domingo, 3 de febrero de 2013

El valor del voto


Hace un par de semanas, acompañé a un familiar a la consulta del médico. Como es habitual en estos casos, uno procura estar allí al menos un cuarto de hora antes de la cita que le han dado, no vaya a ser que el doctor, milagrosamente, vaya en hora y te toque esperar hasta el final de su jornada laboral. Pero, claro, debe ser que la Corte Celestial no tiene mano en ciertos aspectos de la sanidad pública (ni privada, ya puestos), porque la realidad es que si le sumamos el tiempo de antelación con la que uno va  y el retraso que lleva la consulta, lo más normal es que te pases allí media mañana, cuando no la mañana completa, esperando pacientemente tu turno. Vaya por delante que no pretendo criticar a los profesionales de la sanidad, que seguro que los hay muy válidos, y sufren tanto como los pacientes los retrasos a la hora de pasar consulta, obligados a poner las citas cada cinco minutos por culpa de políticas sanitarias poco realistas y extremadamente deficientes. Pero la realidad es la que es, para desgracia de todos, y no me corresponde a mí endulzarla para no herir sensibilidades poco críticas.

 

Volviendo al tema que tratábamos, mi familiar y yo llegamos con ese cuarto de hora de antelación a la consulta. Comprobamos que el mundo seguía por su derrotero habitual: la sala de espera atestada de pacientes, un retraso que, en nivel ascendente, oscilaba entre 30 y 45 minutos, etc. A la vista del panorama, sólo nos quedaba recurrir a la resignación y sentarnos hasta que fuera nuestro turno. Y eso hicimos. Pero claro, cuando tienes que matar una hora entera (si no más), sin hacer otra cosa que mirar el deprimente color de las paredes del centro de salud, llega un momento en que te resulta inevitable empezar a prestar atención a las conversaciones que se mantienen a tu alrededor. Hay que decir que también ayuda el hecho de que algunas personas se acomoden allí como si estuvieran en el salón de su casa, lo que vendría a ser, más o menos, tal que así: medio tumbado en la silla, rascándose sin pudor todo lo que pique y hablando a voz en grito de los temas más variopintos. Viéndolos, estoy segura de que más de un médico siente deseos de decirles que el aburrimiento, hasta la fecha, no se considera una enfermedad, y que quizás en un parque encontrarían un entorno más adecuado para ellos, ahorrándolos a los demás, que sí que están enfermos, la molestia de escucharlos. Claro que, conociendo el percal, aquí se liaría la de Dios, tildando a los médicos de enviados del anticristo por negarle a una persona el derecho a incordiar. Por tanto, como a mí, no les queda más remedio que escucharlos, con la desventaja de que ellos lo hacen cada día, y yo sólo cuando es inevitable.

 

Pues bien, allí estaba yo, intentando no escuchar a esos elementos perturbadores de la calma sanitaria, cuando la insistente y elevada voz de una señora se sobrepuso a las demás. Esta señora se encontraba hablando, de forma muy acalorada y coloquial, con un caballero que, no creo equivocarme, había tenido el dudoso gusto de conocerla allí mismo. El tema era de lo más habitual en los tiempos que corren: la política. Tampoco había demasiada originalidad en las frases que se pronunciaban, sobre todo por parte de la señora, que apenas si dejaba que su contertulio metiera baza de vez en cuando. No obstante, una vez que mi atención se centro en esa conversación, no hubo manera de ignorarla, y muy a mi pesar me pase más de media hora escuchando comentarios como los que siguen: “todos los políticos son unos chorizos”, “así nos va en España con lo que tenemos gobernando”, “pasamos del PP al PSOE porque las demás opciones no existen, aunque hay más partidos”, etc. Casi había conseguido aclimatarme al entorno, con ese soniquete de runrún continuo, cuando escuché la gran frase: “pero vamos, que a mí me da igual, porque yo no voto, ¿para qué? Así que ahora que aguanten los que han votado”.

 

Después de dos años de ejercicio de la abogacía, uno se curte en escuchar las idioteces mas tremendas y seguir con cara de circunstancias, como si lo manifestado por la persona que está enfrente fuera lo más natural del mundo. Así que, lógicamente, como toda buena costumbre adquirida, entró en juego sin que yo necesitara ponerla en marcha de manera consciente, mientras que dentro de mi cabeza se desataba una pequeña tormenta. La frase resonaba en mi cabeza una y otra vez, mientras que yo, saliendo del shock, pasaba de la incredulidad a la indignación. Me hubiera gustado levantarme, sentarme enfrente de esa señora y puntualizarle algunas cosas. Obviamente, no era momento ni lugar, así que no lo hice. No obstante, como soy partidaria de echar fuera los demonios, que no sirven más que de lastre, aquí van las palabras que se quedaron en mi garganta:

 

“Querida señora:

 

No he podido evitar escuchar parte de la conversación que ha mantenido con el caballero que está sentado al lado. Y digo que no he podido, porque con el volumen de voz que emplea, me consta que hasta la han escuchado en la Moncloa, a pesar de los kilómetros de distancia. Lleva media hora soltando perlas de sabiduría popular, que sin duda ha debido usted escuchar de otras personas para reproducir en el momento adecuado. No obstante, ha dilapidado todo ese esfuerzo al decir la única frase de su propia cosecha, que resumiré en: usted no vota.

