerte? ¡Que disparate!
Pues señores, yo discrepo con todo mi ser, y no voy a cortarme al decirles porque. A mí, que se hable de los derechos humanos de una persona que, con la única excusa de tener ideas políticas diferentes a la víctima, no se ha cortado un pelo en matarla, me dan ganas de vomitar. No hablemos ya de los secuestros, torturas, amenazas y coacciones a fin de silenciar la tan querida libertad de expresión. Esa misma que debemos respetarles a ellos, así nos cueste la propia o la vida. Porque todos sabemos que las reglas del juego han sido durante muchos años, y yo todavía no las tengo todas conmigo de que no lo sigan siendo, callar o morir. Sin embargo, a estos despreciables espectros hay que tratarlos con toda la delicadeza del Derecho Penal, y aplicarles el máximo de beneficios penitenciarios que sea posible. Al fin y al cabo, han tenido un buen comportamiento, no han matado a nadie en la cárcel. Pues menuda porquería de cárcel sería aquella en la que se permitiera que los reclusos mataran a sus anchas. A mi entender, no es mérito del recluso, sino por una maldita vez, del sistema.
El colmo del asunto lo pone que los abogados de esta gentuza, es decir, los gentuza con título profesional, que para sacarse una licenciatura no miden tu categoría personal, que si no, más de la mitad estaría haciendo otra cosa, defiendan a estas pobres criaturas ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos porque se aplica una doctrina instaurada por nuestro Tribunal Supremo y refrendada por nuestro Tribunal Constitucional. Desde luego, coincido en algo con ellos: es un disparate aplicarles las rebajas a cada pena en concreto (en lugar de a la suma total de las penas, que es lo más beneficioso). Lo que estaría bien hecho es no aplicarles ninguna rebaja. Que se porten bien en la cárcel no es un mérito, es una obligación. Es más, redondeando el asunto, portarse bien fuera de la cárcel es la verdadera obligación. ¿Qué mierda de sistema es éste que premia a quien mata y no al que cumple las normas? Aunque más mierdas son los que aplican esto y lo defienden. Sí, utilizo la palabra correcta: mierdas. Puede que resulte soez, pero no hay otro epíteto que describa con mayor claridad y concisión al hatajo enfermizo de seres Infra humanos venidos directos desde el Averno más profundo de la inmoralidad.
También tenemos que tenerles en cuenta que hacen cursos y carreras. Eso sí, pagados por otros, que ellos no pagan ni la responsabilidad civil de los delitos que cometen. Y hablando de esto, ¿cómo puede alguien reinsertarse sin haber asumido las consecuencias de sus actos? Se niegan a declararse culpables, a pedir perdón a las víctimas y a sus familias, a pagar los daños que han provocado. Daños que no pueden ser pagados. Porque, mal queridos penalistas, ¿cómo se repara una muerte? ¿Es que acaso la reinserción del delincuente tiene la capacidad milagrosa de devolverle la vida al difunto? Porque si no la tiene, y la realidad es que no la tiene, esas acciones no tienen reparación posible. Me da vergüenza oír hablar a antiguos compañeros de profesión de la violación de los derechos humanos de los etarras, cuando están en la situación en la que están por violar el derecho fundamental que da cabida a los demás: la vida. Sin él, ¿cómo gozar de los demás? Los muertos no hablan, no pasean, no practican culto religioso alguno, no pueden ser detenidos, no tienen domicilio, etc. No lo hacen, pero lo han hecho, y a consecuencia de ello, han sido privados de la vida. Porque otra persona, basándose en parámetros arbitrarios y absurdos, decidió que no merecían vivir. No, no creo que alguien que viola tan tajante y contundentemente el más sagrado de los derechos humanos tenga una pizca de credibilidad defendiendo los suyos.
Para la Audiencia Nacional, sin embargo, sí importa. Pesan más los derechos de los verdugos que los de aquellos que no pueden defenderse. Temerosos ante la posible respuesta negativa del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, deciden no aplicar la doctrina Parot. Total, los muertos ya no están aquí, así que ocupémonos de los vivos. Pues si realmente les preocupamos los vivos, los que cumplimos las normas sin esperar premios ni recompensas, sino porque debemos hacerlo, no sean cobardes. Tienen en sus manos el poder de cambiar las cosas. Si la pena capital es algo innegociable, luchemos por la prisión permanente. Aunque sea revisable, como en Francia. Así será legítimo no dejar salir a nadie que no esté realmente reinsertado. La verdad, van a salir bien pocos, así que no me extrañaría que el Gobierno, el de ahora, el de antes, el que venga después, no quiera proponerla por el gasto presupuestario que supondría. No es inhumano tener encerrado a alguien que no es capaz de convivir con el resto sin matarlos a la primera molestia que surja. Lo inhumano es dejarlo salir para que derrame más sangre y provoque más dolor.
Soplan últimamente vientos de cambio. Se habla de introducir la prisión permanente revisable en la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Yo no las tengo todas conmigo. Aunque salga adelante con este Gobierno, no sé cuanto va a tardar el siguiente en dar un paso atrás de nuevo. Un paso atrás potenciado por las asquerosas ratas que defienden a los que derraman sangre, que clamarán al cielo, girando sin cesar alrededor de los que tienen el poder de cambiar las cosas, como chacales de cacería. Y como las hienas, los que ostentan el poder cederán esto a cambio de obtener otras ventajas. Me da tanta rabia como pena, porque yo realmente adoro el Derecho. Y en el fondo, aún creo en el sistema. Sé que tiene muchos fallos, pero también tiene muchos aciertos, y de nosotros depende perfeccionarlo para que cada día ser acerque más a lo que debe ser. Es un camino difícil, no obstante, y prácticamente vetado para el ciudadano de a pie. No queda más salida que escalar hasta una posición en la que mi voz cuente. Un proyecto ambicioso, sin duda, pero no me cabe la menor duda de que seré alentada a cada paso con las acciones y declaraciones de esos deshechos humanos llamados penalistas. Dense prisa, señores, en hacer lo que tengan que hacer, porque ya está marcado su último día en el calendario. Yo, a diferencia de ustedes, no cederé mi voz a hienas y chacales. Yo pagaré mi deuda de sangre, y así los muertos, aún sin poder recobrar la vida, volverán a hablar y serán escuchados.
Nunca he sentido especial simpatía por los abogados penalistas. Creo que en la gran mayoría, y por desgracia sé de qué hablo, tienen la fama que se merecen. Tampoco el Derecho Penal ha sido mi rama favorita. En parte, porque siempre he tenido la extraña certeza de que se preocupa más por el delincuente que por la víctima. Sin embargo, y a pesar de todo lo anterior o debido a ello, vete a saber, siempre he sentido un especial respeto por los jueces y magistrados de la jurisdicción penal. Quizás porque ellos son el último reducto donde el Derecho tiene la oportunidad de ser lo que debe ser, y no lo nauseabundo que es, a veces. Hay ocasiones, lo comprendo, en que uno no tiene resquicio legal. Las leyes son productos humanos, y como tal, pueden estar bien o mal hechas. Cuando están bien hechas, es fácil: sólo tienes que aplicarlas conforme dicta tu conciencia. El problema surge cuando parece que las han hecho los coleguitas del Al Capone desde el talego. Ahí también tienes que lidiar con tu conciencia, pero para aplicarlas tal cual son, por mucho asco que te de.
Este ataque repentino hacia los penalistas, los legisladores de las leyes penales y los jueces que las aplican no es producto del azar, aunque hasta el momento lo parezca. Este ataque tiene un motivo muy concreto. Para que hasta ellos lo entiendan, lo voy a simplificar mediante la manida ley de acción-reacción. Acción: etarras que demandan ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por la aplicación de la doctrina Parot. Reacción: que la Audiencia Nacional sin saber la respuesta europea definitiva a este tema, se niegue a aplicar dicha doctrina y empiece a dejar en libertad a algunos etarras. Contra reacción: que yo me suba por las paredes por la cobardía de los jueces, la hipocresía de los terroristas y el cinismo de los penalistas que los defienden.
Hasta este punto, me he contenido, pero aviso que a partir del mismo me importa un pimiento a quien o cuanto ofenda. Visto que los demás hacen uso de su libertad de expresión para expresar sus nocivas e inmundas ideas, no veo motivo para que yo me coarte en la mía. Quien siga leyendo, que no me venga luego con réplicas ni sermones, que esto no es una tertulia. Si quisiera intercambiar opiniones, me sentaría a hablar. Pero como lo que quiero es desahogarme de tanto adoctrinamiento de algunos a través de las redes sociales y demás medios, me siento a escribir para expulsar mis demonios. Avisados quedáis.
