lunes, 4 de noviembre de 2013

Nala

Hoy hace diez años que la perdí. Y entonces la idea de la muerte pasó de ser un concepto abstracto y lejano a un hecho real y cierto que se desarrollaba ante mis propios ojos. Casi me parecía verla inclinada sobre ella, preparada para llevársela en cuanto su cuerpo no resistiera más, como si no hubiera nadie más que ellas dos en esa habitación aquella tarde. Pero yo también estaba allí. ¿Dónde iba a estar? Cuando alguien que ocupa tu corazón se te escapa de las manos, no queda nada más que hacer que estar ahí. Así que eso hice toda la tarde. Sentarme en el suelo a su lado, escuchando sus maullidos de dolor, acariciándola a ratos cuando ya no quedaban palabras de ánimo que darle, esperando que mi madre llegase para terminar con su sufrimiento. Cuando por fin llegó, cerca de las ocho, sólo quedó tiempo para que se miraran una última vez. Ella la había estado esperando. No podía irse sin despedirse de todos sus seres queridos. Así era Nala.

Mi gata, porque de ella es de quien estoy hablando, nunca fue un animal corriente. Desde fuera no podías percibir nada extraordinario. Era como todas las demás gatas tricolor del mundo: pelaje donde se mezclaba el marrón, el blanco y el negro cubriéndole toda la espalda y las patas, ojos verdes, nariz rosa y bigotes. Estéticamente, era preciosa. Por supuesto, tenía esa elegancia natural que caracteriza a todos los felinos, ese saber estar, esa dignidad sosegada que todos querríamos tener. Pero nada de eso está fuera de lo común. Había que acercarse más para apreciar lo especial que era. Mi gata era tan dulce como sólo ella podía serlo. Tanto, que la llamábamos el gato-perro. Aunaba en un solo cuerpo lo mejor de las dos especies. No importaba donde estuviera un segundo antes de que metieras la llave en la cerradura: la encontrabas allí saludándote en cuanto abrías la puerta. Le gustaba que la llamaran por su nombre, pero también entendía todos los apelativos cariñosos que le decíamos sólo a ella. Jamás he podido volver a llamar bolita a ningún animal. Si le pedías que viniera, no sólo se acercaba gustosa, sino que te colmaba de mimos. Su pasión era dormirse la siesta en el sofá con mi madre, o encima de mi hermana, o incluso encima de mis piernas si era una tarde ociosa. Fueron muchas horas de estudio las que compartí con ella: yo repitiendo lecciones como un loro, y ella observándome tranquila, recibiendo de cuando en cuando las caricias y los mimos de rigor. Sabía perfectamente cuando había llegado la hora de dormir, y venía detrás de mí al cuarto, esperaba a que me metiera en la cama, y entonces subía y se acomodaba contra mi pierna.

Era única. Más allá de las cosas que he descrito, había algo en ella que no se puede explicar. Algo que se sentía cuando ella estaba cerca de ti. Cuando estaba triste o había tenido un mal día, no se despegaba de mí hasta que me sentía mejor. Y no se cómo sabía cuando me sentía mal y cuando se me había pasado. Pero sé que lo sabía. A veces, incluso antes que yo. Así era ella: generosa, cariñosa, leal e inteligente. Podías ver en sus gatunos ojos lo bien que entendía lo que le querías decir. Y lo comprobabas porque hacía exactamente aquello que le habías pedido, ya fuera no pisar el suelo hasta que estuviera seco, irse a su cesta o ir a buscar a mi madre o a mi hermana. Lo mejor de todo para mí, era que me hacía feliz. Realmente feliz. Sólo que en ese momento no sabía que lo era. Al menos, no tan conscientemente como lo supe después. Esa me parece la mayor cualidad que se puede tener, porque es tan difícil encontrar a alguien que te haga feliz o ser alguien que hace feliz a los demás sin hipotecar la felicidad propia. Es algo extraordinario. Casi tanto como ella.

