Desde hace un tiempo, vengo observando que ciertas palabras empiezan a
rechinarme en los labios y los oídos. Palabras que antes significaban algo
hermoso, empiezan a transformarse en sombras siniestras de lo que antaño
fueron. Una de ellas es “humanidad”. Los medios se la adjudican a cualquier
persona que realice una buena acción, sin importar su origen o el calibre de su
hazaña, las ONGs nos animan durante el año a colaborar en causas
“humanitarias”. Incluso la RAE , entre sus variadas
acepciones, recoge la siguiente: “sensibilidad, compasión de las desgracias de
nuestros semejantes”. Sin importar donde acudas, el sentido de la palabra
humanidad siempre te ofrece connotaciones positivas.
Entonces, ¿por qué no me cuadra? ¿Qué me impide quedarme satisfecha? Porque
lo cierto es que, a pesar de todo lo anterior, me siento incómoda con esa
palabra, con el sentido que todos creen que tiene, y no consigo saber el motivo.
O más bien, no conseguía saberlo, hasta el pasado 9 de Diciembre, en que Juan
Carlos Izaguirre, alcalde de San Sebastián y miembro consagrado de Bildu, despejó
todas mis dudas. El señor Izaguirre realizó un homenaje a las “víctimas del
conflicto” arrojando flores al mar. Un gesto muy humano, sin duda. Como humanas
fueron sus posteriores palabras, en las que expresaba que dicho gesto era “en
memoria de todas las víctimas de la vulneración de los derechos humanos como
consecuencia del conflicto”. Llegados a este punto, podemos sumar las palabras
“víctima” y “conflicto” al malestar sentido por “humanidad”.Y si me apuran,
tampoco me gusta demasiado “vulneración de los derechos humanos”. Qué caramba,
la frase entera desentona y huele a podrido, la pongas como la pongas y sea
cual sea el tono en que se diga.
Y esto es así, por el mismo motivo por el que humanidad ha dejado se
significar lo que la RAE
defiende. El ser humano, ese dechado de virtudes, esa creación esplendorosa de
Dios antaño, en los tiempos actuales más parece obra del mismísimo Diablo. La
compasión brilla por su ausencia, la sensibilidad hace tiempo que padece el
síndrome de Asperger, no encontraríamos la vergüenza ni con mapa, y la dignidad
es sólo un ingrediente literario más de las leyendas del rey Arturo y sus
caballeros. ¿Cómo si no puedo explicarme que se toleren frases y gestos como los
del señor Izaguirre? Víctima, desde tiempos inmemoriales, es quien sufre de
otro una agresión ilegítima. Es decir, que te pongan un coche bomba por
expresar tus ideas. O que te encierren días y días en un zulo, torturándote,
para luego dejarte tirando en una zanja con un tiro en la nuca. O que te
asalten dos pistoleros en la calle, acribillándote a tiros a tí, a tu familia,
a tu guardaespaldas, y a San Pedro si se digna a bajar del cielo en ese
momento. Eso, señor Izaguirre, es una víctima. El que usa la pistola en todas
esas acciones, el que las planea, el que se regodea en ellas, el que se
enorgullece, es un verdugo, un ejecutor, un asesino y un cobarde, pero no es ni
será jamás una víctima.
Y ya que estamos dejando claro lo que significan las palabras, tampoco
conflicto es el término adecuado para la matanza que la banda terrorista a la
que tanto apoya su partido político ha llevado a cabo en nuestro país. Un
conflicto es una confrontación armada, al menos, en la acepción que usted
quiere expresar. Es decir, que cuando sus queridos pistoleros iban a pegarles
un tiro a las pobres víctimas, éstas hubieran respondido de la misma manera:
bala por bala. El término que expresa el horror y la sinrazón que nos han hecho
padecer es “masacre”, donde una parte se dedica a exterminar a la otra que,
indefensa, no puede defenderse con la misma eficacia mortal. Por último, me
queda “vulneración de los derechos humanos”. ¿Qué derechos humanos se les ha
negado? ¿El derecho a la vida, a la libertad, a la libre expresión en un estado
democrático y siguiendo las reglas del juego? ¡Ahm, no! Ya me acuerdo, que lo
que se les ha negado es convertir su territorio en ciudad sin ley, porque eso y
no otra cosa es lo que implica la independencia para ustedes. Claro, es lógico
que negándoles eso, no hayan tenido más remedio que sesgar vidas de manera
indiscriminada y sin remordimiento alguno. Todo por la causa, incluida la
dichosa humanidad.
Porque, seamos sinceros, eso es ahora “humanidad”. No es sentir compasión
por el mal ajeno, ni sensibilizarse con el dolor de otro. Es aplastar a quien
se ponga por delante para conseguir lo que quieres. Es cerrar los oídos ante
las lecciones de democracia que los terroristas nos lanzan desde sus escaños. Y
ya que estamos, cerrar los ojos para no ver que las instituciones del Estado le
dan la mano a aquello contra lo que juraron luchar. Es ningunear a las familias
de las víctimas, cediendo a las pretensiones de los verdugos en prisión. Ese, y
no otro, es el sentido que el ser humano le da a la palabra “humanidad”. Y a mí
no me parece justo, ni adecuado, ni correcto. Porque estoy poniendo al mismo
nivel al que murió por defender mi libertad y al que mató por aplastarla. Al
que le dio más importancia a las palabras y al que optó por silenciar a sangre
y fuego. Al que dio lo más valioso que tenía, su vida, en pro de la vida de
personas sin rostro, y al que no es capaz de dar nada.
No, señor Izaguirre, no. Usted es un ejemplo de que humanidad tiene
acepciones que jamás deberían existir. Porque usted es el ejemplo de lo que la
humanidad es ahora, en contraposición de lo que debería ser, de lo que fue un
día. Pero no se equivoque, porque ustedes no han ganado nada. Nada que no se
les pueda quitar, de la misma manera que ustedes arrebataron vidas. En un segundo,
con determinación y sin pestañear. Tenga por seguro que hay personas que no
creemos en sus palabras, en el sentido que quiere darles. Que no vamos a dejar
que nos lave el cerebro con flores secas por los muertos. Deje usted a los
muertos, y encárguese de los vivos. Entregue a sus queridos pistoleros, que
cumplan sus penas íntegras, que pidan perdón (por si les sirve a los familiares
de las víctimas), que entreguen todas sus armas y su dinero, y renuncie a su
cargo. Usted y todos los que son como usted. Esos que profesan la religión del
terror. Los que creen en la democracia del miedo. Los que piensan que las ideas
mueren con las personas.
Puede que las instituciones hayan olvidado, o más bien, que no quieran
recordar por miedo a volver a desatar la barbarie. Pero tenga por seguro una
cosa, señor Izaguirre: yo no voy a olvidar. Y como yo, hay muchas más personas.
Muchas más de las que ustedes son o serán jamás. Personas que contrajeron una
deuda de sangre cada vez que ustedes asesinaban, torturaban o aniquilaban a
quien osaba alzar la voz para defendernos a todos. Personas que, no lo olvide
nunca, un día no muy lejano pueden estar en las instituciones que ahora se
encuentran aletargadas. Y las despertarán, ya le digo yo que las despertarán. A
cañonazos si es necesario. Y entonces no me gustaría ser ustedes, porque no
habrá agujero en todo el planeta donde puedan esconderse.
No, señor Izaguirre, no. La paz que usted ofrece es la misma que la del
animal harto de comer que desea descansar. En cuanto vuelva a tener hambre, ¡ay
de las pobres y confiadas ovejas! En esas condiciones, no me sirve su paz, no
tiene ningún valor su palabra y no creo en su compromiso para con la sociedad.
El único compromiso sagrado para usted es el que tiene con sus queridos
pistoleros, esos a los que como perros de caza, da órdenes para que le traigan
a la presa conveniente. Pero yo sí tengo un compromiso sagrado. Uno que le debe
sonar, porque lo forjó usted a fuego sin mi consentimiento. Es el pacto que
usted jamás quiso hacer, y que, sin embargo, nació con fuerza titánica. Y ese compromiso me impide
hacer oídos sordos a sus continuas provocaciones, a su exaltación de los
verdugos de la masacre, a su intento retorcido de manipularme con palabras
donde ha cambiado usted el significado. Señor Izaguirre, no se equivoque
conmigo, ni con nadie. Es cierto que en esta parte no hemos aprendido a usar
pistolas, ni hemos planificado secuestros, ni hemos ejercido de torturadores.
Pero en lo que se refiere a las palabras, somos los maestros que usted jamás
llegará a ser. Porque las palabras no se dejan engañar por nadie, y usted no es
la excepción. Ellas saben que no cree en su fuerza, ni en su valor, que son
simple papel mojado en comparación con el sonido de un gatillo.
No obstante, yo sí creo en la fuerza de las palabras. Pregúntele a un preso la diferencia entre “culpable” e
“inocente” de boca de un juez, y verá si tienen fuerza. Pregúntele a un alumno
la diferencia entre “aprobado” y “suspenso”, y verá si tienen relevancia.
Pregúntele a un enfermo la diferencia entre “curado” y “terminal”, y verá si
tienen poder. Las palabras alzan o hunden a las personas y al mundo que las
rodea, y depende de quien las diga, el tamaño de ese mundo pasa de
insignificante a relevante mundialmente. Por eso, y tenga el convencimiento de
que yo lo digo sabiendo perfectamente lo que significa cada sílaba, quiero
manifestarle que no acepto su palabra de que el conflicto ha terminado y no
volverá a surgir. No aceptaré otra cosa que no sea la rendición sin condiciones,
el cumplimiento de las penas, la desaparición total y sin vuelta atrás de sus
queridos pistoleros, sus encubridores, sus financiadores, y todos aquellos que
lo apoyan. No acepto que me laven el cerebro y me pidan que haga borrón y
cuenta nueva. No acepto que retuerzan la palabra víctima para darle cabida a
los asesinos. No lo acepto. Usted provocó que contrajera una deuda que un día,
me obligaría a levantarme y decir no. Por eso, si bien ETA anunció hace más de
un año el abandono definitivo de las armas, yo le anunció hoy que jamás
renunciaré a las mías. No saldaré mi deuda hoy, ni mañana, ni pasado, pero
llegará el día en que la salde. Téngalo presente.
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