Estoy hasta las mismísimas narices de que en este país se saque pecho por tener un sistema penal sin pena capital ni prisión permanente y basado en la reinserción del preso. Es más, si en un universo paralelo me cruzara con los listos a los que se les ocurrió la majadería de la reinserción como máxima, pondría en práctica más de una de esas curiosas e interactivas torturas que los chinos inventaron allá por la edad de piedra. Cada vez que un abogado penalista me suelta el rollo de que cuando un preso vuelve a delinquir, es el sistema el que le ha fallado, tengo que hacer un esfuerzo hercúleo para no estrangularlo con mis propias manos. Vamos a ver, señores, si un dulce e inocente joven un buen día decide, que sé yo, traficar con drogas, y lo mandan un ratito a que le de la sombra, pagándole mientras tanto el resto de los españoles honrados los estudios y cursos que quiera hacer desde allí, con su horita de patio y colegueo con los otros reclusos, su uso de la biblioteca, su gimnasio y demás, y llega el ansiado momento en que puede volver a ser libre, sale a la calle, llega a su casa, y se dice ¿qué hago ahora? y se responde “lo mismo que antes, pero con mas cuidado, no vaya a ser que me metan otra vez”, ¿es el puñetero sistema el que ha fallado? ¿Qué carajo quieren que haga el sistema? Porque les recuerdo que la lobotomía, más que ayudar, deja a los sujetos en estado vegetal en el mejor de los casos. Aunque, mirándolo desde ese punto de vista, me da a mí que es el único método de reinsertar a algunos, o más bien, de reimplantarlos, pero en una silla, y así al menos, si no van a hacer bien, que tampoco hagan mal.
En segundo año de carrera te explican ya una verdad desagradable del Derecho Penal: no sólo protege a la víctima, sino también al procesado. Cuando escuchas eso, además de revolverte el estómago, estás a un tris de que te de un infarto fulminante, pero te sosiegas, sigues escuchando y haces la pregunta crucial: ¿de qué protege al procesado? Y aquí llega la respuesta que, si bien no es del todo satisfactoria, al menos te deja un margen de tranquilidad: de un proceso sin las medidas legales pertinentes. ¡Ahm! ¡Ahora sí! No lo protegemos de lo que ha hecho, sino que utilizamos ciertas medidas para asegurarnos de que realmente es él quien lo ha hecho y establecemos como lo hizo con la mayor exactitud posible. Hasta aquí, no aparece por ninguna parte nada de reinserción. La susodicha entra en juego en el Derecho Penitenciario, que es el que aplicamos a los reclusos, es decir, a las personas condenadas por un delito que se encuentran en prisión. Aquí si van a entrar en juego una serie de circunstancias que favorecerán o perjudicarán al reo. Por tanto, a mi entender, y al de expertos en la materia, el proceso penal en puridad no está pensado para reinsertar al reo. Y si a alguien le cabe alguna duda, debería repasarse el artículo 100 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, donde se establece claramente que “de todo delito o falta nace acción penal para el castigo del culpable y puede nacer también acción civil para la restitución de la cosa, la reparación del daño y la indemnización de perjuicios causados por el hecho punible”.
Establecidas, por tanto, las diferencias entre uno y otro ámbito, salta a la vista la gran pifia del sistema penal. Y no, no es que le falle al delincuente porque no se reinserta. Es que no tiene en cuenta en absoluto la circunstancia de que el delincuente no quiera reinsertarse ni así le metan astillas encendidas debajo de las uñas. Porque ¿qué plan tiene el sistema para una persona que, sabiendo el mal que entraña su acción, no sólo no se arrepiente, sino que está tan orgullosa de la misma que la piensa repetir cuantas veces tenga oportunidad de hacerlo? La respuesta es sencilla: nada. El sistema no tiene plan b. Todo recluso debe ser reinsertado, quiera éste o no. Como idea está muy bien. Con todos reinsertados, nadie sería reincidente, ya que después del paso por la cárcel, no se volvería a delinquir. Pero esa no es la verdad. Es más, quienes hicieron el sistema sabían que no ocurriría eso. Si no, ¿por qué crear la figura de la reincidencia? No parece tener sentido en un mundo donde la mayoría se reinserta. Porque los que estamos dentro de este mundo sabemos con certeza que se legisla pensando en las mayorías de supuestos, no en los casos especiales. Al menos, no en leyes generales como lo son aquellas de las que estamos hablando. La dolorosa verdad es que quienes hicieron la ley originalmente y todos aquellos que la han reformado sin tocar este punto son unos sucios cobardes. Todos sabemos el revuelo que se arma al mencionar las palabras “prisión permanente” o “pena capital”. Las asociaciones a favor de los derechos humanos, así como casi todos los penalistas del mundo, se alzan en armas contra semejante iniquidad. ¡Por todos los cielos! ¿Quitarle la vida a un ser humano? ¿Dejarlo encerrado hasta su muerte? ¡Que disparate!
Pues señores, yo discrepo con todo mi ser, y no voy a cortarme al decirles porque. A mí, que se hable de los derechos humanos de una persona que, con la única excusa de tener ideas políticas diferentes a la víctima, no se ha cortado un pelo en matarla, me dan ganas de vomitar. No hablemos ya de los secuestros, torturas, amenazas y coacciones a fin de silenciar la tan querida libertad de expresión. Esa misma que debemos respetarles a ellos, así nos cueste la propia o la vida. Porque todos sabemos que las reglas del juego han sido durante muchos años, y yo todavía no las tengo todas conmigo de que no lo sigan siendo, callar o morir. Sin embargo, a estos despreciables espectros hay que tratarlos con toda la delicadeza del Derecho Penal, y aplicarles el máximo de beneficios penitenciarios que sea posible. Al fin y al cabo, han tenido un buen comportamiento, no han matado a nadie en la cárcel. Pues menuda porquería de cárcel sería aquella en la que se permitiera que los reclusos mataran a sus anchas. A mi entender, no es mérito del recluso, sino por una maldita vez, del sistema.
El colmo del asunto lo pone que los abogados de esta gentuza, es decir, los gentuza con título profesional, que para sacarse una licenciatura no miden tu categoría personal, que si no, más de la mitad estaría haciendo otra cosa, defiendan a estas pobres criaturas ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos porque se aplica una doctrina instaurada por nuestro Tribunal Supremo y refrendada por nuestro Tribunal Constitucional. Desde luego, coincido en algo con ellos: es un disparate aplicarles las rebajas a cada pena en concreto (en lugar de a la suma total de las penas, que es lo más beneficioso). Lo que estaría bien hecho es no aplicarles ninguna rebaja. Que se porten bien en la cárcel no es un mérito, es una obligación. Es más, redondeando el asunto, portarse bien fuera de la cárcel es la verdadera obligación. ¿Qué mierda de sistema es éste que premia a quien mata y no al que cumple las normas? Aunque más mierdas son los que aplican esto y lo defienden. Sí, utilizo la palabra correcta: mierdas. Puede que resulte soez, pero no hay otro epíteto que describa con mayor claridad y concisión al hatajo enfermizo de seres Infra humanos venidos directos desde el Averno más profundo de la inmoralidad.
También tenemos que tenerles en cuenta que hacen cursos y carreras. Eso sí, pagados por otros, que ellos no pagan ni la responsabilidad civil de los delitos que cometen. Y hablando de esto, ¿cómo puede alguien reinsertarse sin haber asumido las consecuencias de sus actos? Se niegan a declararse culpables, a pedir perdón a las víctimas y a sus familias, a pagar los daños que han provocado. Daños que no pueden ser pagados. Porque, mal queridos penalistas, ¿cómo se repara una muerte? ¿Es que acaso la reinserción del delincuente tiene la capacidad milagrosa de devolverle la vida al difunto? Porque si no la tiene, y la realidad es que no la tiene, esas acciones no tienen reparación posible. Me da vergüenza oír hablar a antiguos compañeros de profesión de la violación de los derechos humanos de los etarras, cuando están en la situación en la que están por violar el derecho fundamental que da cabida a los demás: la vida. Sin él, ¿cómo gozar de los demás? Los muertos no hablan, no pasean, no practican culto religioso alguno, no pueden ser detenidos, no tienen domicilio, etc. No lo hacen, pero lo han hecho, y a consecuencia de ello, han sido privados de la vida. Porque otra persona, basándose en parámetros arbitrarios y absurdos, decidió que no merecían vivir. No, no creo que alguien que viola tan tajante y contundentemente el más sagrado de los derechos humanos tenga una pizca de credibilidad defendiendo los suyos.
