domingo, 17 de febrero de 2013

San Valentín


Llevo toda la semana reflexionando sobre el día de San Valentín. Sobre cómo pudo comenzar, que sentido tuvo en su momento, que significado pretenden que tenga ahora y qué significa para mí. Investigando sobre el tema, he llegado a la conclusión de que hay dos teorías mayoritarias acerca del origen de esta fecha.

 

La primera de estas teorías afirma que nació en honor de un romano, llamado Valentín, que se convirtió al cristianismo. No podemos afirmar mucho sobre él, aunque con toda seguridad era un hombre consecuente con sus decisiones, pues se dedicó a sacar a los cristianos de las cárceles romanas. Cuando finalmente le descubrieron, se negó a renunciar a su fé, por lo que fue ajusticiado el 14 de febrero del año 269 Después de Cristo.

 

La segunda teoría, bastante más extendida, afirma que esta fecha se debe a Valentín, un cura que servía en un templo en la época de Claudio III. Cuando éste decidió reclutar a todos los hombres jóvenes para el ejército, prohibiéndoles contraer matrimonio, Valentín hizo caso omiso del Decreto, oficiando matrimonios en secreto. Una vez descubierto, fue encarcelado por haber desafiado al emperador. Antes de morir, dejó una carta de amor a la hija del carcelero, poniendo en ella como rúbrica “de tu Valentín”.

 

Finalmente, en el año 496 Después de Cristo, el Papa Gelasio decidió que se honraría a San Valentín cada catorce de febrero. Y así se ha venido haciendo hasta ahora. Cada año, ese mismo día, se celebra el amor. Pero, ¿qué amor? La televisión, la radio, la publicidad de las tiendas y centros comerciales, hasta las conversaciones que surgen a mi alrededor, no dudan en señalar que el elegido es el amor de pareja. Ese, y no otro, es el amor por excelencia, y ello a pesar de que las teorías de su nacimiento deriven todos de un amor general, superior al de una sola persona por otra. Ahí debemos encontrar todos a nuestra media naranja. Y ya esta. Los demás tipos de amor, si bien son tan necesarios como ese, quedan relegados a un segundo plano. Si los tienes todos, menos una pareja, el día de San Valentín no tienes nada, y el mundo parece compadecerte por ello.

 

Durante mucho tiempo, yo también lo creí. Seguí a la masa sin plantearme qué significaba para mí el gran amor, el amor con mayúsculas, la media naranja. Acepté que ser feliz plenamente pasaba por encontrarlo, y que debía de ser uno más de los objetivos vitales de mi vida. Pero, curiosamente, nunca me esforcé por cumplirlo. Me faltaba esa sensación de vacío, ese sentimiento de carencia que te impulsa a buscar lo que te completa o, más bien,  a quien te completa. Nunca he conseguido conformarme con algo que no me satisface del todo, así que conformarme con alguien se ha presentado siempre como un objetivo imposible. Y no es que yo sea una persona carente de defectos. Los tengo, y a montones. Simplemente, no estoy cómoda con la idea de que alguien se quede conmigo porque no encuentre algo mejor, y por tanto, no me parece justo pagarle a nadie con esa moneda. Tampoco me veo capaz de soportar a alguien sólo por no estar sola. A veces, la soledad es una bendición si la contraposición es determinadas compañías.

 

Estuve dándole vueltas una y otra vez, preguntándome cual de los numerosos tornillos que me faltan sería el culpable de esto. Y, sin querer, me dí cuenta de que quizás nunca me haya sentido incompleta en el sentido literal de la palabra, pero sí hubo un tiempo muy lejano, tan lejano que apenas guardo recuerdos de él, en el que había algo que yo deseaba con todo mi corazón, algo que inconscientemente sabía que necesitaba para ser totalmente feliz. Afortunadamente, me hicieron ese regalo cuando tenía ocho años. Un regalo que adoptó la forma de bebé de cabellos rubios y ojos marrones. No he tenido hijos, así que no puedo saber con certeza como de fuerte e instantáneo es ese amor, pero de lo que no me cabe la menor duda es que yo experimenté algo muy parecido la primera vez que la vi. Es asombroso como se puede querer tanto a alguien a quien acabas de conocer. Alguien que no sabe todavía tu nombre, ni que parentesco tienes con ella, ni que te sacará de quicio que te haga.

