Si uno es mínimamente inteligente, con el paso de los años va aprendiendo muchas cosas. A veces son cosas útiles, que te permiten salir airosa de determinadas situaciones. Otras veces son cosas que no te sirven más que para no perder tiempo en repetir una experiencia vacía. En cualquier caso, si mantienes la mente abierta y te permites cuestionarse las cosas, aunque sea sólo por un segundo, aunque sólo te sirva para reafirmarte en lo que ya creías, siempre aprendes, y con ese aprendizaje, subes un peldaño más en la particular escalera del crecimiento personal. Por supuesto, no es ningún camino de rosas, pero la vida te enseña bien pronto que todo lo que merece la pena tiene un precio alto. No obstante, hay lecciones duras que casi desearías no haber aprendido. Como, por ejemplo, lo difícil que resulta ser justo a la hora de juzgar cualquier situación.
El ser humano, bajo mi punto de vista, es injusto por naturaleza. ¡Cómo podría ser de otra manera, siendo como es, envidioso y débil! Quizás por eso inventamos la justicia, para tener algo a lo que aspirar, algo que nos elevara del deplorable estado en el que nos encontramos la mayoría. Claro que es mucho más fácil decirlo que hacerlo, porque lo segundo implica valorar el contexto en su conjunto, y no determinados momentos puntuales. Nosotros le hemos puesto a la justicia en las manos una balanza, y nos divertimos ignorando uno de los platos según nos interese. Si tenemos enfrente al pobre perdedor, veremos los dos platos. Es más, tenderemos a llenar el plato del mérito más que su antagonista. Pero no os equivoquéis, no es la pureza de corazón lo que nos hace hacerlo así, sino la debilidad. Es más fácil empatizar con el que es igual de miserable que tú. Al fin y al cabo, no te supone ninguna amenaza. Con el ganador, la historia cambia. Ya no nos interesa mirar apenas el plato de los méritos, ¿para qué? ¿Para dejarnos patente que se puede, pero que nosotros carecemos de talento o voluntad? No, no. Mejor vamos a mirar con lupa y todo detenimiento el plato de los desméritos, retorciendo precisamente la cualidad que en secreto envidiamos y de la que carecemos por completo.
Lo dije antes y merece la pena repetirlo: el ser humano no es justo, es envidioso y débil. Precisamente por eso la gran mayoría de nuestros juicios de valor están impregnados de una de estas dos características que, para colmo, tampoco usamos de manera arbitraria, sino de una forma que podríamos llamar biológicamente predeterminada. Al perdedor lo juzgaremos siempre con debilidad, porque es fácil perdonar las faltas del que es peor que tú, del que no tiene posibilidades contra ti. Al ganador lo juzgaremos con envidia, por tener la desfachatez de dejar patente que se puede ser mejor, pero que nosotros no lo somos porque no estamos dispuestos a pagar el precio que eso conlleva.
En secreto, los débiles del mundo han retorcido la fábula de superación más antigua que existe, y lo peor es que el resto nos lo hemos tragado. ¿Por qué nadie quiere ser Goliat? ¿Por qué todos quieren ser David? Porque David es el pequeño, lo que se traduce en el débil, que con su astucia vence al gigante, que sólo puede decir en su favor que es tan fuerte como grande. ¿Y punto? ¿A eso ha quedado reducido todo? Si eres pequeño, eres débil pero listo; si eres grande, eres tonto pero fuerte. Pero, ¿y si el débil, gracias a su inteligencia, se convierte en fuerte? ¿Pasa a ser un Goliat más, y en dicha conversión, automáticamente se vuelve tonto? ¿Nadie puede ser grande, fuerte y listo? ¿El precio que ha de pagar el débil por ser fuerte es la pérdida de inteligencia? Sería una buena excusa de los débiles para no efectuar el cambio, desde luego. ¿Y qué pasa con David? Después de su victoria, ¿desaparece? Pues resulta que no, pero como en tantas ocasiones, la historia después de la historia no sirve para hacer ciertas propagandas. Para no cansar, y como la versión completa y con detalles para el que quiera contrastarlo está en la Biblia, el resumen podría ser el siguiente: David, que ya no era débil, despertó la envidia (¿veis porqué hacía antes hincapié en esto?) de algunos de sus semejantes, que obviamente, no tenían lo que había que tener para aceptar que uno es tan grande como trabaje para serlo. Así las cosas, David tiene que luchar con denuedo contra la inquina y la envidia que ha despertado su reciente grandeza, encontrando en su camino tantos detractores como manos amigas. ¿Resultado? Todos recordamos el nombre de David, ¿alguien recuerda el nombre de los envidiosos? Apuesto a que los débiles no. Porque esa parte de la historia, que reinterpreta el fragmento que ellos han maleado, no les hace quedar bien.
