Hace un par de semanas, acompañé a un familiar a la consulta del médico.
Como es habitual en estos casos, uno procura estar allí al menos un cuarto de
hora antes de la cita que le han dado, no vaya a ser que el doctor,
milagrosamente, vaya en hora y te toque esperar hasta el final de su jornada
laboral. Pero, claro, debe ser que la Corte Celestial no tiene mano
en ciertos aspectos de la sanidad pública (ni privada, ya puestos), porque la
realidad es que si le sumamos el tiempo de antelación con la que uno va y el retraso que lleva la consulta, lo más
normal es que te pases allí media mañana, cuando no la mañana completa, esperando
pacientemente tu turno. Vaya por delante que no pretendo criticar a los
profesionales de la sanidad, que seguro que los hay muy válidos, y sufren tanto
como los pacientes los retrasos a la hora de pasar consulta, obligados a poner
las citas cada cinco minutos por culpa de políticas sanitarias poco realistas y
extremadamente deficientes. Pero la realidad es la que es, para desgracia de
todos, y no me corresponde a mí endulzarla para no herir sensibilidades poco
críticas.
Volviendo al tema que tratábamos, mi familiar y yo llegamos con ese
cuarto de hora de antelación a la consulta. Comprobamos que el mundo seguía por
su derrotero habitual: la sala de espera atestada de pacientes, un retraso que,
en nivel ascendente, oscilaba entre 30 y 45 minutos, etc. A la vista del
panorama, sólo nos quedaba recurrir a la resignación y sentarnos hasta que
fuera nuestro turno. Y eso hicimos. Pero claro, cuando tienes que matar una
hora entera (si no más), sin hacer otra cosa que mirar el deprimente color de
las paredes del centro de salud, llega un momento en que te resulta inevitable
empezar a prestar atención a las conversaciones que se mantienen a tu
alrededor. Hay que decir que también ayuda el hecho de que algunas personas se
acomoden allí como si estuvieran en el salón de su casa, lo que vendría a ser,
más o menos, tal que así: medio tumbado en la silla, rascándose sin pudor todo
lo que pique y hablando a voz en grito de los temas más variopintos. Viéndolos,
estoy segura de que más de un médico siente deseos de decirles que el
aburrimiento, hasta la fecha, no se considera una enfermedad, y que quizás en
un parque encontrarían un entorno más adecuado para ellos, ahorrándolos a los
demás, que sí que están enfermos, la molestia de escucharlos. Claro que,
conociendo el percal, aquí se liaría la de Dios, tildando a los médicos de
enviados del anticristo por negarle a una persona el derecho a incordiar. Por
tanto, como a mí, no les queda más remedio que escucharlos, con la desventaja
de que ellos lo hacen cada día, y yo sólo cuando es inevitable.
Pues bien, allí estaba yo, intentando no escuchar a esos elementos
perturbadores de la calma sanitaria, cuando la insistente y elevada voz de una
señora se sobrepuso a las demás. Esta señora se encontraba hablando, de forma
muy acalorada y coloquial, con un caballero que, no creo equivocarme, había
tenido el dudoso gusto de conocerla allí mismo. El tema era de lo más habitual
en los tiempos que corren: la política. Tampoco había demasiada originalidad en
las frases que se pronunciaban, sobre todo por parte de la señora, que apenas
si dejaba que su contertulio metiera baza de vez en cuando. No obstante, una
vez que mi atención se centro en esa conversación, no hubo manera de ignorarla,
y muy a mi pesar me pase más de media hora escuchando comentarios como los que
siguen: “todos los políticos son unos chorizos”, “así nos va en España con lo
que tenemos gobernando”, “pasamos del PP al PSOE porque las demás opciones no
existen, aunque hay más partidos”, etc. Casi había conseguido aclimatarme al
entorno, con ese soniquete de runrún continuo, cuando escuché la gran frase:
“pero vamos, que a mí me da igual, porque yo no voto, ¿para qué? Así que ahora
que aguanten los que han votado”.
Después de dos años de ejercicio de la abogacía, uno se curte en escuchar
las idioteces mas tremendas y seguir con cara de circunstancias, como si lo
manifestado por la persona que está enfrente fuera lo más natural del mundo.
Así que, lógicamente, como toda buena costumbre adquirida, entró en juego sin
que yo necesitara ponerla en marcha de manera consciente, mientras que dentro
de mi cabeza se desataba una pequeña tormenta. La frase resonaba en mi cabeza
una y otra vez, mientras que yo, saliendo del shock, pasaba de la incredulidad
a la indignación. Me hubiera gustado levantarme, sentarme enfrente de esa
señora y puntualizarle algunas cosas. Obviamente, no era momento ni lugar, así
que no lo hice. No obstante, como soy partidaria de echar fuera los demonios,
que no sirven más que de lastre, aquí van las palabras que se quedaron en mi
garganta:
“Querida señora:
No he podido evitar escuchar parte de la conversación que ha mantenido
con el caballero que está sentado al lado. Y digo que no he podido, porque con
el volumen de voz que emplea, me consta que hasta la han escuchado en la Moncloa , a pesar de los
kilómetros de distancia. Lleva media hora soltando perlas de sabiduría popular,
que sin duda ha debido usted escuchar de otras personas para reproducir en el
momento adecuado. No obstante, ha dilapidado todo ese esfuerzo al decir la
única frase de su propia cosecha, que resumiré en: usted no vota.
