domingo, 6 de enero de 2013

Los caminos del fracaso


La memoria es algo realmente curioso. Si me preguntaran cuando empecé a escribir, no sabría que responder. Mis recuerdos no alcanzan a épocas anteriores a la escritura, aunque sin duda, las ha habido. Sin embargo, si me preguntaran si me he presentado alguna vez a un concurso literario, sabría decir las veces con exactitud. Incluso la edad que tenía en cada uno de ellos. Y no porque el resultado de los mismos fuera un éxito, ni mucho menos.

 

Mi primer concurso fue un certamen de poesía a nivel andaluz para conmemorar el centenario del nacimiento de Alberti. Yo estaba por aquel entonces en Primero de Bachiller, así que tenía entre 15 y 16 años. Siempre me había gustado escribir, pero rara vez se lo enseñaba a alguien, por lo que a día de hoy sigo preguntándome que me impulsó a hacerlo. Quizás me avergonzaba menos que me juzgaran unos extraños que personas cercanas a mí, no lo sé. El caso es que me presenté, aunque sabía que era realmente difícil que me escogieran, ya que solo un chico y una chica de cada provincia podían resultar elegidos. No se lo conté a nadie, así que cuando pasó el tiempo y no recibí ningún tipo de respuesta, supuse que me habían descartado y no comenté el asunto. Hasta que un día, estando en clase, una profesora de Literatura vino a buscarme para llevarme a ver al director. En circunstancias normales, no se tarda más de un minuto o dos en llegar hasta allí, independientemente del punto del Instituto desde donde partas. Pero con una profesora mirándome enigmáticamente todo el trayecto, y yo dándole vueltas al motivo, fue uno de los más largos que he recorrido en mi vida. Cuando llegué, el director me recibió de manera cordial y me contó la noticia. No sabía en que puesto había quedado, sólo que yo representaría, en la versión femenina, a Málaga, y que tenía que ir a Sevilla un día determinado para el acto en cuestión, con mi familia, él mismo y algunos profesores del departamento de Literatura. No conseguí el primer puesto, sino el segundo, aunque por suerte para Málaga, en la parte masculina nos alzamos con el deseado galardón (que un doblete sevillano habría sido imposible de digerir).

 

El segundo certamen, también de poesía, fue justo al año siguiente. Esta vez era a nivel provincial, así que pensé que tenía la oportunidad de quitarme el mal sabor de boca del anterior, ya que hacía apenas un año había conseguido imponerme a todas las candidatas malagueñas. Pero esta vez mi poema no complació el gusto de los jueces o, simplemente, no fue mejor que las demás, porque solo quedé finalista. A pesar de todo, se requirió que asistiera a la entrega de premios, donde me acompañaron nuevamente familiares y profesores del departamento de Literatura. Recuerdo con mucha nitidez que mientras yo estaba allí, intentando mantener el tipo y parecer encantada, me preguntaba porque una de las profesoras que me acompañaba estaba tan emocionada. Si, al fin y al cabo, no había ganado nada. De hecho, deseé tirar al primer contenedor que viera la placa que me habían dado como prueba de mi participación. Pero mi madre, con mucho más sentido común, me recomendó que la guardara, y dijo esa frase que a todos los hijos nos hace reconsiderar posturas: “si lo haces, te arrepentirás”. Así que, en lugar de tirarla, la guarde en donde no tuviera que verla.

 

Y, como era joven, estúpida y extremadamente arrogante, sencillamente decidí dejar de escribir. Pensé que dos fracasos consecutivos eran un indicio más que claro de que no se me daba tan bien como yo pensaba, y de que mi tiempo estaría mejor invertido si lo dedicaba a otra cosa. Es una de las peores decisiones que he tomado, y sin duda, jamás podré recuperar el tiempo perdido. No supe apreciar que había sido elegida entre las finalistas en mis dos únicos intentos, lo cual tiene su mérito si considero que nunca recibí clases de escritura creativa. No comprendí que, como casi todo en la vida, en el mundo de las palabras hay que sudar cada letra, y que aún con todo el esfuerzo del mundo, si no tienes ese poquito de suerte para que los jueces de turno decidan que tu trabajo es mejor que el del resto, sea verdad o no, te quedas fuera. Dejé que personas sin rostro decidieran lo que era y lo que podía hacer.