Y esto, señores, pasa continuamente. ¿Un ejemplo? La Décima. Sí, vamos a hablar, por fin, de fútbol, pero ya metidos en contexto. Porque desde la noche del 24 de mayo se han estado diciendo muchas tonterías, y ya va siendo hora de que se oigan algunas palabras que pongan freno a tanto sinsentido. He leído y escuchado una y otra vez, siempre a los aficionados y simpatizantes de los mismos equipos, todo hay que decirlo, que el Real Madrid no mereció ganar. Incluso, y lamento reproducir tamaña blasfemia, hay aficionados (o que dicen llamarse así) del Real Madrid, ¡que lo dicen! Falsos aficionados, le pese a quien le pese. ¿Y en qué basan toda su argumentación? En los cinco minutos añadidos al final. Porque está claro que un equipo tiene que demostrar si es digno de ganar la Orejona en los 90 minutos reglamentarios del último partido. Y punto. Y yo me pregunto, ¿en qué piedra está eso escrito? ¿Quién carajo ha proclamado que esa es la verdad universal? Una verdad sectaria, todo hay que decirlo, porque el señor clarividente que sentó cátedra con tamaña afirmación no tuvo en consideración las pérdidas de tiempo a la que los equipos son tan aficionados cuando llevan un gol de ventaja, se haya metido ese gol en el minuto 1 de partido o en el 36. Esas pérdidas que se traducen en saques de línea que se alargan hasta llegar al minuto, dolores en las pantorrillas por un empujoncito del rival, encontronazos con jugadores del otro equipo para que el árbitro tenga que desplazarse a separarlos y así se quede el juego parado, cambios de jugadores en los que los susodichos avanzan a tal velocidad hacía el banquillo que casi te parece verlos caminar al revés, etc. Hay muchas maneras de perder el tiempo en el césped, y cualquiera que entienda de fútbol las reconoce sólo con olerlas. Pero claro, el que estableció la sacralidad de los 90 minutos carecía de nariz. Y de sentido común, dicho sea de paso.
El Real Madrid conquistó su Décima, y sí, hay que decir conquistar porque lo de este equipo con la Orejona es el mayor romance futbolístico de todos los tiempos, desde los emparejamientos de la fase de grupos. La conquistó cuando Cristiano Ronaldo consiguió el record de goles de esa fase con nueve tantos. Record que no se había batido desde la temporada 2002/2003. La conquistó cuando ese mismo delantero, que antes de meter su gol número 17 la noche a la que me refiero, ya aventajaba como máximo goleador de esta edición al segundo (Ibrahimovic) por seis goles, y al tercero y cuarto (Messi y Diego Costa) por ocho. La conquistó cuando en esa misma fase de grupos se dedicó a golear a todo equipo que se le ponía a tiro, sentando las bases de lo que pretendía conseguir ese año. La conquistó cuando, contra todo pronóstico, eliminó al Borussia Dortmund, verdugo la pasada campaña. La conquistó cuando, de nuevo contra todo pronóstico y cuando más de uno los daba por muertos, eliminó al anterior, aunque en ese momento vigente, campeón de la Champions, Bayer de Munich. La conquistó cada vez que a lo largo de esta campaña se ha cuestionado su autoridad en Europa, manteniendo la cabeza fría y la mirada en el objetivo. La conquistó cuando, hay que admitirlo, bajo los brazos en Liga para convertir la Décima en la prioridad absoluta de esta temporada. La conquistó cuando Casillas se dejó marcar el gol más tonto de todas las finales de la Champions, y aun así, tanto jugadores como equipo técnico y afición, continuamos creyendo que la vida no podía ser tan cruel como para jugar la final de la Décima y no llevárnosla a su casa. La conquistó con jugadores cansados, lesionados, a medio gas, pero repletos de coraje, de fe, de talento. La conquistó cuando salió con una alineación de 4-4-3, poniendo en punta a lo más granado del ramillete, a fin de meter los goles que nos aseguraran la victoria. La conquistó cuando el mejor jugador del mundo, a pesar de ser una sombra de lo que es debido a su malestar físico actual, decidió arriesgar un mundial por una Décima quedándose en el campo los 120 minutos. La conquistó cuando Ramos ejecutó el proverbial cabezazo por el que lo recordaremos siempre con cariño y respeto. La conquistó cuando el fichaje más criticado, aunque legal en sus cifras, del año, no perdió la fe en que uno de sus remates tocara red en portería, demostrando como en la final de la Copa del Rey que, si vamos a juzgar a los jugadores sólo por aparecer en los momentos decisivos, desde luego, él puede subirse a ese podio por derecho. La conquistó, la conquistó, y la volvió a conquistar innumerables veces a lo largo de esta larga, aunque ahora nos parece corta, temporada.
