domingo, 10 de febrero de 2013

Carta al mejor amigo del hombre


Querido amigo:

 

Hace días que no puedo leer un periódico o bucear por una red social. A la que me descuido, me topo con una nueva noticia sobre maltrato, abandono o muerte de uno de tus congéneres. Sucesos tristes y desgarradores que me encogen el corazón y me dejan hecha polvo para lo que reste de día.

 

Durante un tiempo pensé que era cosa mía, que esos casos atroces no podían ser tan frecuentes, y que no hay nada mejor que obsesionarse con algo para verlo en todas partes. Entonces, enfadada por haberme vuelto impresionable, volvía al periódico o a Internet. Breves visitas en las que descubría que no es ninguna obsesión, que el maltrato y demás tropelías contra tu especie son más frecuentes de lo que me temía.

 

Todo empezó con la noticia de la pobre galga que se perdió en el metro de Madrid. Cuatro días estuvo dando vueltas, muerta de miedo y de vete a saber que más, para acabar atropellada por un maldito metro. No se permitió que nadie bajara a buscarla, a pesar de que varias asociaciones estuvieron allí durante esos días. Finalmente, dos mujeres de alguna de ellas, valientes, decidieron saltarse las normas y arriesgarse a ir a por ella. Nada se pudo hacer, más que recuperar su cuerpo, maltrecho y sin vida. Y ya está. Nada que hacer ni que decir. Un suceso que ni siquiera tenía interés para los telediarios. Sólo era una perra callejera muerta.

 

Después, como los males no vienen solos, empezaron a llover más noticias: un perrito abandonado, atado en el puente del nuevo paseo marítimo de Málaga, que recogía la sociedad protectora de la ciudad; un par de cachorros que algún insensato tiró a una zona de queroseno en Chile, rescatados por dos jóvenes que jugaban al fútbol con más chicos por el lugar; un tinerfeño detenido por la Guardia Civil por tirar perros vivos por un barranco; perros salvajes tiroteados en Punta Umbría con autorización del Ayuntamiento; etc.

 

La lista continúa, pero para qué ahondar más en la barbarie. Con lo enumerado, será suficiente para ahuyentar al sueño durante bastantes días. Porque, lamentablemente, no hay noche que mi cerebro no de un repaso mental a todas esas noticias en un intento por entender de donde proviene tanta crueldad gratuita. Hasta el momento, todo esfuerzo ha resultado infructuoso. ¿Qué impulsa a una persona a destrozar a un animal? ¿Qué mal temible ven en sus ojos dulces e inocentes que a mí se me escapa? Puedo comprender que, en una situación donde peligra tu vida o la de un ser querido, se emplee la fuerza con el resultado más grave, aún a costa de la vida del animal que te ataca. Al final, el instinto de supervivencia o el de protección siempre perviven. Pero ¿y cuándo no hay situación de peligro? ¿Cómo puede uno levantar la mano contra un animal y, simplemente, no parar hasta que lo matas? No puedo comprenderlo, ni ahora ni nunca. Por mucho que lo intente, no es un esfuerzo que vaya a obtener resultado.

 

Lo peor, tú lo sabes mejor que nadie, es que no es una cruzada contra tus congéneres caninos. Es una guerra abierta contra todo animal que exista. Como si el mundo fuera sólo nuestro, y pudiéramos hacer de él lo que nos viniera en gana. Sin rendir cuentas, ni atender a razones. Algunos ya han caído para no levantarse, extinguidos por la mano que les hizo imposible sobrevivir. Y los habrá que estén orgullosos de poder apuntarse ese tanto. Pobres necios que no son conscientes de que, tarde o temprano, uno debe pagar sus deudas. Tanto si quiere, como si no. Llega el día en que la vida se acaba, y no se hace borrón y cuenta nueva, sino balance. Y ¡ay del que no esté preparado para asumir su resultado!

