Lo conocí hace muchos años. Tantos, que no puedo recordar la fecha
exacta, pero sí la edad que contábamos cada uno por aquel entonces: yo,
dieciséis; él, uno más. Fue producto del azar educativo que acabáramos reunidos
en un espacio común durante nueve largos meses. Nosotros dos, y otros
veintitantos proyectos de adulto. Quizá por eso aún me sorprende que, entre lo
que entonces me parecía una marea de gente, surgiera ocasión de cruzar palabra.
En esa edad donde una simple mirada daba pie a conversaciones con tus amigas
que se extendían una semana detrás de otra, no había lugar para los seres
discretos. La vida pasaba a una velocidad de vértigo mientras la atención era
reclamada por los exámenes, las clases, las amigas y los chicos, sucesivamente
o a la vez, depende se dieran las circunstancias.
Sin embargo, sucedió. No podría decir en que contexto, ni con que
palabras, sólo que sucedió. El chico tranquilo y sereno de la clase, ese que
prefería callarse antes que entrar en polémicas, mantuvo una conversación con
la chica decidida, esa que manifestaba siempre su postura aún a riesgo de
crearlas. Y por extraño que parezca, a pesar de todos los pronósticos, esa
conversación aún no ha finalizado. Continúa fluyendo de manera natural a pesar
del transcurso del tiempo, mezclando en su discurrir la familiaridad de los
años y la frescura de la primera vez.
Es curioso como muchas veces uno no recuerda con la nitidez que le
gustaría un momento importante de su vida. Quizás, en este caso, sirva de
excusa que no era consciente de la importancia del mismo. Lo que sí recuerdo
con total claridad es la sensación de seguridad que me transmitía mi
interlocutor. La consciencia de encontrarme enfrente a una persona con la que
no sólo podía ser yo misma, sino que no quería que fuera otra. Y esa sensación,
a esa edad en la que te sientes tan insegura de lo que eres, de lo que no eres
y de lo que puedes llegar a ser, fue uno de los regalos más maravillosos que he
recibido jamás.
Mi amigo, y se que soy afortunada por poder llamarlo de esa manera en el
sentido pleno que tiene la palabra, sigue siendo el tipo tranquilo y sereno de
mi adolescencia. Como todos, ha pulido ciertos rasgos, ha cambiado algunos
otros, y ha adquirido nuevos, pero cada vez que me siento frente a él para
hablar, reconozco a aquel chico. Los años no pasan en balde para nadie, y la
vida no le ha dado las cartas que se merecía, pero él sigue jugando. A pesar de
su pesimismo, y de que los envites del tiempo hayan inculcado en él un cinismo
del que carecía, no ha roto la baraja. Cada vez que nos vemos, ha descubierto
una nueva manera de reinventarse, de plantarle cara al destino. Ha adquirido la
costumbre de flagelarse a si mismo psicológicamente por hechos pasados sobre
los que, ni ahora ni entonces, tiene control. Y antes que pedirte el salvavidas
que tienes al lado, es capaz de nadar cien kilómetros, por temor a molestarte
con sus problemas. No obstante, sigue ofreciéndome ese espacio de confort y
seguridad que me brindó la primera vez. Continúa escuchando mis problemas como
lo hacía entonces: calmado, ofreciéndome la verdad que no me gusta con la torpe
delicadeza de la que es capaz y obligándome a reconocer mis méritos aún en el
peor de mis abismos.
Además, es la persona que me enseñó en propia carne que la amistad no es
cuestión de cantidad, ni de calidad de tiempo, sino de sentimiento. Hemos
tenido épocas en las que nos veíamos cada día; otras en las que teníamos que
arañar un rato al fin de semana; algunas en las que lo normal era hacer planes
juntos; e incluso hubo una en la que pasamos meses sin vernos. En esta última
fue cuando lo aprendí. Todavía no se cómo, le surgió la ocasión de hacerse
marinero, y como estaba hastiado del rumbo de su vida, no dudó en aprovecharla.
Así que allá que se fue él, a su barco, sus términos náuticos y su
determinación de explorar mundo. Yo permanecí donde había estado siempre, fiel
al camino que me había marcado y que estaba siguiendo paso a paso. Hubo correos
electrónicos por ambas partes, aunque huelga decir que los suyos eran a los
míos como los libros de Julio Verne a los manuales para sintonizar el vídeo.
Pero siempre tuvo unas palabras amables para agradecerme que me acordara de él,
y jamás me acusó de aburrirle con mis historias. Finalmente, la vista le jugó
una mala pasada, así que tuvo que decirle adiós al que creía que iba a ser su
futuro y regresar al punto de partida. Y, como era de esperar, nos reunimos
para ponernos al día. En el mismo sitio de siempre, a la hora habitual, encontré
a mi amigo esperando. Y entonces, de esa manera discreta y sencilla que tiene
de enseñarme las cosas, lo aprendí. Nada había cambiado. Nada importante, al
menos. La ropa, el corte de pelo, alguna manía nueva, pero debajo de eso,
estaba la misma persona. Y yo, a pesar
del tiempo, me sentía igual. Con la misma libertad para decir lo que se me
antojara, sabiendo que no sería juzgada ni mucho menos condenada.
Aquel día recibí una de las lecciones más importantes que he recibido
hasta hoy. No importa cuanto tiempo pase sin ver a una persona que realmente
aprecias, si el sentimiento es verdadero, lo llevaras contigo allá donde vayas.
Nunca le he agradecido a mi amigo que se acercara a hablarme aquel primer día.
Es más, ahora que me detengo a pensarlo, jamás le he dado las gracias por nada
de lo que ha significado su amistad. Y me consta que he tenido ocasiones de
hacerlo. Como tantas cosas en nuestra amistad, la profundidad de mi aprecio es
algo implícito, que está presente sin necesidad de señalarlo, y que él acepta
como todo lo importante, haciéndote ser consciente del valor que da a lo que
está recibiendo sin necesidad de fanfarria.
Por una vez, amigo, y sin que sirva de precedentes, diré explícitamente
lo que se desprende de estos párrafos. Gracias por aparecer un buen día. Por
decidir quedarte conmigo, sean cuales sean las circunstancias. Por compartir tu
tiempo con generosidad, aun siendo valioso y limitado. Por no darme la razón
cuando no la tengo. Por valorar mis virtudes por encima de mis defectos. Por tu
interés. Por tu preocupación. Por tu serenidad contagiosa. Por desprender
energía positiva a pesar de tu pesimismo. Por ti. Por lo que significas. Por el
papel que juegas en mi vida. Gracias.
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