Anmol era un niño indio de siete años normal y corriente. Bueno, todo lo normal que se puede llegar a ser practicando una religión minoritaria como es el cristianismo en la India. Iba al colegio, jugaba con sus amigos y asistía a la escuela dominical en una Iglesia cercana a su casa. Supongo que tendría sus sueños y deseos, como todo niño. Esos que a veces olvidamos atesorar, pero que son el germen de aquellos que vendrán después y darán fuerza a los proyectos reales que emprendemos en la madurez. Tengo que suponer, porque nunca sabre lo que Anmol deseaba ni lo que hubiera hecho. Nunca sabré si habría conocido su nombre si no lo hubieran torturado y asesinado el 17 de noviembre de este año a la salida de su amada escuela dominical. Nunca sabre si habría causado un impacto en mi vida de no haber vencido al miedo. Porque hay una cosa que sí se de Anmol: tenía coraje.
Hay que tenerlo cuando tu familia está amenazada por practicar una religión en un país que, no sólo no cuenta con el apoyo de la mayoría, sino que esa misma mayoría no tolera y pretende aplastar. Hay que ser valiente para, con siete años, resistir las burlas y los insultos de niños y mayores por creer en algo diferente. Hay que tener una gran fe y una pureza de corazón especial para ser y decir que eres cristiano bajo pena de muerte. Y no de una muerte cualquiera. Aunque al pobre Anmol finalmente le quitaron la vida por ahogamiento en el lago donde, un día más tarde de su desaparición, se encontró el cuerpo que sus padres tuvieron que identificar, la autopsia reveló que fue sometido a múltiples torturas previas. Dedos rotos, cortes en el cuello, rostro quemado, orejas cortadas, ojos vacíos… Sus asesinos no se privaron de ningún sádico placer, exponiendo en el pequeño cuerpo de un niño de siete años todos sus absurdos argumentos.
Sí, Anmol tenía coraje, mucho más del que sus asesinos tendrán jamás, ni en esta vida ni en las venideras, adopten la forma que adopten. Pero, además, Anmol tenía otra gran cualidad: era honesto. Lo fue hasta el final. ¿Cómo podríamos definirlo de otra forma? ¿Cómo explicamos que un niño, amenazado de muerte, decida seguir asistiendo a la escuela dominical? Sólo hay una explicación satisfactoria, y es que ese pequeño niño creía en algo, y lo hacía con tal convencimiento, que disfrazarlo era como retractarse de ello, y hacerlo sería retractarse también de él mismo. Quizás por eso el destino le ofreció que su último acto de rebeldía ante la intolerancia fuera asistir a misa. Ante el odio y la amenaza, él decidió hacer un acto de amor. Amor hacia su religión, hacía Jesucristo, tal y como él los entendía.
Nadie sabrá que habría sido de Anmol, pero todos debemos entender que murió por ser una persona honesta. Persona, no niño, porque sus actos demuestran una madurez que va más allá de la edad. Y aunque eso no vaya a devolverle la vida, aunque no mitigue el dolor de sus familiares, también deberíamos sentir todos un poco de ese dolor. Deberíamos, porque estamos tan insensibilizados a todo lo que ocurre a nuestro alrededor, que hasta elegimos lo que merece ser contado. Elevamos unas desgracias por encima de otras, y silenciamos multitud de muertes sin sentido. Como han decidido hacer la gran mayoría de medios periodísticos con este caso. ¿Por qué? ¿Es que el asesinato brutal y despiadado de un niño no merece difusión? ¿No hay que airearlo para que todos podamos maldecir a sus asesinos y compadecer a sus familiares? ¿No significa nada la integridad de un niño? La respuesta evidente de la mayoría de los medios es que no. Y yo sólo encuentro dos razones.
1.- Los medios financiados por creencias religiosas diferentes al cristianismo no desean airear la noticia. No sería prudente si luego quieren que países con mayoría cristiano les den subvenciones, les elijan como destino para sus vacaciones o firmen tratados de colaboración. Han convertido en lícito matar por religión, pero no contarlo. En la época de la doble moral, todo vale siempre que el dinero siga fluyendo hacia las arcas que interesan y la población propia esté controlada bajo los parámetros adecuados.
