Llevo toda la semana reflexionando sobre el día de San Valentín. Sobre
cómo pudo comenzar, que sentido tuvo en su momento, que significado pretenden
que tenga ahora y qué significa para mí. Investigando sobre el tema, he llegado
a la conclusión de que hay dos teorías mayoritarias acerca del origen de esta
fecha.
La primera de estas teorías afirma que nació en honor de un romano,
llamado Valentín, que se convirtió al cristianismo. No podemos afirmar mucho
sobre él, aunque con toda seguridad era un hombre consecuente con sus
decisiones, pues se dedicó a sacar a los cristianos de las cárceles romanas.
Cuando finalmente le descubrieron, se negó a renunciar a su fé, por lo que fue
ajusticiado el 14 de febrero del año 269 Después de Cristo.
La segunda teoría, bastante más extendida, afirma que esta fecha se debe
a Valentín, un cura que servía en un templo en la época de Claudio III. Cuando
éste decidió reclutar a todos los hombres jóvenes para el ejército,
prohibiéndoles contraer matrimonio, Valentín hizo caso omiso del Decreto,
oficiando matrimonios en secreto. Una vez descubierto, fue encarcelado por
haber desafiado al emperador. Antes de morir, dejó una carta de amor a la hija
del carcelero, poniendo en ella como rúbrica “de tu Valentín”.
Finalmente, en el año 496 Después de Cristo, el Papa Gelasio decidió que
se honraría a San Valentín cada catorce de febrero. Y así se ha venido haciendo
hasta ahora. Cada año, ese mismo día, se celebra el amor. Pero, ¿qué amor? La
televisión, la radio, la publicidad de las tiendas y centros comerciales, hasta
las conversaciones que surgen a mi alrededor, no dudan en señalar que el
elegido es el amor de pareja. Ese, y no otro, es el amor por excelencia, y ello
a pesar de que las teorías de su nacimiento deriven todos de un amor general,
superior al de una sola persona por otra. Ahí debemos encontrar todos a nuestra
media naranja. Y ya esta. Los demás tipos de amor, si bien son tan necesarios
como ese, quedan relegados a un segundo plano. Si los tienes todos, menos una
pareja, el día de San Valentín no tienes nada, y el mundo parece compadecerte
por ello.
Durante mucho tiempo, yo también lo creí. Seguí a la masa sin plantearme
qué significaba para mí el gran amor, el amor con mayúsculas, la media naranja.
Acepté que ser feliz plenamente pasaba por encontrarlo, y que debía de ser uno
más de los objetivos vitales de mi vida. Pero, curiosamente, nunca me esforcé
por cumplirlo. Me faltaba esa sensación de vacío, ese sentimiento de carencia
que te impulsa a buscar lo que te completa o, más bien, a quien te completa. Nunca he conseguido
conformarme con algo que no me satisface del todo, así que conformarme con
alguien se ha presentado siempre como un objetivo imposible. Y no es que yo sea
una persona carente de defectos. Los tengo, y a montones. Simplemente, no estoy
cómoda con la idea de que alguien se quede conmigo porque no encuentre algo
mejor, y por tanto, no me parece justo pagarle a nadie con esa moneda. Tampoco
me veo capaz de soportar a alguien sólo por no estar sola. A veces, la soledad
es una bendición si la contraposición es determinadas compañías.
Estuve dándole vueltas una y otra vez, preguntándome cual de los
numerosos tornillos que me faltan sería el culpable de esto. Y, sin querer, me
dí cuenta de que quizás nunca me haya sentido incompleta en el sentido literal
de la palabra, pero sí hubo un tiempo muy lejano, tan lejano que apenas guardo
recuerdos de él, en el que había algo que yo deseaba con todo mi corazón, algo
que inconscientemente sabía que necesitaba para ser totalmente feliz.
Afortunadamente, me hicieron ese regalo cuando tenía ocho años. Un regalo que
adoptó la forma de bebé de cabellos rubios y ojos marrones. No he tenido hijos,
así que no puedo saber con certeza como de fuerte e instantáneo es ese amor,
pero de lo que no me cabe la menor duda es que yo experimenté algo muy parecido
la primera vez que la vi. Es asombroso como se puede querer tanto a alguien a
quien acabas de conocer. Alguien que no sabe todavía tu nombre, ni que
parentesco tienes con ella, ni que te sacará de quicio que te haga.
Ahora que miro hacia atrás lo veo tan claro, que me parece absurdo no
haberme percatado desde el primer instante. Lo único que se me ocurre es que,
quizás, algunos sentimientos sean tan abrumadores que nos haga falta un poco de
tiempo para ser conscientes de su plenitud. De lo que no me cabe duda, y quizás
siempre lo he sabido, es que yo conocí a mi media naranja aquel día. Si existe
el alma gemela, si existe la persona que te completa, ella es la mía. Pero no
me completa en el sentido vulgar que le damos a la palabra. No elimina mis
defectos. La quiero demasiado como para poner sobre su frágil espalda un peso
que me corresponde sólo a mí. Hace por mí algo mucho mejor: cuando está cerca,
mis virtudes brillan tanto, que mis defectos se ven menos. Jamás he sido tan
fuerte como cuando ella me ha necesitado. Ni tan despiadada como cuando la han
herido. Ni tan intransigente como cuando la quiero proteger. Me sorprende que
mucha gente pase por su lado sin darse cuenta de que, con bastante
probabilidad, estén cerca de la mejor persona que pueda existir. Porque, seamos
francos, hay muchas personas que brillan, pero muy pocas que hagan que su
brillo motive a los demás. Ella inspira a ser mejor. Es la amiga más leal y
divertida, pero también la enemiga más digna y valiente.
He tenido el privilegio de compartir casa con ella durante muchos años, y
espero que todavía me queden algunos más. Inevitablemente, un día se irá a su
propia casa, y yo tendré que aprender a vivir de otra forma. Aún así, nunca
será como esos años vacíos en mi memoria, de la misma manera que yo tampoco
seré igual que la persona que no la conocía. La vida es cambio constante,
adaptación, mejora, progreso y, por qué callarlo, retroceso. No obstante, habrá
algo que permanecerá tan inalterable como desde que llegó a mi vida: ella, para
mí, es y será siempre el amor en mayúsculas.