Para la Audiencia Nacional, sin embargo, sí importa. Pesan más los derechos de los verdugos que los de aquellos que no pueden defenderse. Temerosos ante la posible respuesta negativa del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, deciden no aplicar la doctrina Parot. Total, los muertos ya no están aquí, así que ocupémonos de los vivos. Pues si realmente les preocupamos los vivos, los que cumplimos las normas sin esperar premios ni recompensas, sino porque debemos hacerlo, no sean cobardes. Tienen en sus manos el poder de cambiar las cosas. Si la pena capital es algo innegociable, luchemos por la prisión permanente. Aunque sea revisable, como en Francia. Así será legítimo no dejar salir a nadie que no esté realmente reinsertado. La verdad, van a salir bien pocos, así que no me extrañaría que el Gobierno, el de ahora, el de antes, el que venga después, no quiera proponerla por el gasto presupuestario que supondría. No es inhumano tener encerrado a alguien que no es capaz de convivir con el resto sin matarlos a la primera molestia que surja. Lo inhumano es dejarlo salir para que derrame más sangre y provoque más dolor.
Soplan últimamente vientos de cambio. Se habla de introducir la prisión permanente revisable en la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Yo no las tengo todas conmigo. Aunque salga adelante con este Gobierno, no sé cuanto va a tardar el siguiente en dar un paso atrás de nuevo. Un paso atrás potenciado por las asquerosas ratas que defienden a los que derraman sangre, que clamarán al cielo, girando sin cesar alrededor de los que tienen el poder de cambiar las cosas, como chacales de cacería. Y como las hienas, los que ostentan el poder cederán esto a cambio de obtener otras ventajas. Me da tanta rabia como pena, porque yo realmente adoro el Derecho. Y en el fondo, aún creo en el sistema. Sé que tiene muchos fallos, pero también tiene muchos aciertos, y de nosotros depende perfeccionarlo para que cada día ser acerque más a lo que debe ser. Es un camino difícil, no obstante, y prácticamente vetado para el ciudadano de a pie. No queda más salida que escalar hasta una posición en la que mi voz cuente. Un proyecto ambicioso, sin duda, pero no me cabe la menor duda de que seré alentada a cada paso con las acciones y declaraciones de esos deshechos humanos llamados penalistas. Dense prisa, señores, en hacer lo que tengan que hacer, porque ya está marcado su último día en el calendario. Yo, a diferencia de ustedes, no cederé mi voz a hienas y chacales. Yo pagaré mi deuda de sangre, y así los muertos, aún sin poder recobrar la vida, volverán a hablar y serán escuchados.
lunes, 9 de septiembre de 2013
La Pietá
A comienzos de año, como ya es tradición en mi casa, me regalaron un calendario para colgar en la pared. Este hecho sucede todos los años desde hace ya unos cuantos, y sinceramente, no entiendo como pude vivir antes sin él. Un buen calendario, con cuadrados grandes en los que apuntar compromisos, es la mejor agenda que nadie puede tener o, cuanto menos, un complemento estupendo de ésta, y tiene el añadido de ofrecerte una imagen agradable para comenzar el día.
Así que, como iba diciendo, el día de Navidad recibí el calendario del año que se aproximaba, y he de decir que a pesar de haber tenido calendarios magníficos, éste supera a todos los anteriores y, muy a mi pesar, a los que estén por venir, ya que la temática del mismo no era otra que la obra de Miguel Ángel. Me he pasado los primeros siete meses despertando con imágenes, algunas detalles ampliados, de la Capilla Sixtina, el Tondo Doni, el Juicio Universal, etc. El colofón llegó el mes de Agosto, cuando pasé la página del calendario y me encontré contemplando a la Pietá.
Cuando uno habla con los admiradores de Miguel Ángel, o con cualquiera que tenga un mínimo conocimiento de su obra escultórica, hay una proporción considerable que considera que su David o su Moisés son el colofón de su esplendor escultórico. Y no voy a contradecir en absoluto la inmensa grandeza de dichas esculturas. Tanto por su tamaño como por la exquisitez de sus detalles, es evidente que son obras maestras en mayúsculas, y que el talento del hombre que las creó no podía ser terrenal. Sin embargo, y quizás por eso el arte es tan maravilloso, ninguna escultura, ni del maestro Buonarroti ni de ningún otro, me ha causado mayor impacto que su Piedad.
La primera vez que la vi se me hizo un nudo en la garganta que no podía explicarme y no pude apartar la vista de ella durante mucho tiempo. Tanto, que me perdí la explicación de las siguientes esculturas que ese día nos daban en clase de Historia del Arte. Por supuesto, no tardé en ponerme al día pero jamás se me han quedado grabados los detalles de una obra como me pasó con ésta: una primera lectura, y sabía decir las medidas, describir la posición de las cuerpos y enumerar los detalles más significativos. Huelga decir que después de años de contemplación, creo que aún con amnesia podría recordar más fácilmente esta escultura al completo que mi propia cara. Además, me provocó una intensa curiosidad sobre la restante obra y vida del autor, así que para el examen del bloque, yo había aprendido más de Miguel Ángel de lo que era estrictamente necesario, y recuerdo que me pasé los meses previos a selectividad deseando que hubiera alguna pregunta sobre su obra. No porque la dominara, sino porque disfrutaba escribiendo sobre ello. Mi profesor solía decir, no sé si para contentarme, que siempre caía en alguno de los bloques, así que sólo tenía que rezar porque me supiera las demás y bordaría el examen. Sinceramente, me importaban un pimiento las otras preguntas: si Miguel Ángel estaba en un bloque, fuera cual fuera la obra, ése y no otro sería el que yo haría. Menudencias como las otras preguntas no iban a privarme de uno de los mayores placeres de ese momento, y menos en una asignatura que más que estudiar, se disfrutaba. Por desgracia, ese año no pusieron en selectividad nada sobre él, y yo tuve que resignare a hablar de la obra de otros autores.
Quizás por eso este mes de Agosto me he acordado de aquellos primeros meses acercándome a la obra de mi artista predilecto. Contemplar durante un mes tu obra favorita, en esas horas en las que o bien aún es demasiado temprano o ya es demasiado tarde, todo es silencio, y parece que en el mundo no haya nada más que la imagen y tú, te hace reflexionar mucho. Yo creo que eso es lo que diferencia las grandes obras de las buenas, que trascienden a lo que representan y conectan con algo dentro de ti, de tu vida en ese momento, de la que fue tu vida, de la que pretendes que sea. Y entonces sucede el milagro que llevabas tanto tiempo esperando, y vuelves a verte a ti misma con más claridad que si usaras un espejo. Te das cuenta de que a pesar de los tropiezos y las dudas, no te has perdido. Y te alegras de una manera tan profunda que te cuesta hasta respirar. También comprendes que, a pesar de todos tus defectos, aprecias a la persona que eres. No sólo tus aptitudes, también tus fallos y tus manías. Porque, al fin y al cabo, nadie es perfecto, y tu escaso sentido del humor, tu cabezonería y tu arrogancia también eres tú. Y al final del todo, te perdonas por haber dudado y haberte sentido perdida. Y lo haces porque entiendes que pararse no es lo mismo que darse por vencido, y porque entiendes que eres la primera persona que no tirará la toalla consigo misma, sin importar lo profundo que sea el agujero donde puedas caer. Entonces, mágicamente, todo se vuelve un poco más fácil, y afrontas la siguiente fase del proceso con la mochila más ligera y los pies más firmes. Porque el proceso no acaba, nunca acaba. Pero ya no tienes miedo ni luchas contra él. Te dejas llevar y decides seguir haciendo las cosas lo mejor que sepas, rezando porque eso sea suficiente la mayoría de las veces.
Sí, hay otras esculturas en el mundo que técnicamente serán más perfectas que la Pietá. Las hay más grandes, más precisas, más espectaculares. Las hay más alegres y más tristes. Pero ninguna de ellas me produjo nunca el mazazo emocional que sufro cada vez que la veo a ella. Ninguna hace que sienta todo el dolor y la ternura del mundo dentro de mí. Que pueda ver la inmensa tristeza y la desolación de una madre que tiene en sus brazos el cuerpo sin vida de su hijo. Ninguna me transmite la digna y serena quietud del cuerpo sin vida, derrotado pero no vencido.
