domingo, 20 de enero de 2013

La tolerancia de los ateos


No soporto a los ateos. No a todos, por supuesto, pero sí a esa gran mayoría que se empeña en pedirme tolerancia hacia sus no creencias religiosas, pero no duda en aprovechar la más mínima ocasión para pisotear las mías. Demasiadas veces a lo largo de mi corta vida he conocido a personas que, ataviadas con un disfraz de Gandhi que les permitiera acercarse a mí, sacaban a colación el tema religioso para, cual Maquiavelo, emplear las técnicas necesarias para que yo dijera “amén” a sus opiniones, descartando las mías con un simple chasquido de dedos. Por supuesto, tuvieron que resignarse conmigo e incluirme en la categoría de “causa perdida”, achacando la derrota a la falta de las neuronas necesarias en mi cerebro para que tenga cabida la lucidez.

 

Personalmente, no soy del tipo de personas que intenta atraer a nadie hacia su religión, lo cual no quiere decir que esconda mis creencias. Reconozco mi fe como reconozco mi color de ojos: no se ven a distancia, pero si te acercas, es evidente. Respeto, aunque no he conseguido entender todavía, a las personas que piensan que tenemos esta vida, y una vez baje el telón, nada podemos esperar. Cuando era más joven, les preguntaba por qué no creían en nada. No para hacerles cambiar de opinión, sino para intentar comprender su postura. Ahora no se me ocurre hacerlo aunque mi vida dependa de ello, porque he aprendido que una cosa es que yo no intente hacer cambiar de opinión al otro, y otra muy diferente que esa persona me trate a mí con la misma deferencia. Sin embargo, nunca me ha molestado que me pregunten porqué yo sí tengo fe. Sería tan absurdo como molestarse porque me pregunten porqué soy española. Y la respuesta, irónicamente, es igual de sencilla. Uno es español, porque nace en España. Y uno tiene fe, porque la tiene. No hay ninguna relación entre la educación y su existencia. En muchos casos, esa excesiva educación en la fe, paradójicamente, lo único que produce es su falta absoluta. Sé que para aquellos empeñados en que toda explicación sea lógica y demostrable, es una respuesta realmente insatisfactoria, pero desgraciadamente no tengo otra mejor. Sencillamente, es una conexión que está ahí, aunque tú no recuerdas haberla realizado. Un sentimiento fuerte que no puedes ignorar y del que no puedes escapar.

 

Pero volvamos al tema de los ateos intolerantes. Una cosa muy curiosa de ellos es que, a pesar de que se erigen en defensores de la libertad, la justicia y la igualdad, parecen no entender en absoluto esos términos. Y lo digo así porque, si parto de la premisa de que los entienden pero deciden no aplicarlos a los demás, en vez de intolerantes tendría que tacharlos de cínicos e hipócritas, calificativos que no descarto usar en un futuro cada vez más próximo teniendo en cuenta sus acciones. Una de ellas sería, por poner ejemplos, el hecho de que siempre que se hable del Vaticano, tengan un montón de críticas. Por supuesto, del resto de países que pueblan el globo terráqueo no tienen nada que decir. Ni siquiera una mínima sugerencia constructiva para mejorar cualquiera aspecto de su gobierno. Debe ser que son intachables en todas sus decisiones y conductas, no como el Vaticano. ¿O no? Creo que infinito es el número aproximado de veces que he visto la famosa lista de tratados no ratificados por el Vaticano. Para ser más exactos, creo que infinito es el número de veces que la bacteria más solitaria y recóndita de la Antártida ha visto esa lista. Todo un ejemplo de abnegación y esfuerzo por la causa hacer llegar a los pingüinos y osos polares que pueblan dicho territorio que el Vaticano no ha ratificado el tratado por la supresión de los trabajos forzados, o el de la supresión de la discriminación basada en la sexualidad, o el tratado por la supresión de la esclavitud. Desde luego, y por muy creyente que sea, son tratados que el Vaticano debería ratificar cuanto antes. Lo que me inquieta del asunto es que esos ateos, defensores de tan altos valores inspiradores del género humano, no pongan el mismo celo para ilustrar al mundo sobre los tratados no ratificados por otros países, como China, o lo que es peor, sobre el escandaloso incumplimiento de los que ha ratificado. Nadie se escandaliza porque los ciudadanos chinos no tengan, de facto, derechos políticos, ni laborales, ni sociales. Ni porque las mujeres estén peor consideradas que cualquier posesión material.

 