Podría decirle de muchas formas distintas lo necio de su afirmación de
que como no vota, no tiene porqué soportar las consecuencias de las elecciones,
pero me temo no poder bajar al nivel requerido para que usted me comprenda. Sin
duda, una idea que le resultará vagamente familiar es aquella de la democracia.
Ha oído hablar de ella a menudo, y la practican con usted cada día. En este
momento, la estábamos practicando toda la sala, teniendo que escuchar sus
sandeces sin apetecernos un ápice por aquello de la libertad de expresión.
También debemos reprochar a la democracia que no se consideren las voces
humanas, como la suya, contaminación acústica. Por muy estridentes y
desagradables que sean, que en este caso, lo son. Es también la maldita
democracia la que le permitió casarse con ese pobre diablo que, cada mañana al
despertarse y verla a su lado, ruega a Dios que le libere de tanta angustia
eterna por un efímero momento de enajenación. Y ésa misma, es la que le ha
permitido educar a sus hijos como si
fueran los caballos de su cortijo, sin rendir cuentas a padres, hermanos,
maridos, o cualquier otro familiar masculino.
Entiendo que usted, después de lo que le he dicho, me replique que la
deje expresarse como le de la real gana, que por lo que digo, eso es
democracia. Y tiene usted razón. Pero también es democracia que yo me exprese
libremente, y en este caso, justicia. Porque ha tenido la desfachatez de
criticar la política, los políticos y a las personas que votan, despreciando el
ejercicio del voto, que es la máxima expresión de la democracia, porque al
final, se reduce a una idea fundamental: tener la libertad de elegir. No lo que
te gustaría, claro. Somos humanos, seres imperfectos. La mayoría, intentamos
hacerlo lo mejor posible con lo que tenemos. Y, sí, unos pocos lo hacen todo lo
mal que pueden, procurando quedar bien tapaditos y como santos de puertas para
fuera. Como le digo, está escrito que tiene que haber de todo, y la mejor
prueba de ello es usted. Porque lo peor de su comentario no es que se trasluzca
falta de fe en el sistema, que por desgracia, todos empezamos a carecer de
ella. Ni falta de fe en los políticos, que hacen que perdamos la fe en el
género humando diariamente. Ni siquiera que demuestre una intransigencia
descomunal, por quejarse de aquello contra lo que nada hace ni piensa hacer. Lo
deplorable del asunto es que manifiesta que le importa poco menos que un
pimiento el derecho a elegir, y eso, señora mía, es asqueroso, y más aún siendo
mujer.
Nosotras, que siempre hemos estado sometidas al yugo masculino, hasta
hace bastante poco no podíamos hacer nada. Claro que la memoria es caprichosa,
y olvida fácilmente lo que no le gusta. Pero créame, cuando el tiempo se mide
en siglos, cincuenta, cien o ciento cincuenta no son tantos años. Y
precisamente por eso, hace un suspiro no podíamos comprar una vivienda nosotras
solas. Tenía que autorizarnos nuestro padre o marido. Lo del trabajo también
nos costó lo nuestro, aunque eso lo conseguimos un poco antes porque ya se
apañaron ellos de que ganáramos menos dinero por hacer lo mismo, o de ofrecernos
puestos peores, salvando su ego a costa de nuestra dignidad. Pero nada de eso
habría sido posible si, un buen día, mujeres valientes no hubieran dado un paso
al frente para luchar por los derechos de todas. Y esos derechos, señora mía,
empezaban por el derecho a votar. Porque si no podemos elegir quién nos
gobierna, ¿qué mas da que sea democracia o dictadura? A los efectos prácticos,
para el que no puede elegir es lo mismo: una autoridad impuesta. El derecho al
voto nos permite decantarnos por la mejor opción en ese momento. No siempre
acertamos. Es difícil hacerlo cuando aquellos que se disputan tu apoyo te
engañan y manipulan para acceder al poder. Pero tenemos la oportunidad de
escoger. Y por eso, aceptamos lo que sea escogido por la mayoría, aunque no nos
guste el resultado. Así son las reglas del juego y, pese a las trampas de los
jugadores, merece la pena participar.
Esas mujeres sabían que un día, si conseguíamos el derecho a votar,
también tendríamos la posibilidad de elegir quienes queremos ser, y serlo con
plenitud. Sin escondernos detrás de ninguna figura masculina. Con todo lo que
ello significa. Y lo hicieron, en algunos casos de tantos, a costa de lo más
sagrado: la propia vida. Sólo por eso señora, la próxima vez que vaya a
jactarse de que no vota, piense, no en cómo sería su vida, sino en como sería la
de su hija. Quizás entonces pueda comprender la infamia que ha cometido. Mientras
tanto, nada más hay que yo pueda decirle para ilustrarla sobre el tema”.
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