Por eso costó tanto trabajo pasar la página del calendario cuando terminó Agosto, aunque parezca un hecho tonto y absurdo, un gesto mecánico que repetimos cada mes. Sin embargo, para mí nunca volverá a ser algo cotidiano y sin importancia. Y no lo será no sólo porque reviví los inicios de mi pasión por Miguel Ángel, ni por la comprobación de que los amores verdaderos, como el mío con la Pietá, si son sinceros sobreviven con la intensidad del primer día el paso del tiempo, sin importar lo largo que éste sea. Lo será porque aprendí, de una manera atípica y brutal, que algo frío, inerte y carente de sentimientos puede hacer que algo caliente, vivo y sensitivo vuelva a ser.
Nunca habrá manera de pagar esta deuda. No hay sacrificio que vaya a compensar aquello que se me ha devuelto, no como era en su estado original, sino multiplicado por infinito. Sin embargo, cuando alcance mi objetivo, y esto me permita plantarme a los pies de la imagen que venero, espero que de alguna forma, por una vez, el frío e inerte mármol sienta en su pétreo corazón una ligera vibración: el latido agradecido de la vida.
lunes, 2 de septiembre de 2013
El dúo dinámico
Y por fin, después de unos meses de sequía futbolística, volvió la Liga española. No es que hayamos tenido carencia de fútbol en estos meses veraniegos precisamente, entiéndanme bien. Soy consciente de que se ha seguido con mucho interés el Europeo sub-21 y, aunque ahora mismo no sea capaz de recordarlo, alguna otra competición más habrá deleitado los paladares deportivos de los aficionados. No obstante, nada es comparable con la emoción de ver jugar a tu equipo. No el del país donde vives, que ese, por defecto, nos lo asignan en el momento del nacimiento, sino el que conquistó tu corazón en un momento anterior al nacimiento de la razón y la fría lógica. Me duele confesar que muchas veces me cuestiono si las decisiones tomadas en esos tiempos no eran mejores que las que vinieron después. Por su vigencia, lo parecen.
Volviendo al tema en cuestión, la Liga comenzó de nuevo. Y gracias a Dios, pensé, el primer partido es en Canal Plus 1. Puede parecer exagerado una invocación a Él por algo tan nimio, pero cuando te has pasado la pretemporada espiando los resultados en diferentes periódicos y telediarios debido a que, por mucho que la falsa propaganda de Antena 3 anunciara que “la pretemporada del Real Madrid se vive aquí”, excepto dos partidos contados (créanme, contados, dos) el resto lo televisara el maldito canal Gol TV, al que desgraciadamente no estoy suscrita, poder disfrutar de 90 minutos seguidos de mi amado equipo, viendo los fallos y aciertos con mis propios ojos y teniendo la libertad de sacar mis propias conclusiones, era un regalo digno de agradecimiento. Así que allí me encontraba yo, quince minutos antes de la hora fijada para el comienzo, cómodamente sentada en mi sofá, con el brillo anticipatorio en los ojos de lo que estaba por venir. Y si bien he de decir que el partido no fue todo lo bueno que yo esperaba, tampoco fue todo lo malo que los comentaristas del mencionado canal manifestaban. Y he aquí el motivo de esta disertación: los comentaristas deportivos del Canal Plus.
No me extrañaría en absoluto que más de uno haya fruncido el entrecejo, gesto inequívoco de extrañeza, o sacudido la cabeza hacia los lados. Por lo menos, esos son los dos gestos más comunes que sin querer hago yo misma cuando me cambian de repente el guión. Tengan paciencia, porque la explicación viene de camino y pronto van a entender que era más urgente profundizar en el tema señalado que en el evidente. Hace no demasiadas líneas les dije que expresé de inmediato mi agradecimiento porque el partido lo televisara un canal al que podía acceder. Bueno, el ser humano, y no hay duda de que yo me encuentro entre ellos, es olvidadizo por naturaleza. Y, con excepción de los especímenes más rencorosos, lo que más rápidamente olvida es aquello que le desagrada. Debe ser que como aún no sabemos cómo utilizar toda nuestra capacidad cerebral, decidimos de manera inconsciente, y saludable, invertirla en aquello que nos dará algún provecho o satisfacción. Lo espinoso del asunto es que a mí esa tendencia me proporcionó un placer que no llegó a los diez minutos de partido. A partir de ese tiempo, empecé a recordar dolorosamente porqué tenía un sabor agridulce verlos en ese canal. Que nadie se llame a engaño, no es por el juego o el resultado. Si bien es cierto que como aficionada deseaba que mi equipo aplastara sin piedad al contrario, dejando tras de sí una masa perdedora y sanguinolenta de cuerpos humillados, la fría lógica hizo acto de presencia para advertirme que contra nosotros siempre se presenta la batalla más feroz, y que, siendo el primer partido de la temporada, David vendría con ganas de guerra.
Llegados a este punto, me veo en la obligación moral de hacer un pequeño inciso para comentar mínimanente algo del partido. Quien piense que sería capaz de resistirme a ello, lo siento, se equivocaba, pero no podría continuar sin decir que, a pesar de lo que pueda parecerles a muchos, creo que fue un buen comienzo. No fue un despliegue de virtuosismo apoteósico, no. Ni ganamos por goleada. Eso sí, ganamos, porque mal que les pese a muchos, se gana igual por un gol de diferencia que por más, que en eso el reglamento es contundente. No, no fue un comienzo estelar, fue un comienzo prometedor. Los jugadores, salvo alguna excepción, tenían ganas de balón. Hubo destellos de entendimiento, pases milimétricos, florituras. Es más, a pesar de tener que remontar el partido, no hubo bajada de brazos. Se intentó hasta la saciedad y, claro, tanto va el cántaro a la fuente, que al final termina rompiéndose. Sí, conociendo a mi equipo, fue el comienzo adecuado. Es mejor que comprueben que será duro de primera hora. Ellos también son seres humanos, y a pesar de lo que digan, tienden a olvidar estas cosas embebidos por la magnificencia de su santuario. Ahora lo han recordado: no habrá equipos pequeños ni grandes. Habrá una lucha constante contra el deseo de humillar al más grande. Y si es en su estadio, tanto mejor. La prueba es que esas derrotas siguen siendo objeto de burla hasta el día de hoy, cuando las victorias sobre otros equipos se han perdido en el olvido de lo intrascendente.
Llegados a este punto, más de uno se preguntará porqué me quedó un sabor desagradable tras el encuentro, si el resultado para mí ha sido positivo. Vuelvan un poco atrás, porque la respuesta es evidente. El mal sabor de boca lo tenía ya con diez minutos de partido, sin goles en ninguna portería, y con un juego aceptable de mi equipo. ¿Aún no lo saben? Aquí viene la pista definitiva: no es lo que estaba viendo, sino lo que estaba oyendo. O más bien, a quienes estaba oyendo. Carlos Martínez y Michael Robinson: los comentaristas deportivos blaugranas. Sí, sí, blaugranas hasta las trancas. Es imposible que nadie dude de esta afirmación, y sí lo hacen, será porque son blaugranas. No tiene más explicación. No obstante, vayamos por partes.
Del “señor” Robinson no hay mucho que decir. Cualquiera que lo haya visto comentar un partido del Real Madrid puede apreciar su profunda animadversión hacia ese equipo. Debe ser que como en la Liga española sólo estuvo entre las filas del Osasuna a pesar de su fulgurante carrera en Inglaterra, tiene cierto resentimiento futbolístico enquistado que no le deja respirar. No es que me parezca una explicación satisfactoria si tenemos en cuenta que tampoco jugó con el Barcelona. No, al menos, hasta que recuerdo que los segundones siempre se alían. Ahí ya me encaja que el “señor” Robinson odie todo lo que sea blanco. De hecho, ciertos rumores malintencionados afirman que le sale un terrible sarpullido cada vez que su delicada piel entra en contacto con tan demoníaco color. Sin embargo, y para no caer en la parcialidad de dicho personaje, sigamos con la visión global del mismo. Si comentando un partido del equipo merengue se pueden apreciar los intentos denodados por no vomitar del mal llamado comentarista, cuando el objeto del comentario es el equipo de la Ciudad Condal lo que hace esfuerzos por contener son los suspiros de amor. Nadie hace nada, si de fútbol hablamos, tan bien como los blaugranas. Todo son “¿has visto ese pase increíble?, ¡nadie podría haberlo hecho mejor!, es un equipo intratable, etc”. Lo único que le falta a Robinson, es aplaudir la depurada técnica de los escupitajos. Ya me imagino su comentario “puestos a que te escupan, Carlos, qué mejor que te lo hagan así”. Esta contraposición entre al amor y el odio de Robinson termina de asentarse cuando lo escuchas comentando partidos donde ninguno de los dos equipos está presente. Por supuesto, tiene otras simpatías, pero se suele quedar dentro de los límites de la corrección deportiva y, aunque con bastante esfuerzo, he de reconocer que llega a la calidad de comentarista de bar. Sí, ya saben, el típìco borracho del bar que se sienta a ver todos los partidos y que, de tanto ver lo mismo una y otra vez, ha aprendido ciertas frases coherentes que intercala en momentos oportunos del juego. Para algo más, me temo, no llega. Y eso, juegue el equipo que juegue. Debe ser que en lo periodístico brilla tanto como en lo deportivo. Pequeña luz parpadeante a la que se recurre a falta de foco.
