domingo, 9 de diciembre de 2012

El marinero sin barco


Lo conocí hace muchos años. Tantos, que no puedo recordar la fecha exacta, pero sí la edad que contábamos cada uno por aquel entonces: yo, dieciséis; él, uno más. Fue producto del azar educativo que acabáramos reunidos en un espacio común durante nueve largos meses. Nosotros dos, y otros veintitantos proyectos de adulto. Quizá por eso aún me sorprende que, entre lo que entonces me parecía una marea de gente, surgiera ocasión de cruzar palabra. En esa edad donde una simple mirada daba pie a conversaciones con tus amigas que se extendían una semana detrás de otra, no había lugar para los seres discretos. La vida pasaba a una velocidad de vértigo mientras la atención era reclamada por los exámenes, las clases, las amigas y los chicos, sucesivamente o a la vez, depende se dieran las circunstancias.

 

Sin embargo, sucedió. No podría decir en que contexto, ni con que palabras, sólo que sucedió. El chico tranquilo y sereno de la clase, ese que prefería callarse antes que entrar en polémicas, mantuvo una conversación con la chica decidida, esa que manifestaba siempre su postura aún a riesgo de crearlas. Y por extraño que parezca, a pesar de todos los pronósticos, esa conversación aún no ha finalizado. Continúa fluyendo de manera natural a pesar del transcurso del tiempo, mezclando en su discurrir la familiaridad de los años y la frescura de la primera vez.

 

Es curioso como muchas veces uno no recuerda con la nitidez que le gustaría un momento importante de su vida. Quizás, en este caso, sirva de excusa que no era consciente de la importancia del mismo. Lo que sí recuerdo con total claridad es la sensación de seguridad que me transmitía mi interlocutor. La consciencia de encontrarme enfrente a una persona con la que no sólo podía ser yo misma, sino que no quería que fuera otra. Y esa sensación, a esa edad en la que te sientes tan insegura de lo que eres, de lo que no eres y de lo que puedes llegar a ser, fue uno de los regalos más maravillosos que he recibido jamás.

 

Mi amigo, y se que soy afortunada por poder llamarlo de esa manera en el sentido pleno que tiene la palabra, sigue siendo el tipo tranquilo y sereno de mi adolescencia. Como todos, ha pulido ciertos rasgos, ha cambiado algunos otros, y ha adquirido nuevos, pero cada vez que me siento frente a él para hablar, reconozco a aquel chico. Los años no pasan en balde para nadie, y la vida no le ha dado las cartas que se merecía, pero él sigue jugando. A pesar de su pesimismo, y de que los envites del tiempo hayan inculcado en él un cinismo del que carecía, no ha roto la baraja. Cada vez que nos vemos, ha descubierto una nueva manera de reinventarse, de plantarle cara al destino. Ha adquirido la costumbre de flagelarse a si mismo psicológicamente por hechos pasados sobre los que, ni ahora ni entonces, tiene control. Y antes que pedirte el salvavidas que tienes al lado, es capaz de nadar cien kilómetros, por temor a molestarte con sus problemas. No obstante, sigue ofreciéndome ese espacio de confort y seguridad que me brindó la primera vez. Continúa escuchando mis problemas como lo hacía entonces: calmado, ofreciéndome la verdad que no me gusta con la torpe delicadeza de la que es capaz y obligándome a reconocer mis méritos aún en el peor de mis abismos.

 

Además, es la persona que me enseñó en propia carne que la amistad no es cuestión de cantidad, ni de calidad de tiempo, sino de sentimiento. Hemos tenido épocas en las que nos veíamos cada día; otras en las que teníamos que arañar un rato al fin de semana; algunas en las que lo normal era hacer planes juntos; e incluso hubo una en la que pasamos meses sin vernos. En esta última fue cuando lo aprendí. Todavía no se cómo, le surgió la ocasión de hacerse marinero, y como estaba hastiado del rumbo de su vida, no dudó en aprovecharla. Así que allá que se fue él, a su barco, sus términos náuticos y su determinación de explorar mundo. Yo permanecí donde había estado siempre, fiel al camino que me había marcado y que estaba siguiendo paso a paso. Hubo correos electrónicos por ambas partes, aunque huelga decir que los suyos eran a los míos como los libros de Julio Verne a los manuales para sintonizar el vídeo. Pero siempre tuvo unas palabras amables para agradecerme que me acordara de él, y jamás me acusó de aburrirle con mis historias. Finalmente, la vista le jugó una mala pasada, así que tuvo que decirle adiós al que creía que iba a ser su futuro y regresar al punto de partida. Y, como era de esperar, nos reunimos para ponernos al día. En el mismo sitio de siempre, a la hora habitual, encontré a mi amigo esperando. Y entonces, de esa manera discreta y sencilla que tiene de enseñarme las cosas, lo aprendí. Nada había cambiado. Nada importante, al menos. La ropa, el corte de pelo, alguna manía nueva, pero debajo de eso, estaba la misma persona. Y yo,  a pesar del tiempo, me sentía igual. Con la misma libertad para decir lo que se me antojara, sabiendo que no sería juzgada ni mucho menos condenada.

 

Aquel día recibí una de las lecciones más importantes que he recibido hasta hoy. No importa cuanto tiempo pase sin ver a una persona que realmente aprecias, si el sentimiento es verdadero, lo llevaras contigo allá donde vayas. Nunca le he agradecido a mi amigo que se acercara a hablarme aquel primer día. Es más, ahora que me detengo a pensarlo, jamás le he dado las gracias por nada de lo que ha significado su amistad. Y me consta que he tenido ocasiones de hacerlo. Como tantas cosas en nuestra amistad, la profundidad de mi aprecio es algo implícito, que está presente sin necesidad de señalarlo, y que él acepta como todo lo importante, haciéndote ser consciente del valor que da a lo que está recibiendo sin necesidad de fanfarria.

 

Por una vez, amigo, y sin que sirva de precedentes, diré explícitamente lo que se desprende de estos párrafos. Gracias por aparecer un buen día. Por decidir quedarte conmigo, sean cuales sean las circunstancias. Por compartir tu tiempo con generosidad, aun siendo valioso y limitado. Por no darme la razón cuando no la tengo. Por valorar mis virtudes por encima de mis defectos. Por tu interés. Por tu preocupación. Por tu serenidad contagiosa. Por desprender energía positiva a pesar de tu pesimismo. Por ti. Por lo que significas. Por el papel que juegas en mi vida. Gracias.
 
 
 
 
 

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