La memoria es algo realmente curioso. Si me preguntaran cuando empecé a
escribir, no sabría que responder. Mis recuerdos no alcanzan a épocas
anteriores a la escritura, aunque sin duda, las ha habido. Sin embargo, si me
preguntaran si me he presentado alguna vez a un concurso literario, sabría
decir las veces con exactitud. Incluso la edad que tenía en cada uno de ellos.
Y no porque el resultado de los mismos fuera un éxito, ni mucho menos.
Mi primer concurso fue un certamen de poesía a nivel andaluz para conmemorar
el centenario del nacimiento de Alberti. Yo estaba por aquel entonces en
Primero de Bachiller, así que tenía entre 15 y 16 años. Siempre me había
gustado escribir, pero rara vez se lo enseñaba a alguien, por lo que a día de
hoy sigo preguntándome que me impulsó a hacerlo. Quizás me avergonzaba menos
que me juzgaran unos extraños que personas cercanas a mí, no lo sé. El caso es
que me presenté, aunque sabía que era realmente difícil que me escogieran, ya
que solo un chico y una chica de cada provincia podían resultar elegidos. No se
lo conté a nadie, así que cuando pasó el tiempo y no recibí ningún tipo de
respuesta, supuse que me habían descartado y no comenté el asunto. Hasta que un
día, estando en clase, una profesora de Literatura vino a buscarme para
llevarme a ver al director. En circunstancias normales, no se tarda más de un
minuto o dos en llegar hasta allí, independientemente del punto del Instituto
desde donde partas. Pero con una profesora mirándome enigmáticamente todo el
trayecto, y yo dándole vueltas al motivo, fue uno de los más largos que he
recorrido en mi vida. Cuando llegué, el director me recibió de manera cordial y
me contó la noticia. No sabía en que puesto había quedado, sólo que yo
representaría, en la versión femenina, a Málaga, y que tenía que ir a Sevilla
un día determinado para el acto en cuestión, con mi familia, él mismo y algunos
profesores del departamento de Literatura. No conseguí el primer puesto, sino
el segundo, aunque por suerte para Málaga, en la parte masculina nos alzamos
con el deseado galardón (que un doblete sevillano habría sido imposible de
digerir).
El segundo certamen, también de poesía, fue justo al año siguiente. Esta
vez era a nivel provincial, así que pensé que tenía la oportunidad de quitarme
el mal sabor de boca del anterior, ya que hacía apenas un año había conseguido
imponerme a todas las candidatas malagueñas. Pero esta vez mi poema no
complació el gusto de los jueces o, simplemente, no fue mejor que las demás,
porque solo quedé finalista. A pesar de todo, se requirió que asistiera a la
entrega de premios, donde me acompañaron nuevamente familiares y profesores del
departamento de Literatura. Recuerdo con mucha nitidez que mientras yo estaba
allí, intentando mantener el tipo y parecer encantada, me preguntaba porque una
de las profesoras que me acompañaba estaba tan emocionada. Si, al fin y al
cabo, no había ganado nada. De hecho, deseé tirar al primer contenedor que
viera la placa que me habían dado como prueba de mi participación. Pero mi
madre, con mucho más sentido común, me recomendó que la guardara, y dijo esa
frase que a todos los hijos nos hace reconsiderar posturas: “si lo haces, te
arrepentirás”. Así que, en lugar de tirarla, la guarde en donde no tuviera que
verla.
Y, como era joven, estúpida y extremadamente arrogante, sencillamente
decidí dejar de escribir. Pensé que dos fracasos consecutivos eran un indicio
más que claro de que no se me daba tan bien como yo pensaba, y de que mi tiempo
estaría mejor invertido si lo dedicaba a otra cosa. Es una de las peores
decisiones que he tomado, y sin duda, jamás podré recuperar el tiempo perdido.
No supe apreciar que había sido elegida entre las finalistas en mis dos únicos
intentos, lo cual tiene su mérito si considero que nunca recibí clases de escritura
creativa. No comprendí que, como casi todo en la vida, en el mundo de las
palabras hay que sudar cada letra, y que aún con todo el esfuerzo del mundo, si
no tienes ese poquito de suerte para que los jueces de turno decidan que tu
trabajo es mejor que el del resto, sea verdad o no, te quedas fuera. Dejé que
personas sin rostro decidieran lo que era y lo que podía hacer.