 

No obstante, es un flaco consuelo. Porque mientras tanto, aquí todo sigue igual. Animales que mueren cuando deberían vivir, y personas que viven cuando deberían desaparecer. Y yo, impotente, me conformo con ser testigo mudo de lo que ocurre, sin alzar la mano, pero sin detener tampoco el brazo que cae. No hay excusas para mí. Sólo la verdad incómoda que pretendo evitar, esa que nos decimos todos para sentirnos mejor: yo sola no puedo cambiar nada. Pero me he dado cuenta de que esa verdad no es cierta. Sí puedo cambiar algo. No puedo proteger a todos los animales maltratados del mundo, ¡ojalá pudiera! Pero puedo hacer algo más que la nada que hago ahora. Puedo marcar una diferencia, por muy pequeña que sea. No quiero seguir lamentando las muertes y el maltrato, la mala suerte de esos seres que sólo tratan de sobrevivir, cruzada de brazos y a lo mío. No ahora, que allá arriba hay un ser peludo que me mira, seguramente con la misma bondad y dulzura que cuando me miraba aquí abajo, lamentando mi parsimonia y mi comodidad. Y lo que me hace sentir peor es que sé que no me lo tendrá en cuenta. Que el día que se haga mi balance, intercederá en mi favor por lo poco bueno que hiciera por él. No estará él solo, le acompañarán otros ese día. Algunos que ya están y perdí antes que a él, y otros que están conmigo ahora o lo estarán a lo largo de mi vida. Seres que se entregaron por completo, dándome su todo a cambio de lo que a mí me sobraba. Ahora no puedo mirar sus ojos sin sentirme despreciable, sin que mi conciencia me pregunte “¿y si fueran ellos?” Y sé que si fueran ellos, por muy irracional que suene, yo no permitiría ese golpe. Ni ese ni ninguno, mientras tuviera aliento. Primero tendrían que terminar conmigo del todo, porque con poca o mucha fuerza, de pie o arrastrándome, sería el obstáculo perenne en el camino de la destrucción.

 

Si fueras otro, pondrías en duda mis palabras. Tantos años de pasividad no pueden ser borrados por un discurso mínimamente emotivo y unas cuantas noches de insomnio. Pero tú no eres cualquiera. Tú tienes fe siempre, como sólo un perro puede tenerla. Incluso atado, abandonado, sin agua ni comida, pasando penurias y peligros, recorres kilómetros sin cuartel buscando al dueño que te puso en esa situación, convencido de que todo ha sido un malentendido, de que cuando lo encuentres se subsanará el error. Sólo vosotros sois capaces de volver a querer a un ser humano después de todo lo pasado. Sólo vosotros ponéis la otra mejilla.

 

Por eso, y aunque entre nosotros no haga falta, he de ser tajante en esta ocasión, dándote las explicaciones que no me pides. Esta carta, amigo, no son ahora, ni serán jamás, sólo palabras. Es cierto que debo poner en orden ciertas cosas antes de entregarme a la lucha, que no puedo salir mañana por la puerta armada hasta los dientes y masacrar a todo ser humano que se lo merezca. Entre otras cosas, porque desde la cárcel poco podría hacer, y porque el uso de la fuerza bruta siempre debe ser el último recurso. Pero no te preocupes, que el tiempo que necesito no será largo, y nos servirá a ambos. Necesito armarme bien para la lucha, porque será larga y difícil. No serán suficientes las ganas y la voluntad, que es lo único que poseo ahora. Yo no olvidaré, ni cambiaré de parecer. Te aseguro que antes de que llegue a una nueva década, podrás verme marcar la diferencia. Por ti, por los que están contigo, por los que estarán. Y porque, en este asqueroso mundo, uno es lo que es, y yo comparto especie con los abominables que te torturan. Así que la deuda que tienen contigo, ahora es también mía. Y yo no esperaré al balance final. La saldaré en vida, con los medios que tenga a mi alcance, que serán muchos y potentes.

 

No hace falta decir más. Tú sabes que yo nunca hablo en balde, y que no hay muro que no derribe cuando mi voluntad así lo decide. Allá donde estés, cuídate y cuídalos, porque volveremos a vernos y, entonces, si tenéis que interceder por mí, lo haréis sintiendo que merece la pena.
 
 
 
 

 

Un abrazo, amigo. Hasta pronto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario