Llevo varias semanas dándole vueltas a un tema, sin querer escribir sobre él. No es que no me interese lo suficiente, todo lo contrario: me interesa en demasía. Y por eso, intentando calmar mis ánimos y no usar palabras duras en exceso, lo he ido retrasando todo lo posible. No obstante, tarde o temprano, llega la proverbial gota que colma el vaso, y como el agua ha de derramarse en alguna parte, mejor que lo haga sobre papel.
Nunca he sentido especial simpatía por los abogados penalistas. Creo que en la gran mayoría, y por desgracia sé de qué hablo, tienen la fama que se merecen. Tampoco el Derecho Penal ha sido mi rama favorita. En parte, porque siempre he tenido la extraña certeza de que se preocupa más por el delincuente que por la víctima. Sin embargo, y a pesar de todo lo anterior o debido a ello, vete a saber, siempre he sentido un especial respeto por los jueces y magistrados de la jurisdicción penal. Quizás porque ellos son el último reducto donde el Derecho tiene la oportunidad de ser lo que debe ser, y no lo nauseabundo que es, a veces. Hay ocasiones, lo comprendo, en que uno no tiene resquicio legal. Las leyes son productos humanos, y como tal, pueden estar bien o mal hechas. Cuando están bien hechas, es fácil: sólo tienes que aplicarlas conforme dicta tu conciencia. El problema surge cuando parece que las han hecho los coleguitas del Al Capone desde el talego. Ahí también tienes que lidiar con tu conciencia, pero para aplicarlas tal cual son, por mucho asco que te de.
Este ataque repentino hacia los penalistas, los legisladores de las leyes penales y los jueces que las aplican no es producto del azar, aunque hasta el momento lo parezca. Este ataque tiene un motivo muy concreto. Para que hasta ellos lo entiendan, lo voy a simplificar mediante la manida ley de acción-reacción. Acción: etarras que demandan ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por la aplicación de la doctrina Parot. Reacción: que la Audiencia Nacional sin saber la respuesta europea definitiva a este tema, se niegue a aplicar dicha doctrina y empiece a dejar en libertad a algunos etarras. Contra reacción: que yo me suba por las paredes por la cobardía de los jueces, la hipocresía de los terroristas y el cinismo de los penalistas que los defienden.
Hasta este punto, me he contenido, pero aviso que a partir del mismo me importa un pimiento a quien o cuanto ofenda. Visto que los demás hacen uso de su libertad de expresión para expresar sus nocivas e inmundas ideas, no veo motivo para que yo me coarte en la mía. Quien siga leyendo, que no me venga luego con réplicas ni sermones, que esto no es una tertulia. Si quisiera intercambiar opiniones, me sentaría a hablar. Pero como lo que quiero es desahogarme de tanto adoctrinamiento de algunos a través de las redes sociales y demás medios, me siento a escribir para expulsar mis demonios. Avisados quedáis.
Estoy hasta las mismísimas narices de que en este país se saque pecho por tener un sistema penal sin pena capital ni prisión permanente y basado en la reinserción del preso. Es más, si en un universo paralelo me cruzara con los listos a los que se les ocurrió la majadería de la reinserción como máxima, pondría en práctica más de una de esas curiosas e interactivas torturas que los chinos inventaron allá por la edad de piedra. Cada vez que un abogado penalista me suelta el rollo de que cuando un preso vuelve a delinquir, es el sistema el que le ha fallado, tengo que hacer un esfuerzo hercúleo para no estrangularlo con mis propias manos. Vamos a ver, señores, si un dulce e inocente joven un buen día decide, que sé yo, traficar con drogas, y lo mandan un ratito a que le de la sombra, pagándole mientras tanto el resto de los españoles honrados los estudios y cursos que quiera hacer desde allí, con su horita de patio y colegueo con los otros reclusos, su uso de la biblioteca, su gimnasio y demás, y llega el ansiado momento en que puede volver a ser libre, sale a la calle, llega a su casa, y se dice ¿qué hago ahora? y se responde “lo mismo que antes, pero con mas cuidado, no vaya a ser que me metan otra vez”, ¿es el puñetero sistema el que ha fallado? ¿Qué carajo quieren que haga el sistema? Porque les recuerdo que la lobotomía, más que ayudar, deja a los sujetos en estado vegetal en el mejor de los casos. Aunque, mirándolo desde ese punto de vista, me da a mí que es el único método de reinsertar a algunos, o más bien, de reimplantarlos, pero en una silla, y así al menos, si no van a hacer bien, que tampoco hagan mal.