Otro ejemplo de su justicia a la carta sería el escándalo por la asignación que tiene la Iglesia Católica en los presupuestos generales del Estado. No parece menoscabar ni un ápice su indignación saber que parte de esos fondos es destinado a sufragar los colegios católicos concertados o Cáritas. Sin embargo, parece que estas personas encuentran muy razonables que el sueldo base de los Secretarios de Estado sea de 12.990,72 euros, con un complemento de destino de 21.115, 92 euros y un complemento específico de 32.948,67 euros. O que el sueldo anual del Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial sea de 26.448, 38 euros, con un complemento a recibir en 12 mensualidades de 103.704, 24 euros. O que cualquiera de los magistrados del Tribunal Constitucional tenga como sueldo la friolera de 41.428, 10 euros al año, con un complemento a recibir en 12 mensualidades de 69.091, 92 euros. También es muy razonable que el Fiscal General del Estado reciba un sueldo de 113.838, 96 euros anuales. Y así podríamos continuar con una larga lista de personas que, si bien es cierto que realizan una función social como miembros de uno de los tres poderes del Estado, no lo es menos que reciben por ello una cantidad exagerada como contraprestación. Al fin y al cabo, no podemos olvidar que las personas nombradas no se han ganado sus puestos: han sido elegidos. Sus puestos de origen se encontraban en Judicatura, Universidades, Abogacía o funcionarios en la Administración de Justicia. Una vez ahí, sólo tuvieron que acumular el tiempo suficiente, y cultivar las convenientes relaciones, para llegar a esos descomunales sueldos anuales. Y nadie se queja. Todo parece natural. Pero no lo es. Si nos escandalizamos por darle a una confesión religiosa ciertas cantidades de dinero, confesión que realiza una actividad social y que mantiene centros docentes, ¿no es más escandaloso darse el triple o el cuádruple a una sola persona que simplemente hace su trabajo? Y un trabajo, no lo olvidemos, que le gusta. Esta ahí porque aceptó, porque decidió asumir esa responsabilidad, porque es donde deseaba estar. No digo que no tengan que recibir un sueldo acorde con sus funciones, pero de lo que no me cabe duda es que es absolutamente excesivo.

 

No obstante todo lo anterior, no tendría nada en contra de ellos si no fuera por dos detalles. El primero es su ataque encarnizado a cualquier creyente. No acepto que cualquier ateo venga a recriminarme los casos de pedófilos entre curas o las palabras que el Papa haya tenido a bien decir sobre los homosexuales. Y no lo acepto, por la sencilla razón de que esas acciones o palabras no son mías. Yo no soy la Iglesia, en mayúsculas. Soy una persona que cree en Dios. Eso no quiere decir que crea en todos y cada uno de los curas, ni en todas y cada una de las palabras del Papa. Y por el contrario, tampoco significa que no crea en ninguna. Es un concepto que les cuesta entender, supongo que porque no hay peor ciego que aquel que no quiere ver. Es tan sencillo como lo siguiente: soy española. No me enorgullezco de todas las hazañas de los españoles, ni me avergüenzo de todas ellas. Hay momentos históricos para sacar pecho, y otros para sacarnos los colores. Ser algo no significa perder todo criterio. Lo único que aporta es la pertenencia a un grupo mayor que tú mismo, con las cosas buenas y malas que eso conlleva. Pues con la Iglesia católica igual. Personalmente, no soy su mayor fan, pero debo reconocer que, a veces, Dios hace que se cruce en mi camino una persona que me devuelve la fe en ella. Al fin y al cabo, son personas, no pueden ser perfectos, ni todos merecen la pena.

El segundo detalle es el desprecio que me muestran en ese ámbito. Como si saber que soy creyente les abriera los ojos y, de repente, se dieran cuenta de que no soy tan lista como parecía. Intentan hacerme ver que mi verdad no es tal, pero la suya sí, sin darme pruebas en absoluto de lo que dicen. Creen que haciéndome la manida pregunta de ¿si Dios existe, por qué nadie lo ha visto?, voy a caer a sus pies, abnegada ante la claridad de su pensamiento. Y lo cierto es que esa pregunta tiene una respuesta afirmativa. Porque Dios, o al menos, una parte de él, sí lo han visto ojos humanos. Vale, hace más de dos mil años, pero, ¿y qué? Yo no necesito ver las cosas constantemente para saber que son reales. Acepto la existencia de muchas cosas que no he visto ni tendré la oportunidad de ver. Sabemos que existieron Alejandro Magno, Julio César, Cleopatra, Juana la Loca, y un largo etcétera, y que yo sepa, no queda nadie vivo que lo demuestre. Sólo tenemos los testimonios escritos, las pinturas, los restos de esas vidas. Como los que dejó Jesucristo. Si queremos hablar científicamente, está demostrado que existió. No que era hijo de Dios, vale. Pero su existencia es cierta. Vivió, predicó y murió tal como nos lo cuentan. Después es cosa de cada uno decidir si cree o no en su origen divino, pero lo demás está igual de documentado que en el caso de esos personajes históricos cuya existencia nadie cuestiona.

Yo creo en Dios, tal y como Jesucristo lo concibe. Y mi fe se ve reforzada cuando pienso que algo más allá de toda comprensión humana debió suceder para que tantas personas decidieran dar sus vidas por las palabras de un solo hombre. En aquella época en la que lo mejor para sobrevivir era seguir la corriente, tuvieron que presenciar hechos inexplicables, que desafiaran por completo a la razón humana, para entregarse por completo a la creencia de su origen divino. Es cierto que yo no lo he visto, ni he oído su voz, ni he escuchado sus palabras. No obstante, hay algo inquebrantable en mi fe en Dios, y es que aunque tuviera en mis manos la prueba definitiva de que no existe, yo aún seguiría creyendo en Jesucristo. Porque, en un mundo como el que vivimos, donde pisotear al de al lado es la norma general, admiro al que puso la otra mejilla; en un mundo donde todos competimos por acumular más que el de al lado, creo en el que da todo lo que tiene y no pide nada a cambio; en un mundo en el que nos rodea el odio y la fuerza, yo sigo al que no sólo habla de amor y perdón, sino que realmente ama y perdona. Así que, si al final sólo fue un hombre, ese es el hombre al que merece la pena seguir toda una vida. Por eso, señores ateos, mi fe es más fuerte que vuestros pobres argumentos. Porque incluso negando su máxima, encuentra un camino para crecer en mí.


 

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