Vayamos ahora con el “señor” Carlos Martínez. He de decir que su técnica es algo más depurada que la de Robinson. Quizás sea un juego pactado entre ambos. Mientras que Robinson moriría por shock anafiláctico si saliera un halago hacia algo (jugador, entrenador, pase, etc) que tenga que ver con el Real Madrid (las alergias es lo que tienen), Martínez de vez en cuando, intercala alguno. Eso sí, siempre acompañados de un pero del tamaño de la bóveda celeste. “El planteamiento estaba bien, pero la ejecución no ha estado a la altura”, “el pase era bueno, pero el control no ha sido firme”, “no es demérito del Real Madrid, sino mérito del otro equipo”. Ésta última le encanta. Y lo digo porque se la oigo en cada uno de los partidos que tiene la desgracia de comentar. Debe ser que, a ojos de Martínez, los méritos de los otros equipos siempre, sin excepciones, pesan más. No importa el resultado. Aunque haya perdido el equipo contrario por una goleada de diez, sus méritos han brillado como Casiopea en el maldito eclipse futbolístico del Real Madrid. Ya puestos, no me extrañaría que propusiera que se modificara el reglamento y que, a partir de ahora, no sean los goles los que decidan los resultados, sino los méritos. Se de sobra quien reuniría los suficientes para ganar cada partido, si el juzgador de los mismos va a ser este sujeto. Y quien no los va a reunir, también. Como decía al principio, su técnica es más depurada, pero repetitiva. Y claro, de ver siempre los mismos patrones, una empieza a formar sus propias certezas. Claro que el “señor” Martínez vino a mi rescate de manera muy galante con un comentario que elevó esa certeza personal a la categoría de verdad escrita en piedra. Fue en el partido que tuvo lugar en abril de 2012. Barcelona – Real Madrid. La Liga candente y todos los ánimos crispados. Y el partido, por supuesto, televisado por Canal Plus. Pues bien, estando ya el mismo expirando, con un resultado favorecedor para el Real Madrid, este fue el comentario que lo desenmascaró para el que aún tuviera alguna duda “Falta clara de Callejón. El Barça la va a poner en movimiento. Estamos ya en el descuento, el Madrid gana 1-2 y la Liga se nos… se le escapa al Barcelona de las manos”. ¡Boom! Jugarreta del subconsciente y todos los denodados esfuerzos por parecer un comentarista imparcial al cubo de la basura. Le diremos a Martínez a modo de consuelo que no se flagele mucho por ello, que de todas formas sus esfuerzos estaban sirviendo para bien poco, así que casi mejor poner las cartas sobre la mesa y hablar a cara descubierta como hombres.
Con semejante dúo dinámico, comprenderán que el partido se me atragantara. Es más, tuve que hacer incontables esfuerzos para no tirar el mando directo a la pantalla de la tele, ya que las cabezas de ambos personajes quedaban momentáneamente fuera de mi alcance. Lo confieso, pagaría gustosa la multa que el juez quisiera imponerme por esos segundos de placer. No obstante, como no he tenido el placer de cruzarme con ellos, continúan impolutas tanto sus seseras como mi hoja de antecedentes penales. No obstante, heme aquí, pregonando mi indignación de una manera menos violenta y, quisiera creer, más creativa, aunque igualmente infructuosa. Sinceramente, tengo un trabajo por delante arduo y complicado, porque estoy convencida de que alguna manera tiene que haber de cortar este mal de raíz. Algún mecanismo tiene que existir que haga que la opinión pública ejerza su presión y, si no a los dos, al menos quiten a uno de estos “señores”, poniéndole un compañero merengue. Sería lo justo, equilibrar la balanza. De ese modo, las arcadas irían intermitentemente de uno a otro, y el asqueamiento correría tanto por las filas blaugranas como por las merengues. Claro está que, a ojos de ambos, yo no soy más que una ultra energúmena que sueña con tirar mandos de televisión a las cabezas de las personas decentes. Bueno, es una opinión “respetable”. Al fin y al cabo, ¿qué saben de mí más allá de mi pésima opinión por sus personas y el ejercicio de su “profesión”?. ¿Y ya puestos, que saben ellos de mi indiscriminado uso del entrecomillado? No mucho. Indicios. Dudas. Ligeras sospechas por su reiteración. Tranquilos, “señores”, que yo a diferencia de ustedes, siempre enseño las cartas y no pienso dejarles con esa incertidumbre. Para algunos avezados, no hace falta explicación, pero puesto que ustedes dos no entran en esa categoría, allá va: ironía. Tomen cada palabra entrecomillada como lo contrario de lo que las comillas encierran, y ahí lo tienen. Ni señores, ni profesionales, ni respetables. ¿Qué es una opinión parcial? Ah, bueno, viniendo de Martínez y Robinson habrá que creerles. Después de todo, cuando ellos llegaron al mundo del comentario deportivo, la parcialidad vino para quedarse.
domingo, 17 de marzo de 2013
Críticas a la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género
Hoy me voy a meter en un “jardín” del que, posiblemente, no salga bien
parada a ojos de la mayoría. No obstante, no encuentro más motivo para no
hacerlo que el miedo al famoso “qué dirán”. Calibrado en su justa medida, es un
riesgo bastante pequeño, ya que la difusión de este blog no es precisamente
apabullante. Pero aunque así fuera, aunque tuviera la certeza de que mis
palabras serían leídas por muchas personas, mi elección no sería diferente. En
la primera de sus entradas, hace ya algunos meses, asenté la base fundamental
del mismo: ser mi lugar sagrado. La única condición que me impuse para hacerlo,
la única que me obligaría cada vez que me pusiera a escribir, sería ser sincera
conmigo misma y con lo que pensaba, fueran cuales fueran las consecuencias que
conllevara esa sinceridad. No queda, pues, más opción que ser coherente y
cumplir aquello que me prometí.
El delicado tema que ronda mi cabeza desde hace algunas semanas surgió a
consecuencia de las declaraciones que Toni Cantó, actual Diputado del Congreso
por UPyD, hizo sobre la comúnmente llamada “Ley de Violencia de Género”. El
señor Cantó publico ciertos datos en su cuenta de Twitter sobre las denuncias
falsas que se producen en este ámbito. Datos que, desgraciadamente, no estaban
contrastados y que, posteriormente, fueron refutados por los organismos
oficiales correspondientes. Obviamente, y como era de esperar en este país, se
armó un revuelo de aúpa, pidiendo su cabeza y su dimisión. Cantó no tardó en
retractarse y pedir perdón por los datos denunciados, entonando el mea culpa
por su ingenuidad al no contrastarlos. No obstante, fiel a su manera de pensar,
subrayó que la citada Ley es ineficaz y desacertada, exhortando a las
autoridades competentes a estudiar su reforma inmediata.
Se ha hablado mucho sobre la ausencia de veracidad de esos datos.
Básicamente, creo que es de lo único que se ha hablado a raíz de esas
declaraciones. Las múltiples asociaciones feministas, y las nombro
especialmente por la parte que les toca, no han hecho comentarios sobre ningún
aspecto más de esta polémica. Y lo cierto es que no solamente los hay, sino que
son mucho más importantes. Coincido en que uno, sobre todo en temas sensibles,
debe andar con pies de plomo a la hora de airear datos. Pero dado el caso
concreto, no me parece una equivocación significativa. Es más, diría que
incluso ofrece una buena oportunidad para poner en primera plana un tema que
para estas asociaciones debería ser de capital importancia. Y digo
correctamente debería porque después de ver como se limitan a insultar y pedir
dimisiones como si de políticos se tratasen, en lugar de aprovechar la
coyuntura para avanzar en sus nobles propósitos, tengo la fundada sospecha de
que se han acomodado en la manera fácil de hacer las cosas. Una manera muy
famosa, desde luego, y bastante frecuentada, pero que apenas te permite avanzar
en tus propósitos.