 

No volví a pensar en ello durante muchos años, hasta que tuve que volver a enfrentarme al gran fracaso de mi vida. Desde que tengo uso de razón, puede que incluso antes, quise ser abogada. Hacer la carrera de Derecho, y estudiar aquello con lo que tanto había soñado, ha sido una de las experiencias más gratificantes de mi vida. No recuerdo nada más emocionante que el primer día de clase, y no me avergüenza reconocer que, a día de hoy, sigo sintiendo un cosquilleo en el estómago cuando cruzo sus puertas. Los cursos fueron pasando, llegó el título, encontré un despacho (o dos) donde aprender la parte práctica de la profesión, y me colegié. Pasé dos años intentando hacerme un hueco. Nunca recibí malas críticas, ni cometí grandes errores. Aprendí deprisa, y trabajé duro. No obstante, tampoco la suerte estuvo de mi parte en este ámbito, y llegó un momento en el que tuve que enfrentarme a la verdad que tanto había luchado por evitar: no podía seguir ejerciendo. Las cuotas llegaban inexorablemente, y mis ingresos no bastaban para afrontarlas. A pesar de todo, no había conseguido el respeto suficiente como para conseguir un sueldo medianamente digno, que me permitiera seguir pagando por ejercer mi profesión, y no tenía contactos suficientes para cambiar el horizonte.

 

Así que tomé la decisión, y hasta la fecha, ha sido la más dolorosa y difícil que he tenido que tomar. Pero también ha sido la más acertada. Porque en este caso, al contrario que cuando decidí dejar de escribir, no sólo me sentía tremendamente vacía, sino que en cierta medida, también me sentía aliviada. Ya no tenía que seguir mintiéndome, ignorando una verdad que cada día se me hacía más evidente. Ahora podía enfrentarme a la realidad tal como era, y a pesar de las heridas, para mí eso siempre es un buen punto de partida. Me informé acerca de mis opciones, valoré otras alternativas que jamás había tenido en cuenta y encontré un nuevo camino. Fue entonces cuando volví a escribir. Sólo para mí, para ordenar mis ideas, para desahogarme sobre ciertas cosas que sucedían a mi alrededor, para evadirme de mis preocupaciones o por simple placer. El caso es que volví a hacerlo, y me sentí bien. No es que las palabras me hubieran abandonado todos esos años, sino que yo, como a la verdad incómoda que no quería ver, las había ignorado. Y haciéndolo, me había ignorado yo. Porque, al final, uno es lo que es, aunque no ejerza de tal o no tenga una placa que lo conmemore.

 

Ahora que las heridas son sólo cicatrices que me ayudan a no olvidar lo que pasó, doy gracias a Dios esté donde esté por hacerme fracasar. Porque hoy sé que soy mejor gracias a mis fracasos. Que los he mirado durante mucho tiempo como mis grandes enemigos, cuando mi único lastre era yo misma. Ellos hicieron sólo lo necesario para despertarme, de una manera un tanto dolorosa y brutal, pero sin duda, efectiva. Son la mejor fuente de energía que tengo y mi mayor motivación. Y no digo que mi nuevo camino sea sencillo. No lo es. Pero cuando, como todos, creo que no puedo más, que no seré capaz de hacerlo, que no tengo la suficiente inteligencia o constancia o fuerza de voluntad, me agarro a ellos, los vuelvo a sentir como la primera vez, y sin saber cómo, vuelvo a poner un pie delante de otro. No me permiten rendirme, ni dudar, ni echarme atrás y, lo que es más importante, no permiten que nadie pueda decirme lo que soy o lo que puedo hacer. Ni siquiera yo. Por eso, el día que consiga acariciar la gloria, no se lo deberé a que todo me haya salido redondo a la primera. Mis éxitos, sean los que sean, deberán eterna gratitud al momento en que lo perdí todo, y tuve que empezar de cero. Porque entonces, y sólo entonces, descubrí que tenía la fortaleza para hacerlo, no una, sino las veces necesarias hasta conseguirlo.

 
 

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