2.- Los mal llamados medios laicos, o ateos, o el nombre que quieran darse, no creen que sea una noticia relevante. Al fin y al cabo, la Iglesia católica apostólica y romana también hizo la guerra santa. Un muerto más a un lado de su balanza no tiene peso ni importancia. Si fuera un niño judío, eso es otra cosa. Pobrecillos, con lo que sufrieron con el nazismo. O un niño islamista. Toda la vida discriminado, obligado a ganar dinero para mantener a su harén controladito y mal visto fuera de su país por practicar una religión no comprendida.
Ambas razones desembocan en una sola consecuencia lógica: ni todos somos iguales, ni una vida vale lo mismo que cualquier otra. Marcados por lo que otros hombres hicieron en nombre del cristiano, los cristianos actuales deben soportar sin rechistar todo aquello que les sobrevenga. Y no me quejo porque a mí sólo me toca aguantar las miradas por encima del hombro de progres intolerantes que me sueltan aquello de “la religión es el opio del pueblo”. Bueno, el dinero también lo es, y no veo a nadie renunciando al suyo para no ser su esclavo. Al menos, en este caso, y si lo queremos reducir a eso, yo he elegido mi esclavitud. Yo, voluntariamente, me he impuesto obedecer ciertas normas porque me ayudan en mi progreso personal. Creer que existe Jesús, que pronunció ciertas palabras, que en realidad jamás estoy sola y que Él siempre espera lo mejor de mí porque sabe que puedo darlo, me proporciona paz interior. La suficiente como para no ir dando guantazos a diestro y siniestro, como me gustaría hacer en muchas ocasiones, y eso por decirlo en plan ligero, porque a veces dan ganas de borrar de ciertas tablas eso de “no matarás” y limpiar el mundo de algunos indeseables, pero sin juicio justo ni inyección letal.
Hay lugares, no obstante, donde los peligros no son las malas miradas ni las palabras displicentes. Lugares como India, Corea del Norte, Sudán, el Congo (me niego a ponerle delante eso de “República Democrática”, que de democracia sólo tiene el nombre), Vietnam, China, Irán, Pakistán, y un largo etc. En esos países, tu vida y la prosperidad de tu familia depende de que creas en la religión que sea considerada correcta. No importa si no crees en ellas realmente, en esos países la apariencia pesa más que la creencia. Y así, se convierte en un acto revolucionario decir “soy cristiano”. Y los ateos cultos y refinados del resto de países donde la religión es una elección, devalúan la vida y la importancia de la muerte de los rebeldes extranjeros con la sucia excusa de lo que se hizo hace siglos. Como si sólo se libraran guerras por motivos religiosos. Y los creyentes cristianos de los países libres, lo permitimos.
El mes pasado leí un libro de una escritora maravillosa que contenía esta frase: “pero un hombre no puede hacer otra cosa que dar lo que tiene, siendo lo que es”. No soy columnista del New York Times, ni corresponsal de la BBC. No soy miembro del gobierno de ningún país. No me siento en los escaños de la oposición. No tengo programa de radio en ninguna cadena. Soy una persona normal, pero existo. Soy sólo una, pero soy, y por lo tanto, en mis manos está pronunciarme sobre este tema. Lo hago ahora por escrito y lo haré verbalmente siempre que surja la oportunidad. No voy a devolverle la vida a nadie. No eliminaré la opresión. Sencillamente, haré lo que creo que es justo, en lugar de cruzarme de brazos excusándome en que si no puedes cambiarlo todo, es mejor no cambiar nada. Como si los pequeños gestos no fueran el germen de los grandes cambios. Confiaré en que un día, muchos pequeños gestos como el mío pesen más que la intolerancia y los intereses económicos. Y cuando dude, cuando crea que no sirve de nada, recordaré a Anmol y a todos los que representa, a todos aquellos a los que les quitan la vida porque es la única manera de quitarles su fe, y volveré a ver con claridad que me he llevado la mejor parte, porque mi peso no es nada comparado con el suyo. Volveré a creer en que los pequeños gestos tienen el poder de cambiar el mundo, porque un gesto cotidiano de un niño indio de siete años cambió el mío.
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