Un buen sablazo al problema de la violencia de género habría sido dar un
paso al frente y decir “bien, señores, no hay tantas denuncias falsas como ha
manifestado el señor Cantó. Pero puesto que las hay, ¿qué medidas legales se
usan para detectarlas?” Claro que habría sido una pregunta tan incómoda de
contestar como de formular, porque esas asociaciones saben, o deberían saber,
la misma verdad que se yo: no se han previsto medidas para eso. La realidad es
que en este tema, una mujer puede ir a cualquier comisaría o dependencia
policial y denunciar que su expareja o pareja actual ha ejercido cualquier tipo
de violencia sobre ella, y la consecuencia inmediata es que ese sujeto va a
pasar una noche en el calabozo. Como mujer, puede ser una medida muy
tranquilizadora, pero como jurista, me preocupa bastante. Me apostaría un brazo
a que la mayoría de los que estudiamos Derecho hemos sufrido un tremendo shock
cuando, en nuestra primera clase de Derecho Penal, el profesor de turno nos
soltó la lapidaria frase de “El Derecho Penal no sólo protege a la víctima,
sino también al delincuente”. Pasado el trauma inicial, uno va comprendiendo
que hay un largo camino desde la denuncia hasta la sentencia, y que establecer
unas garantías determinadas es lo más acertado para que las cárceles no estén a
rebosar de personas inocentes. Aún así, las hay. Los jueces no son infalibles,
ni los medios de prueba incontestables. No obstante, habría muchos más de no
existir estas garantías. Por eso, después de que uno se meta esa frase y sus
lógicas consecuencias en la cabeza, choca encontrarse con un delito que la
incumple de manera flagrante y, para colmo, legal.
Un segundo aspecto a resaltar de estos procesos es, además de la absoluta
veracidad que se da a la declaración de la víctima, aunque no haya ninguna otra
prueba que la apoye, la anulación del principio “in dubio pro reo”. Este
principio obliga a que, en caso de duda, el juez dictamine a favor del
imputado. Menos en este ámbito, que en caso de duda, no se va a optar por la
versión de la víctima. Y sigo diciendo que no me parece mal como mujer, pero
que una vez más, la jurista que hay en mí se revela. Y en este punto, lo hace
apoyándose en otra lección aprendida: la seguridad jurídica. ¿Por qué este
proceso permite que todos los principios fundamentales del Derecho Penal se
vulneren? Justo éste. Ni el asesinato, ni la violación, ni el homicidio, ni la
explotación sexual. Hay una lista enorme de delitos que, sintiéndolo en el alma
por aquellas mujeres que de verdad son víctimas de delitos de violencia de
género, me parecen bastante más graves. Porque, usando la fría lógica, el que
maltrata de cualquier forma a la mujer con la que mantiene una relación, lo
hará sólo con ella. En número considerable de casos, tendrá dos o tres víctimas
más a lo sumo. Pero lo normal en este tipo de delincuentes es que no tengan un
número alto de víctimas. Pero el que viola, el que asesina, el que explota
sexualmente a personas, no es delincuente de una víctima, ni de tres, ni de
cinco. La regla general es que tendrá una larga lista de víctimas, tan larga
como su vida o como su tiempo en libertad, dependiendo de lo que termine antes.
Viven para eso, ese es el gran objetivo de sus vidas. Los agresores de género,
normalmente, se ceban en una sola víctima, que les ha permitido tener ese poder
sobre ellas. Y por eso, si se revela, si tardíamente muestra resistencia,
intenta acabar con su vida. Entonces, y sólo entonces, busca una nueva persona
con la que desempeñar el rol dominador que le hace sentirse quien es.
Esto no quiere decir, de ninguna manera, que los sujetos que maltratan a
mujeres me parezcan menos delincuentes que los otros. Todos, del primero al
último, forman parte de lo más despreciable del planeta. Pero, en mi particular
barómetro, no son lo más despreciable. Por eso, no entiendo que se quiebren
principios tan importantes para este caso concreto y no, por ejemplo, para los
casos de abusos de menores. Desde mi punto de vista, no hay nada más atroz que
abusar sexualmente de un niño. La sola idea de que una criatura inocente y
sensible sea marcada de por vida por semejante humillación y atropello me
revuelve el estómago. En este caso, la fría lógica a la que recurría antes se
me nubla, y sólo me da, con mucho esfuerzo, para buscar todos los resquicios
legales que me permitan aplastar a semejante monstruo bajo el contundente peso
de la ley. Peso que, si se permite, aplasta sin remedio. Sólo en caso de que no
sucediera así, renegaría de todo principio legal y moral para ajusticiar a
estos monstruos de la única manera que se merecen: con una carencia absoluta de
piedad.
Pero la realidad es que una mujer presuntamente maltratada está más
protegida que un menor del que se ha abusado con certeza. Y esto me molesta
profundamente. No ya como jurista, sino como mujer. Podría dar muchas razones,
muchas, pero me contentaré con ilustrarlo con un ejemplo real, que puede ser
contrastado por cualquiera que tenga amigos o parientes que sea funcionarios en
un juzgado de ámbito penal. En los procesos de abusos de menores, sobre todo
por debajo de los diez años, jamás, y lo digo con contundencia porque es así,
se verá a un menor fingir sus daños. Ni siquiera se retractará de sus heridas.
Las mostrará una a una, gracias al trabajo de expertos, que se las tendrán que
arrancar de las fuertes garras del dolor y la vergüenza más profundos. De la
otra parte, es muy frecuente ver a mujeres en Juzgados de Violencia sobre la Mujer , que lloran
desconsoladas retractándose de su denuncia porque, palabras textuales, “no
quieren que les pase nada a su pareja”. En mi corta vida, no he presenciado
nunca nada más humillante como mujer, que estas escenas. Mujeres que,
reconociendo que son maltratadas, después de dar el valeroso paso de tomar las
riendas de su integridad física y moral, se niegan a continuar con la
acusación. Y, como su palabra es ley, nada pueden hacer los fiscales si no
están dispuestas a ratificarlas en sede judicial. El asunto se archiva, el
sujeto sale del calabozo y aquí no ha pasado nada. Pero sí que pasa. Muchas
veces no a ellas, pero dentro de este mundo, este paso atrás tiene
consecuencias mortales para otras mujeres. Mujeres valientes que no se
retractan, que defienden su libertad como personas y aprietan los dientes en la
cara del miedo. Mujeres que, debido al aluvión de denuncias, no cuentan con una
protección efectiva, porque no hay para todas. Ni siquiera en tiempos de
bonanza se podrían satisfacer las demandas de protección de este tipo. Y, por
desgracia, la cobardía y negligencia de otras mujeres, les cuesta su vida.
Por eso, por todas ellas, me indigna tanto la polémica de la ley de
violencia de género, que, puestos a hablar con propiedad, se llama “Ley de
Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género”. Un nombre que no se usa
completo, y se hace bien, porque esas medidas de protección que tan bien quedan
en el título, son escasas, ineficientes y ridículas en la vida real. ¿Quieren
que sean eficientes? Sancionen a la mujer que se retracta de la denuncia
realizada. Ya está bien de complacer a las asociaciones de mujeres, que sólo se
encargan de lavar cerebros para que estén tan vacíos como los suyos con
propaganda feminista hueca e inservible. Las denuncias falsas en todos los
demás delitos son castigadas. Éste no debe ser diferente. De esta manera,
ahorremos trabajo a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, que podrán
tener más efectivos dedicados a para
proteger a quien realmente lo necesita. También irán mucho más rápidos los
Juzgados de Violencia de Género, que no tendrán que dedicarse a tramitar
expedientes destinados a archivarse, y podrán sacar adelante los expedientes
con razón de ser. Puestos a reformar, vuelvo a incidir en que no es el proceso más
adecuado para pisotear los principios fundamentales del Derecho Penal. Un
ajuste de los mismos, vale, pero su anulación no procede. Y, por último, como
soñar es gratis, sería de justicia que se incluyeran los casos de violencia
homosexual. Porque digo yo que si el fundamento es la violencia entre parejas,
será lo mismo si se produce entre mujer y hombre, entre hombres, o entre
mujeres. Si el objetivo es luchar contra un tipo de violencia que pone a uno de
los sujetos en una situación de indefensión especial por la relación que tiene
con su agresor, apliquémoslo sin excepciones. De lo contrario, caemos en la
conducta fácil de hacer lo que quieren las masas y no lo que es justo.