Aquella amarga tarde que tiene el dudoso honor de ser la peor de toda mi vida, lo que después de los meses pasados recientemente es un mérito, me tuve que despedir a marchas forzadas de todo eso. Fue el mayor esfuerzo que he hecho jamás, y no se si lo hice bien. Al principio, incluso me enfadé con ella por no recuperarse. Tenía desde pequeña un padecimiento en el riñón, y no era la primera vez que se ponía mal. Pero aquella vez fue diferente. Mi pobre Nala, que ni siquiera había cumplido seis años, estaba cansada de luchar. Y yo lo sabía. Se notaba en cada gesto. Así que sí, me enfadé. Porque no quería que me dejara, porque no entendía que pudiera hacer oídos sordos a mis súplicas de que luchara por vivir. Ella, que siempre me había dado todo lo que tenía, me negó lo único que ya no estaba a su alcance, y yo me enfadé por eso. Pero todos sabemos que cuando quieres de verdad a alguien, no puedes estar enfadado mientras sufre. El enfado se fue como vino, y sólo me quedó rezar. Para que mi madre llegase de una vez o para que ella se fuera y pudiera descansar. Recuerdo que llegó un momento en que el dolor de que se fuera fue menor que el de verla en ese estado. Y esa fue la victoria de la muerte sobre mí. Que pidiera por favor que se la llevara para que se acabara su dolor. Esa fue mi derrota. Pero mi Nala ganó. No porque se recuperase, porque llegados a cierto punto, eso no era posible. Sino porque se fue bajo sus propias condiciones, esperando hasta poder despedirse de todos sus seres queridos. Y eso, eso es una gran victoria.

Han pasado diez años, aunque a mí me parece que fue ayer. O más bien, que es hoy, que como cada cuatro de noviembre, me toca revivir aquella tarde nefasta. No es que los demás días del año no me acuerde de ella, sino que he aprendido a mantener mi herida bajo control. Por supuesto, hay días malos en los que dejo que la herida gane y el dolor campe a sus anchas. Pero procuro que no pase a menudo. Se que a Nala no le gustaría. El resto de los días, la herida se remueve un poco cuando me acuerdo de ella, pero no dejo que vaya más allá. Es lo que tienen este tipo de heridas: no te matan, pero tienes que aprender a convivir con ellas. Y vaya sí lo haces. ¿Qué podría hacer si no? ¿Olvidar que ella existió? Jamás. Sería la victoria final de la muerte y ya le he concedido en este tema más de lo que me gustaría, porque lo más cruel no es que se la llevó a ella, sino que después, con el paso del tiempo, me ha quitado su olor, su tacto y su voz del recuerdo. Supongo que no le pareció bastante condenarme a una vida sin ella, sino que también tuvo que quitarme todo lo posible de su existencia. No ha podido con mis recuerdos. Esos los pienso llevar conmigo hasta que vuelva a ver a Nala. Ahí no pienso hacer concesiones, no importa el precio que tenga que pagar. Por eso convivo con mi herida. Por eso la recuerdo cada día.

No me arrepiento de que Nala entrara en mi vida. Si ahora tuviera que elegir, sabiendo lo que viene, no haría nada diferente. Bueno, procuraría darle más abrazos y mimos de los que ya le di. Apreciaría mucho más el milagro de que existiera. Intentaría grabarme su olor y su tacto para que después, cuando no estuviera, tardaran más en arrancarme eso también. Pero son cosas que ya no puedo hacer con ella, así que procuro ponerla en práctica con los que vinieron después. Lo único que lamento fue haberme enfadado con ella aquella tarde, aunque sólo fueran unos minutos. Lamento que mi egoísmo venciera sobre mi amor. Durante muchos años, me he sentido mal por eso, por esa concesión a su muerte. Como si, aunque a la larga esté destinada a perder la guerra, ni siquiera me hubiera esforzado en ganar la batalla por uno de mis seres queridos. Hasta hace una semana. En Málaga, en la Iglesia de la Virgen de la Esperanza, uno de los laterales exteriores tiene imágenes de la Biblia. A mi me gusta especialmente uno, el último, el más cercano a la parte del altar, aunque esté por fuera. En él se representa la Asunción de la Virgen María, y debajo tiene escrita la frase: ¿Dónde está., muerte, tu victoria? Más allá de la imagen, esa frase es la que me remueve algo por dentro. Como si siempre me hubiera dicho algo más que lo literal, que es que en ese caso único, la muerte perdió. Como decía, hace justo una semana estaba pensando en el día de hoy, en que se volvía a acercar y ya iban diez. Y esa imagen y sus palabras aparecieron en mi cabeza, y por fin, lo entendí. No sólo no la he olvidado, aferrándome a todos los recuerdos posibles para que ella siempre esté conmigo, sino que abrí mi corazón a otro animal. A pesar de que sabía que no podía durar siempre y de que acabaría con otra herida con la que convivir, elegí hacerlo. Elegí el amor, con lo que al final, elegí la vida. Esa es la victoria sobre la muerte que está al alcance de todos, y yo, a pesar de todo el dolor que conlleva, y precisamente en un día como hoy, creo que es una victoria que siempre merecerá todas las penas.

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