En segundo año de carrera te explican ya una verdad desagradable del Derecho Penal: no sólo protege a la víctima, sino también al procesado. Cuando escuchas eso, además de revolverte el estómago, estás a un tris de que te de un infarto fulminante, pero te sosiegas, sigues escuchando y haces la pregunta crucial: ¿de qué protege al procesado? Y aquí llega la respuesta que, si bien no es del todo satisfactoria, al menos te deja un margen de tranquilidad: de un proceso sin las medidas legales pertinentes. ¡Ahm! ¡Ahora sí! No lo protegemos de lo que ha hecho, sino que utilizamos ciertas medidas para asegurarnos de que realmente es él quien lo ha hecho y establecemos como lo hizo con la mayor exactitud posible. Hasta aquí, no aparece por ninguna parte nada de reinserción. La susodicha entra en juego en el Derecho Penitenciario, que es el que aplicamos a los reclusos, es decir, a las personas condenadas por un delito que se encuentran en prisión. Aquí si van a entrar en juego una serie de circunstancias que favorecerán o perjudicarán al reo. Por tanto, a mi entender, y al de expertos en la materia, el proceso penal en puridad no está pensado para reinsertar al reo. Y si a alguien le cabe alguna duda, debería repasarse el artículo 100 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, donde se establece claramente que “de todo delito o falta nace acción penal para el castigo del culpable y puede nacer también acción civil para la restitución de la cosa, la reparación del daño y la indemnización de perjuicios causados por el hecho punible”.
Establecidas, por tanto, las diferencias entre uno y otro ámbito, salta a la vista la gran pifia del sistema penal. Y no, no es que le falle al delincuente porque no se reinserta. Es que no tiene en cuenta en absoluto la circunstancia de que el delincuente no quiera reinsertarse ni así le metan astillas encendidas debajo de las uñas. Porque ¿qué plan tiene el sistema para una persona que, sabiendo el mal que entraña su acción, no sólo no se arrepiente, sino que está tan orgullosa de la misma que la piensa repetir cuantas veces tenga oportunidad de hacerlo? La respuesta es sencilla: nada. El sistema no tiene plan b. Todo recluso debe ser reinsertado, quiera éste o no. Como idea está muy bien. Con todos reinsertados, nadie sería reincidente, ya que después del paso por la cárcel, no se volvería a delinquir. Pero esa no es la verdad. Es más, quienes hicieron el sistema sabían que no ocurriría eso. Si no, ¿por qué crear la figura de la reincidencia? No parece tener sentido en un mundo donde la mayoría se reinserta. Porque los que estamos dentro de este mundo sabemos con certeza que se legisla pensando en las mayorías de supuestos, no en los casos especiales. Al menos, no en leyes generales como lo son aquellas de las que estamos hablando. La dolorosa verdad es que quienes hicieron la ley originalmente y todos aquellos que la han reformado sin tocar este punto son unos sucios cobardes. Todos sabemos el revuelo que se arma al mencionar las palabras “prisión permanente” o “pena capital”. Las asociaciones a favor de los derechos humanos, así como casi todos los penalistas del mundo, se alzan en armas contra semejante iniquidad. ¡Por todos los cielos! ¿Quitarle la vida a un ser humano? ¿Dejarlo encerrado hasta su muerte? ¡Que disparate!
Pues señores, yo discrepo con todo mi ser, y no voy a cortarme al decirles porque. A mí, que se hable de los derechos humanos de una persona que, con la única excusa de tener ideas políticas diferentes a la víctima, no se ha cortado un pelo en matarla, me dan ganas de vomitar. No hablemos ya de los secuestros, torturas, amenazas y coacciones a fin de silenciar la tan querida libertad de expresión. Esa misma que debemos respetarles a ellos, así nos cueste la propia o la vida. Porque todos sabemos que las reglas del juego han sido durante muchos años, y yo todavía no las tengo todas conmigo de que no lo sigan siendo, callar o morir. Sin embargo, a estos despreciables espectros hay que tratarlos con toda la delicadeza del Derecho Penal, y aplicarles el máximo de beneficios penitenciarios que sea posible. Al fin y al cabo, han tenido un buen comportamiento, no han matado a nadie en la cárcel. Pues menuda porquería de cárcel sería aquella en la que se permitiera que los reclusos mataran a sus anchas. A mi entender, no es mérito del recluso, sino por una maldita vez, del sistema.