 

Ahora que miro hacia atrás lo veo tan claro, que me parece absurdo no haberme percatado desde el primer instante. Lo único que se me ocurre es que, quizás, algunos sentimientos sean tan abrumadores que nos haga falta un poco de tiempo para ser conscientes de su plenitud. De lo que no me cabe duda, y quizás siempre lo he sabido, es que yo conocí a mi media naranja aquel día. Si existe el alma gemela, si existe la persona que te completa, ella es la mía. Pero no me completa en el sentido vulgar que le damos a la palabra. No elimina mis defectos. La quiero demasiado como para poner sobre su frágil espalda un peso que me corresponde sólo a mí. Hace por mí algo mucho mejor: cuando está cerca, mis virtudes brillan tanto, que mis defectos se ven menos. Jamás he sido tan fuerte como cuando ella me ha necesitado. Ni tan despiadada como cuando la han herido. Ni tan intransigente como cuando la quiero proteger. Me sorprende que mucha gente pase por su lado sin darse cuenta de que, con bastante probabilidad, estén cerca de la mejor persona que pueda existir. Porque, seamos francos, hay muchas personas que brillan, pero muy pocas que hagan que su brillo motive a los demás. Ella inspira a ser mejor. Es la amiga más leal y divertida, pero también la enemiga más digna y valiente.

 

He tenido el privilegio de compartir casa con ella durante muchos años, y espero que todavía me queden algunos más. Inevitablemente, un día se irá a su propia casa, y yo tendré que aprender a vivir de otra forma. Aún así, nunca será como esos años vacíos en mi memoria, de la misma manera que yo tampoco seré igual que la persona que no la conocía. La vida es cambio constante, adaptación, mejora, progreso y, por qué callarlo, retroceso. No obstante, habrá algo que permanecerá tan inalterable como desde que llegó a mi vida: ella, para mí, es y será siempre el amor en mayúsculas.

 
 

domingo, 10 de febrero de 2013

Carta al mejor amigo del hombre


Querido amigo:

 

Hace días que no puedo leer un periódico o bucear por una red social. A la que me descuido, me topo con una nueva noticia sobre maltrato, abandono o muerte de uno de tus congéneres. Sucesos tristes y desgarradores que me encogen el corazón y me dejan hecha polvo para lo que reste de día.

 

Durante un tiempo pensé que era cosa mía, que esos casos atroces no podían ser tan frecuentes, y que no hay nada mejor que obsesionarse con algo para verlo en todas partes. Entonces, enfadada por haberme vuelto impresionable, volvía al periódico o a Internet. Breves visitas en las que descubría que no es ninguna obsesión, que el maltrato y demás tropelías contra tu especie son más frecuentes de lo que me temía.

 

Todo empezó con la noticia de la pobre galga que se perdió en el metro de Madrid. Cuatro días estuvo dando vueltas, muerta de miedo y de vete a saber que más, para acabar atropellada por un maldito metro. No se permitió que nadie bajara a buscarla, a pesar de que varias asociaciones estuvieron allí durante esos días. Finalmente, dos mujeres de alguna de ellas, valientes, decidieron saltarse las normas y arriesgarse a ir a por ella. Nada se pudo hacer, más que recuperar su cuerpo, maltrecho y sin vida. Y ya está. Nada que hacer ni que decir. Un suceso que ni siquiera tenía interés para los telediarios. Sólo era una perra callejera muerta.

 

Después, como los males no vienen solos, empezaron a llover más noticias: un perrito abandonado, atado en el puente del nuevo paseo marítimo de Málaga, que recogía la sociedad protectora de la ciudad; un par de cachorros que algún insensato tiró a una zona de queroseno en Chile, rescatados por dos jóvenes que jugaban al fútbol con más chicos por el lugar; un tinerfeño detenido por la Guardia Civil por tirar perros vivos por un barranco; perros salvajes tiroteados en Punta Umbría con autorización del Ayuntamiento; etc.

 

La lista continúa, pero para qué ahondar más en la barbarie. Con lo enumerado, será suficiente para ahuyentar al sueño durante bastantes días. Porque, lamentablemente, no hay noche que mi cerebro no de un repaso mental a todas esas noticias en un intento por entender de donde proviene tanta crueldad gratuita. Hasta el momento, todo esfuerzo ha resultado infructuoso. ¿Qué impulsa a una persona a destrozar a un animal? ¿Qué mal temible ven en sus ojos dulces e inocentes que a mí se me escapa? Puedo comprender que, en una situación donde peligra tu vida o la de un ser querido, se emplee la fuerza con el resultado más grave, aún a costa de la vida del animal que te ataca. Al final, el instinto de supervivencia o el de protección siempre perviven. Pero ¿y cuándo no hay situación de peligro? ¿Cómo puede uno levantar la mano contra un animal y, simplemente, no parar hasta que lo matas? No puedo comprenderlo, ni ahora ni nunca. Por mucho que lo intente, no es un esfuerzo que vaya a obtener resultado.