 

Podría decirle de muchas formas distintas lo necio de su afirmación de que como no vota, no tiene porqué soportar las consecuencias de las elecciones, pero me temo no poder bajar al nivel requerido para que usted me comprenda. Sin duda, una idea que le resultará vagamente familiar es aquella de la democracia. Ha oído hablar de ella a menudo, y la practican con usted cada día. En este momento, la estábamos practicando toda la sala, teniendo que escuchar sus sandeces sin apetecernos un ápice por aquello de la libertad de expresión. También debemos reprochar a la democracia que no se consideren las voces humanas, como la suya, contaminación acústica. Por muy estridentes y desagradables que sean, que en este caso, lo son. Es también la maldita democracia la que le permitió casarse con ese pobre diablo que, cada mañana al despertarse y verla a su lado, ruega a Dios que le libere de tanta angustia eterna por un efímero momento de enajenación. Y ésa misma, es la que le ha permitido educar  a sus hijos como si fueran los caballos de su cortijo, sin rendir cuentas a padres, hermanos, maridos, o cualquier otro familiar masculino.

 

Entiendo que usted, después de lo que le he dicho, me replique que la deje expresarse como le de la real gana, que por lo que digo, eso es democracia. Y tiene usted razón. Pero también es democracia que yo me exprese libremente, y en este caso, justicia. Porque ha tenido la desfachatez de criticar la política, los políticos y a las personas que votan, despreciando el ejercicio del voto, que es la máxima expresión de la democracia, porque al final, se reduce a una idea fundamental: tener la libertad de elegir. No lo que te gustaría, claro. Somos humanos, seres imperfectos. La mayoría, intentamos hacerlo lo mejor posible con lo que tenemos. Y, sí, unos pocos lo hacen todo lo mal que pueden, procurando quedar bien tapaditos y como santos de puertas para fuera. Como le digo, está escrito que tiene que haber de todo, y la mejor prueba de ello es usted. Porque lo peor de su comentario no es que se trasluzca falta de fe en el sistema, que por desgracia, todos empezamos a carecer de ella. Ni falta de fe en los políticos, que hacen que perdamos la fe en el género humando diariamente. Ni siquiera que demuestre una intransigencia descomunal, por quejarse de aquello contra lo que nada hace ni piensa hacer. Lo deplorable del asunto es que manifiesta que le importa poco menos que un pimiento el derecho a elegir, y eso, señora mía, es asqueroso, y más aún siendo mujer.

 

Nosotras, que siempre hemos estado sometidas al yugo masculino, hasta hace bastante poco no podíamos hacer nada. Claro que la memoria es caprichosa, y olvida fácilmente lo que no le gusta. Pero créame, cuando el tiempo se mide en siglos, cincuenta, cien o ciento cincuenta no son tantos años. Y precisamente por eso, hace un suspiro no podíamos comprar una vivienda nosotras solas. Tenía que autorizarnos nuestro padre o marido. Lo del trabajo también nos costó lo nuestro, aunque eso lo conseguimos un poco antes porque ya se apañaron ellos de que ganáramos menos dinero por hacer lo mismo, o de ofrecernos puestos peores, salvando su ego a costa de nuestra dignidad. Pero nada de eso habría sido posible si, un buen día, mujeres valientes no hubieran dado un paso al frente para luchar por los derechos de todas. Y esos derechos, señora mía, empezaban por el derecho a votar. Porque si no podemos elegir quién nos gobierna, ¿qué mas da que sea democracia o dictadura? A los efectos prácticos, para el que no puede elegir es lo mismo: una autoridad impuesta. El derecho al voto nos permite decantarnos por la mejor opción en ese momento. No siempre acertamos. Es difícil hacerlo cuando aquellos que se disputan tu apoyo te engañan y manipulan para acceder al poder. Pero tenemos la oportunidad de escoger. Y por eso, aceptamos lo que sea escogido por la mayoría, aunque no nos guste el resultado. Así son las reglas del juego y, pese a las trampas de los jugadores, merece la pena participar.

 

Esas mujeres sabían que un día, si conseguíamos el derecho a votar, también tendríamos la posibilidad de elegir quienes queremos ser, y serlo con plenitud. Sin escondernos detrás de ninguna figura masculina. Con todo lo que ello significa. Y lo hicieron, en algunos casos de tantos, a costa de lo más sagrado: la propia vida. Sólo por eso señora, la próxima vez que vaya a jactarse de que no vota, piense, no en cómo sería su vida, sino en como sería la de su hija. Quizás entonces pueda comprender la infamia que ha cometido. Mientras tanto, nada más hay que yo pueda decirle para ilustrarla sobre el tema”.
 
 

No hay comentarios:

Publicar un comentario