domingo, 30 de diciembre de 2012

Los verdugos de la masacre


Desde hace un tiempo, vengo observando que ciertas palabras empiezan a rechinarme en los labios y los oídos. Palabras que antes significaban algo hermoso, empiezan a transformarse en sombras siniestras de lo que antaño fueron. Una de ellas es “humanidad”. Los medios se la adjudican a cualquier persona que realice una buena acción, sin importar su origen o el calibre de su hazaña, las ONGs nos animan durante el año a colaborar en causas “humanitarias”.  Incluso la RAE, entre sus variadas acepciones, recoge la siguiente: “sensibilidad, compasión de las desgracias de nuestros semejantes”. Sin importar donde acudas, el sentido de la palabra humanidad siempre te ofrece connotaciones positivas.

 

Entonces, ¿por qué no me cuadra? ¿Qué me impide quedarme satisfecha? Porque lo cierto es que, a pesar de todo lo anterior, me siento incómoda con esa palabra, con el sentido que todos creen que tiene, y no consigo saber el motivo. O más bien, no conseguía saberlo, hasta el pasado 9 de Diciembre, en que Juan Carlos Izaguirre, alcalde de San Sebastián y miembro consagrado de Bildu, despejó todas mis dudas. El señor Izaguirre realizó un homenaje a las “víctimas del conflicto” arrojando flores al mar. Un gesto muy humano, sin duda. Como humanas fueron sus posteriores palabras, en las que expresaba que dicho gesto era “en memoria de todas las víctimas de la vulneración de los derechos humanos como consecuencia del conflicto”. Llegados a este punto, podemos sumar las palabras “víctima” y “conflicto” al malestar sentido por “humanidad”.Y si me apuran, tampoco me gusta demasiado “vulneración de los derechos humanos”. Qué caramba, la frase entera desentona y huele a podrido, la pongas como la pongas y sea cual sea el tono en que se diga.

 

Y esto es así, por el mismo motivo por el que humanidad ha dejado se significar lo que la RAE defiende. El ser humano, ese dechado de virtudes, esa creación esplendorosa de Dios antaño, en los tiempos actuales más parece obra del mismísimo Diablo. La compasión brilla por su ausencia, la sensibilidad hace tiempo que padece el síndrome de Asperger, no encontraríamos la vergüenza ni con mapa, y la dignidad es sólo un ingrediente literario más de las leyendas del rey Arturo y sus caballeros. ¿Cómo si no puedo explicarme que se toleren frases y gestos como los del señor Izaguirre? Víctima, desde tiempos inmemoriales, es quien sufre de otro una agresión ilegítima. Es decir, que te pongan un coche bomba por expresar tus ideas. O que te encierren días y días en un zulo, torturándote, para luego dejarte tirando en una zanja con un tiro en la nuca. O que te asalten dos pistoleros en la calle, acribillándote a tiros a tí, a tu familia, a tu guardaespaldas, y a San Pedro si se digna a bajar del cielo en ese momento. Eso, señor Izaguirre, es una víctima. El que usa la pistola en todas esas acciones, el que las planea, el que se regodea en ellas, el que se enorgullece, es un verdugo, un ejecutor, un asesino y un cobarde, pero no es ni será jamás una víctima.

 

Y ya que estamos dejando claro lo que significan las palabras, tampoco conflicto es el término adecuado para la matanza que la banda terrorista a la que tanto apoya su partido político ha llevado a cabo en nuestro país. Un conflicto es una confrontación armada, al menos, en la acepción que usted quiere expresar. Es decir, que cuando sus queridos pistoleros iban a pegarles un tiro a las pobres víctimas, éstas hubieran respondido de la misma manera: bala por bala. El término que expresa el horror y la sinrazón que nos han hecho padecer es “masacre”, donde una parte se dedica a exterminar a la otra que, indefensa, no puede defenderse con la misma eficacia mortal. Por último, me queda “vulneración de los derechos humanos”. ¿Qué derechos humanos se les ha negado? ¿El derecho a la vida, a la libertad, a la libre expresión en un estado democrático y siguiendo las reglas del juego? ¡Ahm, no! Ya me acuerdo, que lo que se les ha negado es convertir su territorio en ciudad sin ley, porque eso y no otra cosa es lo que implica la independencia para ustedes. Claro, es lógico que negándoles eso, no hayan tenido más remedio que sesgar vidas de manera indiscriminada y sin remordimiento alguno. Todo por la causa, incluida la dichosa humanidad.

 

Porque, seamos sinceros, eso es ahora “humanidad”. No es sentir compasión por el mal ajeno, ni sensibilizarse con el dolor de otro. Es aplastar a quien se ponga por delante para conseguir lo que quieres. Es cerrar los oídos ante las lecciones de democracia que los terroristas nos lanzan desde sus escaños. Y ya que estamos, cerrar los ojos para no ver que las instituciones del Estado le dan la mano a aquello contra lo que juraron luchar. Es ningunear a las familias de las víctimas, cediendo a las pretensiones de los verdugos en prisión. Ese, y no otro, es el sentido que el ser humano le da a la palabra “humanidad”. Y a mí no me parece justo, ni adecuado, ni correcto. Porque estoy poniendo al mismo nivel al que murió por defender mi libertad y al que mató por aplastarla. Al que le dio más importancia a las palabras y al que optó por silenciar a sangre y fuego. Al que dio lo más valioso que tenía, su vida, en pro de la vida de personas sin rostro, y al que no es capaz de dar nada.