Yo soy del Real Madrid, ¡cómo podría no serlo! Yo he crecido viendo a Raúl demostrando su señorío en el campo y fuera de él. He crecido viendo a los galácticos. He crecido escuchando cada partido en el Bernabeu en el minuto 7 “illa, illa, illa, Juanito Maravilla”. He crecido viendo aumentar cada temporada el palmarés de mi club. He crecido viendo a Di Stéfano adorar un escudo más que su propio nombre. He crecido viendo como los mejores jugadores del mundo adoraban la camiseta blanca. He crecido escuchando anécdotas de la quinta del Buitre. He crecido con la excelencia. He crecido con la ética del sacrificio diario. He crecido con la acusación de la soberbia, de la falsa humildad, de la prepotencia. Y lo he soportado, y he crecido más fuerte cada vez, porque por mucho que escueza, nadie puede ser realmente humilde y aspirar a grandes cosas. El verdadero humilde se conforma con lo que tiene, no pide más, no aspira a más, porque eso es aspirar a ser mejor que otros, y eso va en contra de la esencia de la humildad. No, el Real Madrid no me enseñó a ser humilde. Me enseñó a ser trabajadora, a no dejarme pisotear por nadie, a no creer que los demás pueden hacer algo que a mí me está vetado, a tener fe en que siempre hay uno entre millones y ese uno, ¡qué carajo!, puedes ser tú si te esfuerzas más que nadie. Y la noche del 24 de mayo me demostró que todas esas lecciones siguen vigentes, que las pregona y las sigue practicando, y por encima de todo, que realmente funcionan, que dan resultados, que marcan la diferencia.
No, el Atletico de Madrid no se mereció ganar. Ni esa noche, ni ninguna de las anteriores. Porque eliminar a un Barcelona en decadencia no es el precio a pagar por esta victoria. Ni tener el camino expedito de cocos que le van cayendo al resto de rivales. Ni que tu mejor jugador sea el portero y tu mayor mérito en la competición ser el equipo menos goleado. Ni salir a ganar una Copa de Europa con un sistema de 4-4-2, con un delantero estrella que a los pocos minutos, valorando más el mundial que la copa que tiene delante, prefiere no arriesgar. Ni marcar un gol en el minuto 36 y encerrarte atrás, que por otra parte, era lo que había estado haciendo los 36 minutos anteriores de partido, aunque sin gol a favor. Ni decir que si se tiene fe y se trabaja, se consiguen las cosas, y perder tiempo a manos llenas rezando porque el reloj se acelere, en lugar de luchar por marcar el segundo gol habría matado el partido. No, no se lo mereció porque en el momento crucial, el equipo que demostró tener fe hasta el final fue el Real Madrid. El que no bajó los brazos y tuvo un sistema enfocado en el ataque y en meter goles, que es lo que gana los partidos de fútbol, al fin y al cabo, fue el Real Madrid. Las oportunidades no son de la persona a quien se le presentan, sino de la persona que las agarra. Y eso le falto al Atletico de Madrid: agarrar su oportunidad.
Sí, el Real Madrid fue justo vencedor. Por toda la temporada que ha hecho. Por un Cristiano Ronaldo que devora record de goles cada temporada, haciendo avanzar al equipo. Por un Xabi Alonso que se debatía desesperado en las gradas, después de que un mal lance le privara de jugar la final que tanto se había ganado. Por un Carvajal que, si bien no recibe los halagos que se merece, analizado partido a partido, es uno de los jugadores más trabajadores de la historia del fútbol. Por un Varane que con sólo 21 años es un muro defensivo seguro y fiable al que jugadores veteranos rivales temen encarar. Por un Modric que este año ha limpiado las críticas del anterior demostrando que los equipos, como todo lo humano, necesita su tiempo de adaptación, pero cuando se completa, ¡madre mía!, cuando se completa puede ser una combinación gloriosa. Por un Sergio Ramos que, a pesar de sus codazos y su juego peligroso, siempre derrocha pasión, ganas y fe. Por todos los jugadores que no menciono, pero que han trabajado a favor del equipo. Por el equipo técnico. Por Ancelotti y su reposada manera de no entrar en los berenjenales de las salas de prensa, pero sin duda, saber entrar en los del vestuario para aportar una unidad y una calma que nos había dejado de visitar. Por Zidane, por ser, por estar, porque aunque se va, siempre esperamos que vuelva y siempre hay sitio para él. Por la afición, que lo hemos sufrido, y aun así, aquí estamos siempre, pierda o gane, defendiendo el equipo a capa y espada sin renunciar a la crítica constructiva ni a la necesaria exigencia. Porque sólo hay dos palabras en el mundo futbolístico que sean el mejor saludo y la mejor despedida, que despierten la sonrisa más grande, que te hagan empatizar con alguien de la manera más rápida, que te hagan sentir la más calurosa bienvenida, que te emocionen tanto, que siempre sea buen momento para decirlas, que condensen toda la historia del madridismo. ¿A estas alturas, alguien duda cuales son esas dos palabras? Como dice una canción reciente: ¡Hala Madrid! Y nada más.
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