A modo de cierre de esta entrada, sin que sirva de precedente y debido al
delicado tema que he abordado en la misma, no quiero zanjarlo sin hacer ciertas
puntualizaciones:
1.- Las víctimas reales de violencia de género tienen todo mi respeto y
apoyo en la difícil situación que les ha tocado vivir.
2.- Que el delito de violencia de género no sea el más grave de todos los
que existen es mi criterio personal. Hay que partir de que las penas y medidas
que se imponen en Derecho se establecen en base a un peculiar ranking de
gravedad de los delitos y, por tanto, sólo he expresado mi opinión en este
aspecto conjugando fundamentos jurídicos con otros puramente subjetivos.
3.- La anterior afirmación no conlleva en absoluto que dicho delito no me
parezca grave. Lo es, como todas aquellas conductas que están tipificadas como
tal, y por eso merece una protección eficaz dentro de los parámetros acordes
con su naturaleza.
4.- Mi postura en contra de la pasividad hacia ciertas asociaciones de
víctimas de este tipo de violencia no es extrapolable a todas. Es cuestión de
cada uno hacer examen de conciencia. Yo me he limitado a señalar mi sorpresa
sobre el nulo partido que, a mi juicio, se ha sacado en este tema a unas
declaraciones que ponían en primera plana un tema que debería ser en todo
momento su motor de funcionamiento.
5.- Las críticas hacia la Ley
de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género han
sido realizadas conjugando los conocimientos jurídicos, la experiencia
profesional en este tipo de procesos y la lógica opinión subjetiva que emana de
todo ello.
6.- La anterior manifestación no quiere decir que sean las reformas más
adecuadas ni las más eficaces. Son, desde mi punto de vista, un mejor punto de
partida que el actual para atajar este problema, pero nada más.
7.- En todo momento, parto de que mi verdad no es la verdad absoluta,
pero también de que ciertas verdades se aproximan a ésta más que otras. Por
tanto, tiene tanta cabida en este mundo y exige el mismo respeto que las demás.
Aquel que no esté de acuerdo tiene la opción de ejercer su derecho a la
libertad de expresión en su propio espacio.
domingo, 3 de marzo de 2013
¿Fácil?
Soy madridista desde que tengo uso de razón. Puede que lo fuera incluso
mucho antes de eso. Siendo sincera, el medio lo favorecía: casi toda mi familia
lo es. Así que crecí viendo partidos del equipo blanco a mansalva, celebrando
las victorias y lamentando las derrotas como si fueran conquistas y fracasos
propios. No obstante, y a pesar del ascendiente que pudiera tener este hecho en
su momento, no creo que fuera determinante. No sería la primera que desafía
futbolísticamente a su clan, jurándole amor eterno a otro club. Por supuesto,
jamás al eterno rival. Mi osadía jamás se ha traducido en estupidez, o al
menos, no hasta ese punto.
Durante todos estos años de madridismo confeso, he tenido que escuchar
cierta frase manida que, pronunciada en tono acusatorio por vocecillas
chillonas y resentidas, dice tal que así: “claro, tú eres del Madrid porque es
fácil”. No le pongo el “Real”, porque nadie cuestiona lo difícil que es ser
colchonero, o que era hasta hace bien poco. En años más jóvenes, dicha
afirmación pretendía hacerte sentir como la pecadora más ignominiosa de la faz
de la Tierra. Y
yo, como joven y tierna cría de león, me veía en medio de una manada de ñus,
calibrando el alcance de la sentencia. Pasarse a otro equipo no era una opción
viable: la muerte antes que la deserción. Tampoco era seductora la idea de
renegar del fútbol: lealtad a las buenas pasiones. Sólo quedaba una opción
honorable en aquellos tiempos: “Porque tú lo digas”. Media vuelta, la mañana de
ñus desconcertada por no haber hecho mella y camino a la sabana con la dignidad
intacta.
No obstante, la madurez (o eso quiero creer), me ha hecho reflexionar
seriamente ante esa frase. Porque otra cosa no, pero como a ciertos grupos les
de por pronunciar sentencias, te la repiten hoy igual que ayer, y a tus hijos
mañana, hasta el fin de los tiempos, amén. Hasta que un día, un ñu disfrazado
(persona que dice que es mas simpatizante de tu equipo que del rival, pero que
lo ataca sin piedad como si le fuera la vida en ello), me soltó la dichosa
frase. Y claro, por mucho que una no quiera caer en el ciego fanatismo que
tanto critica, a veces el vaso está lleno y empieza a caer el agua en el
momento más inapropiado. Así que, ni corta ni perezosa, y por las miradas que
me echaban los de alrededor, cual dragón escupiendo fuego, le solté de manera
tan sosegada como cortante, lo que pensaba desde hace bastante tiempo:
“¿Ser del Real Madrid es fácil? ¡Claro! Ser el blanco de todas las
críticas es algo fácil de llevar. Que lo único que tengan en común los aficionados
de otros equipos, entrenadores, jugadores, árbitros, simpatizantes del fútbol o
detractores sea no perder oportunidad para comentar de manera denigrante y
despectiva hasta el más mínimo de los fallos de tu equipo es muy gratificante.
¿Sabes que más lo es? Que la prensa se invente constantemente rumores
sobre nuestro vestuario: que si nuestro entrenador no mete en cintura al
vestuario, que si el vestuario no tiene motivación ninguna, que si el mejor
jugador que tenemos ha recibido tal o cual oferta y sea casi seguro que se va,
etc.
Otra cosa que también me hace muy llevadero ser de mi equipo, es que
jugadores mundialmente reconocidos, pasen a ser la basura de la profesión
cuando visten de blanco: de héroe a cero. No importan los goles que metan, los
pases que den, lo bien que se lleven con los demás o lo mucho que se esfuercen:
son la escoria que hay que erradicar.
También me resulta muy fácil de tragar que, contra ciertos equipos, todo
valga. Se reescribe el reglamente para que la falta, si es a un jugador del
Real Madrid, no sea falta. Mera amonestación verbal, carita de penitente
arrepentido del contrario, y a coserte el miembro amputado de la patada, que
esto es un juego de hombres, no de niños pequeños.
Otro detalle que me produce gran placer es que si mi equipo se enfrenta
contra el que sea, nacional o extranjero, el resto del mundo, sea del equipo
que sea, esté contra ese rival. Y no hablo del eterno rival, no, que de ese me
espero que me pague con la misma moneda que yo le doy gustosa. Hablo de otros
equipos, más mediocres aún, que por no tener el placer de mojarnos la oreja,
rezan fervientemente para que lo haga otro.
La próxima vez que tengas la arrogancia de decirme esa frase, que sea con
la camiseta de tu equipo, el día después de perder un partido importante.
Entonces, a lo mejor, te concedo la gracia de escucharte, ya que el placer de
darte la razón es algo que no está en mis manos concederte, que yo seré muchas
cosas, pero mentirosa, jamás.”
Después de eso, lógicamente, sólo habló de fútbol en mi presencia en
corrillos de gente, y sin osar traspasar nunca más las reglas de la diplomacia.
Sabía bien lo que se jugaba en caso de hacerlo.
Esta semana, mi equipo me ha demostrado que, aunque siguen siendo tan
válidas ahora como entonces todas esas razones, se quedan en nada ante la
evidencia: ser del Real Madrid es fácil. Si hace seis días se hubiera hecho una
encuesta entre los aficionados, no me habría extrañado que muchos de ellos
firmaran por empatar los dos clásicos, o uno, cuanto menos. Dejamos la Liga , que la tenemos perdida,
y nos aferramos con uñas y dientes a la
Copa del Rey, que la tenemos más cerquita en cuanto a número
de partidos. De Champions mejor no hablar, porque después del vapuleo de la
semana por el eterno rival, a ver cómo carajo se rehacen para dar la cara en
Old Traford. Nadie nada un duro por nosotros, ni siquiera mucho de nosotros.
Bueno, casi nadie. Porque Mou y sus chicos han dado un golpe encima de la mesa.
¿Qué nadie apuesta a nuestro favor? ¡Y qué! Nosotros lo apostamos todo: ganar o
morir. ¡Y vaya si han ganado! Los dos partidos. Que si bien con la goleada de
Copa ya habían devuelto la esperanza a una afición que dudaba, con el golpe en
Liga han recuperado la imagen de lo que fuimos: el equipo que, no jugándose
nada, vende caro el honor, que es lo más sagrado que tiene.