No, señor Izaguirre, no. Usted es un ejemplo de que humanidad tiene acepciones que jamás deberían existir. Porque usted es el ejemplo de lo que la humanidad es ahora, en contraposición de lo que debería ser, de lo que fue un día. Pero no se equivoque, porque ustedes no han ganado nada. Nada que no se les pueda quitar, de la misma manera que ustedes arrebataron vidas. En un segundo, con determinación y sin pestañear. Tenga por seguro que hay personas que no creemos en sus palabras, en el sentido que quiere darles. Que no vamos a dejar que nos lave el cerebro con flores secas por los muertos. Deje usted a los muertos, y encárguese de los vivos. Entregue a sus queridos pistoleros, que cumplan sus penas íntegras, que pidan perdón (por si les sirve a los familiares de las víctimas), que entreguen todas sus armas y su dinero, y renuncie a su cargo. Usted y todos los que son como usted. Esos que profesan la religión del terror. Los que creen en la democracia del miedo. Los que piensan que las ideas mueren con las personas.

 

Puede que las instituciones hayan olvidado, o más bien, que no quieran recordar por miedo a volver a desatar la barbarie. Pero tenga por seguro una cosa, señor Izaguirre: yo no voy a olvidar. Y como yo, hay muchas más personas. Muchas más de las que ustedes son o serán jamás. Personas que contrajeron una deuda de sangre cada vez que ustedes asesinaban, torturaban o aniquilaban a quien osaba alzar la voz para defendernos a todos. Personas que, no lo olvide nunca, un día no muy lejano pueden estar en las instituciones que ahora se encuentran aletargadas. Y las despertarán, ya le digo yo que las despertarán. A cañonazos si es necesario. Y entonces no me gustaría ser ustedes, porque no habrá agujero en todo el planeta donde puedan esconderse.

 

No, señor Izaguirre, no. La paz que usted ofrece es la misma que la del animal harto de comer que desea descansar. En cuanto vuelva a tener hambre, ¡ay de las pobres y confiadas ovejas! En esas condiciones, no me sirve su paz, no tiene ningún valor su palabra y no creo en su compromiso para con la sociedad. El único compromiso sagrado para usted es el que tiene con sus queridos pistoleros, esos a los que como perros de caza, da órdenes para que le traigan a la presa conveniente. Pero yo sí tengo un compromiso sagrado. Uno que le debe sonar, porque lo forjó usted a fuego sin mi consentimiento. Es el pacto que usted jamás quiso hacer, y que, sin embargo, nació con  fuerza titánica. Y ese compromiso me impide hacer oídos sordos a sus continuas provocaciones, a su exaltación de los verdugos de la masacre, a su intento retorcido de manipularme con palabras donde ha cambiado usted el significado. Señor Izaguirre, no se equivoque conmigo, ni con nadie. Es cierto que en esta parte no hemos aprendido a usar pistolas, ni hemos planificado secuestros, ni hemos ejercido de torturadores. Pero en lo que se refiere a las palabras, somos los maestros que usted jamás llegará a ser. Porque las palabras no se dejan engañar por nadie, y usted no es la excepción. Ellas saben que no cree en su fuerza, ni en su valor, que son simple papel mojado en comparación con el sonido de un gatillo.

 

No obstante, yo sí creo en la fuerza de las palabras. Pregúntele  a un preso la diferencia entre “culpable” e “inocente” de boca de un juez, y verá si tienen fuerza. Pregúntele a un alumno la diferencia entre “aprobado” y “suspenso”, y verá si tienen relevancia. Pregúntele a un enfermo la diferencia entre “curado” y “terminal”, y verá si tienen poder. Las palabras alzan o hunden a las personas y al mundo que las rodea, y depende de quien las diga, el tamaño de ese mundo pasa de insignificante a relevante mundialmente. Por eso, y tenga el convencimiento de que yo lo digo sabiendo perfectamente lo que significa cada sílaba, quiero manifestarle que no acepto su palabra de que el conflicto ha terminado y no volverá a surgir. No aceptaré otra cosa que no sea la rendición sin condiciones, el cumplimiento de las penas, la desaparición total y sin vuelta atrás de sus queridos pistoleros, sus encubridores, sus financiadores, y todos aquellos que lo apoyan. No acepto que me laven el cerebro y me pidan que haga borrón y cuenta nueva. No acepto que retuerzan la palabra víctima para darle cabida a los asesinos. No lo acepto. Usted provocó que contrajera una deuda que un día, me obligaría a levantarme y decir no. Por eso, si bien ETA anunció hace más de un año el abandono definitivo de las armas, yo le anunció hoy que jamás renunciaré a las mías. No saldaré mi deuda hoy, ni mañana, ni pasado, pero llegará el día en que la salde. Téngalo presente.
 
 
 
 
 

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