No volví a pensar en ello durante muchos años, hasta que tuve que volver
a enfrentarme al gran fracaso de mi vida. Desde que tengo uso de razón, puede
que incluso antes, quise ser abogada. Hacer la carrera de Derecho, y estudiar
aquello con lo que tanto había soñado, ha sido una de las experiencias más
gratificantes de mi vida. No recuerdo nada más emocionante que el primer día de
clase, y no me avergüenza reconocer que, a día de hoy, sigo sintiendo un
cosquilleo en el estómago cuando cruzo sus puertas. Los cursos fueron pasando,
llegó el título, encontré un despacho (o dos) donde aprender la parte práctica
de la profesión, y me colegié. Pasé dos años intentando hacerme un hueco. Nunca
recibí malas críticas, ni cometí grandes errores. Aprendí deprisa, y trabajé
duro. No obstante, tampoco la suerte estuvo de mi parte en este ámbito, y llegó
un momento en el que tuve que enfrentarme a la verdad que tanto había luchado
por evitar: no podía seguir ejerciendo. Las cuotas llegaban inexorablemente, y
mis ingresos no bastaban para afrontarlas. A pesar de todo, no había conseguido
el respeto suficiente como para conseguir un sueldo medianamente digno, que me
permitiera seguir pagando por ejercer mi profesión, y no tenía contactos
suficientes para cambiar el horizonte.
Así que tomé la decisión, y hasta la fecha, ha sido la más dolorosa y
difícil que he tenido que tomar. Pero también ha sido la más acertada. Porque
en este caso, al contrario que cuando decidí dejar de escribir, no sólo me
sentía tremendamente vacía, sino que en cierta medida, también me sentía
aliviada. Ya no tenía que seguir mintiéndome, ignorando una verdad que cada día
se me hacía más evidente. Ahora podía enfrentarme a la realidad tal como era, y
a pesar de las heridas, para mí eso siempre es un buen punto de partida. Me
informé acerca de mis opciones, valoré otras alternativas que jamás había
tenido en cuenta y encontré un nuevo camino. Fue entonces cuando volví a
escribir. Sólo para mí, para ordenar mis ideas, para desahogarme sobre ciertas
cosas que sucedían a mi alrededor, para evadirme de mis preocupaciones o por
simple placer. El caso es que volví a hacerlo, y me sentí bien. No es que las
palabras me hubieran abandonado todos esos años, sino que yo, como a la verdad
incómoda que no quería ver, las había ignorado. Y haciéndolo, me había ignorado
yo. Porque, al final, uno es lo que es, aunque no ejerza de tal o no tenga una placa
que lo conmemore.
Ahora que las heridas son sólo cicatrices que me ayudan a no olvidar lo
que pasó, doy gracias a Dios esté donde esté por hacerme fracasar. Porque hoy sé
que soy mejor gracias a mis fracasos. Que los he mirado durante mucho tiempo como
mis grandes enemigos, cuando mi único lastre era yo misma. Ellos hicieron sólo
lo necesario para despertarme, de una manera un tanto dolorosa y brutal, pero
sin duda, efectiva. Son la mejor fuente de energía que tengo y mi mayor
motivación. Y no digo que mi nuevo camino sea sencillo. No lo es. Pero cuando,
como todos, creo que no puedo más, que no seré capaz de hacerlo, que no tengo
la suficiente inteligencia o constancia o fuerza de voluntad, me agarro a
ellos, los vuelvo a sentir como la primera vez, y sin saber cómo, vuelvo a
poner un pie delante de otro. No me permiten rendirme, ni dudar, ni echarme atrás
y, lo que es más importante, no permiten que nadie pueda decirme lo que soy o
lo que puedo hacer. Ni siquiera yo. Por eso, el día que consiga acariciar la
gloria, no se lo deberé a que todo me haya salido redondo a la primera. Mis
éxitos, sean los que sean, deberán eterna gratitud al momento en que lo perdí
todo, y tuve que empezar de cero. Porque entonces, y sólo entonces, descubrí
que tenía la fortaleza para hacerlo, no una, sino las veces necesarias hasta
conseguirlo.
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