El colmo del asunto lo pone que los abogados de esta gentuza, es decir, los gentuza con título profesional, que para sacarse una licenciatura no miden tu categoría personal, que si no, más de la mitad estaría haciendo otra cosa, defiendan a estas pobres criaturas ante el Tribunal Europeo de Derechos Humanos porque se aplica una doctrina instaurada por nuestro Tribunal Supremo y refrendada por nuestro Tribunal Constitucional. Desde luego, coincido en algo con ellos: es un disparate aplicarles las rebajas a cada pena en concreto (en lugar de a la suma total de las penas, que es lo más beneficioso). Lo que estaría bien hecho es no aplicarles ninguna rebaja. Que se porten bien en la cárcel no es un mérito, es una obligación. Es más, redondeando el asunto, portarse bien fuera de la cárcel es la verdadera obligación. ¿Qué mierda de sistema es éste que premia a quien mata y no al que cumple las normas? Aunque más mierdas son los que aplican esto y lo defienden. Sí, utilizo la palabra correcta: mierdas. Puede que resulte soez, pero no hay otro epíteto que describa con mayor claridad y concisión al hatajo enfermizo de seres Infra humanos venidos directos desde el Averno más profundo de la inmoralidad.
También tenemos que tenerles en cuenta que hacen cursos y carreras. Eso sí, pagados por otros, que ellos no pagan ni la responsabilidad civil de los delitos que cometen. Y hablando de esto, ¿cómo puede alguien reinsertarse sin haber asumido las consecuencias de sus actos? Se niegan a declararse culpables, a pedir perdón a las víctimas y a sus familias, a pagar los daños que han provocado. Daños que no pueden ser pagados. Porque, mal queridos penalistas, ¿cómo se repara una muerte? ¿Es que acaso la reinserción del delincuente tiene la capacidad milagrosa de devolverle la vida al difunto? Porque si no la tiene, y la realidad es que no la tiene, esas acciones no tienen reparación posible. Me da vergüenza oír hablar a antiguos compañeros de profesión de la violación de los derechos humanos de los etarras, cuando están en la situación en la que están por violar el derecho fundamental que da cabida a los demás: la vida. Sin él, ¿cómo gozar de los demás? Los muertos no hablan, no pasean, no practican culto religioso alguno, no pueden ser detenidos, no tienen domicilio, etc. No lo hacen, pero lo han hecho, y a consecuencia de ello, han sido privados de la vida. Porque otra persona, basándose en parámetros arbitrarios y absurdos, decidió que no merecían vivir. No, no creo que alguien que viola tan tajante y contundentemente el más sagrado de los derechos humanos tenga una pizca de credibilidad defendiendo los suyos.
Para la Audiencia Nacional, sin embargo, sí importa. Pesan más los derechos de los verdugos que los de aquellos que no pueden defenderse. Temerosos ante la posible respuesta negativa del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, deciden no aplicar la doctrina Parot. Total, los muertos ya no están aquí, así que ocupémonos de los vivos. Pues si realmente les preocupamos los vivos, los que cumplimos las normas sin esperar premios ni recompensas, sino porque debemos hacerlo, no sean cobardes. Tienen en sus manos el poder de cambiar las cosas. Si la pena capital es algo innegociable, luchemos por la prisión permanente. Aunque sea revisable, como en Francia. Así será legítimo no dejar salir a nadie que no esté realmente reinsertado. La verdad, van a salir bien pocos, así que no me extrañaría que el Gobierno, el de ahora, el de antes, el que venga después, no quiera proponerla por el gasto presupuestario que supondría. No es inhumano tener encerrado a alguien que no es capaz de convivir con el resto sin matarlos a la primera molestia que surja. Lo inhumano es dejarlo salir para que derrame más sangre y provoque más dolor.
Soplan últimamente vientos de cambio. Se habla de introducir la prisión permanente revisable en la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. Yo no las tengo todas conmigo. Aunque salga adelante con este Gobierno, no sé cuanto va a tardar el siguiente en dar un paso atrás de nuevo. Un paso atrás potenciado por las asquerosas ratas que defienden a los que derraman sangre, que clamarán al cielo, girando sin cesar alrededor de los que tienen el poder de cambiar las cosas, como chacales de cacería. Y como las hienas, los que ostentan el poder cederán esto a cambio de obtener otras ventajas. Me da tanta rabia como pena, porque yo realmente adoro el Derecho. Y en el fondo, aún creo en el sistema. Sé que tiene muchos fallos, pero también tiene muchos aciertos, y de nosotros depende perfeccionarlo para que cada día ser acerque más a lo que debe ser. Es un camino difícil, no obstante, y prácticamente vetado para el ciudadano de a pie. No queda más salida que escalar hasta una posición en la que mi voz cuente. Un proyecto ambicioso, sin duda, pero no me cabe la menor duda de que seré alentada a cada paso con las acciones y declaraciones de esos deshechos humanos llamados penalistas. Dense prisa, señores, en hacer lo que tengan que hacer, porque ya está marcado su último día en el calendario. Yo, a diferencia de ustedes, no cederé mi voz a hienas y chacales. Yo pagaré mi deuda de sangre, y así los muertos, aún sin poder recobrar la vida, volverán a hablar y serán escuchados.
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