El Real Madrid no sólo ha ganado en el campo del eterno rival,
eliminándolo de la competición que, digan lo que digan, deseaban tener. En
nuestra casa, no nos han arañado ni un punto esta temporada. Nuestro Coliseo ha
quedado inmaculado, como siempre debió estar, con un Madrid que vence y
convence, y un Barcelona que se busca pero no se encuentra. O que no dejan que
se encuentre, que para el caso, es lo mismo. Se han peleado balones como si
fueran granadas, y había que sudar cada metro de campo contrario, porque aquí
se cedía antes el aliento que el espacio. En estos partidos no había titulares
y suplentes, sólo había personas creyendo en un mismo sueño: la victoria. Y ese
sueño se ha hecho realidad.
Pero que no se equivoque el lector: no es éste un canto a la victoria. No
hemos ganado la Copa ,
la Liga sigue
estando lejos, y la
Champions está por decidir. Lo que yo ensalzo hoy, lo que
ensalzaré siempre, es el esfuerzo. En todos los sentidos. Esfuerzo mental para
no amilanarse, para crear un muro impenetrable al desaliento y mantener viva la
fe en las posibilidades del equipo. Esfuerzo físico aguantando las embestidas
del rival, las carreras, los minutos lentos del reloj. Han rescatado la imagen
de oro: la del equipo que hace que parezca fácil, lo que a todos les resulta
difícil.
Por eso, creo que ya es hora de que usemos la manida frase a nuestro
favor. Ser del Real Madrid es fácil. ¿No es fácil enamorarse del buen fútbol?
¿No es fácil enamorarse de la belleza técnica? ¿No es fácil enamorarse de la
entrega y el tesón? ¿No es fácil enamorarse del que no da nada por perdido, del
que cree en sí mismo aunque nadie crea en él, del que se mantiene en pie hasta
el final? ¿No es fácil enamorarse del que enarbola como bandera el honor y la
dignidad? Sí, mi familia me indicó su opción futbolística, pero que mi corazón
sea merengue desde su primer latido hasta el último, sin duda, fue mérito del
Real Madrid. Y os diré una cosa: conseguirlo les fue fácil.
domingo, 17 de febrero de 2013
San Valentín
Llevo toda la semana reflexionando sobre el día de San Valentín. Sobre
cómo pudo comenzar, que sentido tuvo en su momento, que significado pretenden
que tenga ahora y qué significa para mí. Investigando sobre el tema, he llegado
a la conclusión de que hay dos teorías mayoritarias acerca del origen de esta
fecha.
La primera de estas teorías afirma que nació en honor de un romano,
llamado Valentín, que se convirtió al cristianismo. No podemos afirmar mucho
sobre él, aunque con toda seguridad era un hombre consecuente con sus
decisiones, pues se dedicó a sacar a los cristianos de las cárceles romanas.
Cuando finalmente le descubrieron, se negó a renunciar a su fé, por lo que fue
ajusticiado el 14 de febrero del año 269 Después de Cristo.
La segunda teoría, bastante más extendida, afirma que esta fecha se debe
a Valentín, un cura que servía en un templo en la época de Claudio III. Cuando
éste decidió reclutar a todos los hombres jóvenes para el ejército,
prohibiéndoles contraer matrimonio, Valentín hizo caso omiso del Decreto,
oficiando matrimonios en secreto. Una vez descubierto, fue encarcelado por
haber desafiado al emperador. Antes de morir, dejó una carta de amor a la hija
del carcelero, poniendo en ella como rúbrica “de tu Valentín”.
Finalmente, en el año 496 Después de Cristo, el Papa Gelasio decidió que
se honraría a San Valentín cada catorce de febrero. Y así se ha venido haciendo
hasta ahora. Cada año, ese mismo día, se celebra el amor. Pero, ¿qué amor? La
televisión, la radio, la publicidad de las tiendas y centros comerciales, hasta
las conversaciones que surgen a mi alrededor, no dudan en señalar que el
elegido es el amor de pareja. Ese, y no otro, es el amor por excelencia, y ello
a pesar de que las teorías de su nacimiento deriven todos de un amor general,
superior al de una sola persona por otra. Ahí debemos encontrar todos a nuestra
media naranja. Y ya esta. Los demás tipos de amor, si bien son tan necesarios
como ese, quedan relegados a un segundo plano. Si los tienes todos, menos una
pareja, el día de San Valentín no tienes nada, y el mundo parece compadecerte
por ello.
Durante mucho tiempo, yo también lo creí. Seguí a la masa sin plantearme
qué significaba para mí el gran amor, el amor con mayúsculas, la media naranja.
Acepté que ser feliz plenamente pasaba por encontrarlo, y que debía de ser uno
más de los objetivos vitales de mi vida. Pero, curiosamente, nunca me esforcé
por cumplirlo. Me faltaba esa sensación de vacío, ese sentimiento de carencia
que te impulsa a buscar lo que te completa o, más bien, a quien te completa. Nunca he conseguido
conformarme con algo que no me satisface del todo, así que conformarme con
alguien se ha presentado siempre como un objetivo imposible. Y no es que yo sea
una persona carente de defectos. Los tengo, y a montones. Simplemente, no estoy
cómoda con la idea de que alguien se quede conmigo porque no encuentre algo
mejor, y por tanto, no me parece justo pagarle a nadie con esa moneda. Tampoco
me veo capaz de soportar a alguien sólo por no estar sola. A veces, la soledad
es una bendición si la contraposición es determinadas compañías.
Estuve dándole vueltas una y otra vez, preguntándome cual de los
numerosos tornillos que me faltan sería el culpable de esto. Y, sin querer, me
dí cuenta de que quizás nunca me haya sentido incompleta en el sentido literal
de la palabra, pero sí hubo un tiempo muy lejano, tan lejano que apenas guardo
recuerdos de él, en el que había algo que yo deseaba con todo mi corazón, algo
que inconscientemente sabía que necesitaba para ser totalmente feliz.
Afortunadamente, me hicieron ese regalo cuando tenía ocho años. Un regalo que
adoptó la forma de bebé de cabellos rubios y ojos marrones. No he tenido hijos,
así que no puedo saber con certeza como de fuerte e instantáneo es ese amor,
pero de lo que no me cabe la menor duda es que yo experimenté algo muy parecido
la primera vez que la vi. Es asombroso como se puede querer tanto a alguien a
quien acabas de conocer. Alguien que no sabe todavía tu nombre, ni que
parentesco tienes con ella, ni que te sacará de quicio que te haga.
Ahora que miro hacia atrás lo veo tan claro, que me parece absurdo no
haberme percatado desde el primer instante. Lo único que se me ocurre es que,
quizás, algunos sentimientos sean tan abrumadores que nos haga falta un poco de
tiempo para ser conscientes de su plenitud. De lo que no me cabe duda, y quizás
siempre lo he sabido, es que yo conocí a mi media naranja aquel día. Si existe
el alma gemela, si existe la persona que te completa, ella es la mía. Pero no
me completa en el sentido vulgar que le damos a la palabra. No elimina mis
defectos. La quiero demasiado como para poner sobre su frágil espalda un peso
que me corresponde sólo a mí. Hace por mí algo mucho mejor: cuando está cerca,
mis virtudes brillan tanto, que mis defectos se ven menos. Jamás he sido tan
fuerte como cuando ella me ha necesitado. Ni tan despiadada como cuando la han
herido. Ni tan intransigente como cuando la quiero proteger. Me sorprende que
mucha gente pase por su lado sin darse cuenta de que, con bastante
probabilidad, estén cerca de la mejor persona que pueda existir. Porque, seamos
francos, hay muchas personas que brillan, pero muy pocas que hagan que su
brillo motive a los demás. Ella inspira a ser mejor. Es la amiga más leal y
divertida, pero también la enemiga más digna y valiente.
He tenido el privilegio de compartir casa con ella durante muchos años, y
espero que todavía me queden algunos más. Inevitablemente, un día se irá a su
propia casa, y yo tendré que aprender a vivir de otra forma. Aún así, nunca
será como esos años vacíos en mi memoria, de la misma manera que yo tampoco
seré igual que la persona que no la conocía. La vida es cambio constante,
adaptación, mejora, progreso y, por qué callarlo, retroceso. No obstante, habrá
algo que permanecerá tan inalterable como desde que llegó a mi vida: ella, para
mí, es y será siempre el amor en mayúsculas.
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