 

Lo peor, tú lo sabes mejor que nadie, es que no es una cruzada contra tus congéneres caninos. Es una guerra abierta contra todo animal que exista. Como si el mundo fuera sólo nuestro, y pudiéramos hacer de él lo que nos viniera en gana. Sin rendir cuentas, ni atender a razones. Algunos ya han caído para no levantarse, extinguidos por la mano que les hizo imposible sobrevivir. Y los habrá que estén orgullosos de poder apuntarse ese tanto. Pobres necios que no son conscientes de que, tarde o temprano, uno debe pagar sus deudas. Tanto si quiere, como si no. Llega el día en que la vida se acaba, y no se hace borrón y cuenta nueva, sino balance. Y ¡ay del que no esté preparado para asumir su resultado!

 

No obstante, es un flaco consuelo. Porque mientras tanto, aquí todo sigue igual. Animales que mueren cuando deberían vivir, y personas que viven cuando deberían desaparecer. Y yo, impotente, me conformo con ser testigo mudo de lo que ocurre, sin alzar la mano, pero sin detener tampoco el brazo que cae. No hay excusas para mí. Sólo la verdad incómoda que pretendo evitar, esa que nos decimos todos para sentirnos mejor: yo sola no puedo cambiar nada. Pero me he dado cuenta de que esa verdad no es cierta. Sí puedo cambiar algo. No puedo proteger a todos los animales maltratados del mundo, ¡ojalá pudiera! Pero puedo hacer algo más que la nada que hago ahora. Puedo marcar una diferencia, por muy pequeña que sea. No quiero seguir lamentando las muertes y el maltrato, la mala suerte de esos seres que sólo tratan de sobrevivir, cruzada de brazos y a lo mío. No ahora, que allá arriba hay un ser peludo que me mira, seguramente con la misma bondad y dulzura que cuando me miraba aquí abajo, lamentando mi parsimonia y mi comodidad. Y lo que me hace sentir peor es que sé que no me lo tendrá en cuenta. Que el día que se haga mi balance, intercederá en mi favor por lo poco bueno que hiciera por él. No estará él solo, le acompañarán otros ese día. Algunos que ya están y perdí antes que a él, y otros que están conmigo ahora o lo estarán a lo largo de mi vida. Seres que se entregaron por completo, dándome su todo a cambio de lo que a mí me sobraba. Ahora no puedo mirar sus ojos sin sentirme despreciable, sin que mi conciencia me pregunte “¿y si fueran ellos?” Y sé que si fueran ellos, por muy irracional que suene, yo no permitiría ese golpe. Ni ese ni ninguno, mientras tuviera aliento. Primero tendrían que terminar conmigo del todo, porque con poca o mucha fuerza, de pie o arrastrándome, sería el obstáculo perenne en el camino de la destrucción.

 

Si fueras otro, pondrías en duda mis palabras. Tantos años de pasividad no pueden ser borrados por un discurso mínimamente emotivo y unas cuantas noches de insomnio. Pero tú no eres cualquiera. Tú tienes fe siempre, como sólo un perro puede tenerla. Incluso atado, abandonado, sin agua ni comida, pasando penurias y peligros, recorres kilómetros sin cuartel buscando al dueño que te puso en esa situación, convencido de que todo ha sido un malentendido, de que cuando lo encuentres se subsanará el error. Sólo vosotros sois capaces de volver a querer a un ser humano después de todo lo pasado. Sólo vosotros ponéis la otra mejilla.

 

Por eso, y aunque entre nosotros no haga falta, he de ser tajante en esta ocasión, dándote las explicaciones que no me pides. Esta carta, amigo, no son ahora, ni serán jamás, sólo palabras. Es cierto que debo poner en orden ciertas cosas antes de entregarme a la lucha, que no puedo salir mañana por la puerta armada hasta los dientes y masacrar a todo ser humano que se lo merezca. Entre otras cosas, porque desde la cárcel poco podría hacer, y porque el uso de la fuerza bruta siempre debe ser el último recurso. Pero no te preocupes, que el tiempo que necesito no será largo, y nos servirá a ambos. Necesito armarme bien para la lucha, porque será larga y difícil. No serán suficientes las ganas y la voluntad, que es lo único que poseo ahora. Yo no olvidaré, ni cambiaré de parecer. Te aseguro que antes de que llegue a una nueva década, podrás verme marcar la diferencia. Por ti, por los que están contigo, por los que estarán. Y porque, en este asqueroso mundo, uno es lo que es, y yo comparto especie con los abominables que te torturan. Así que la deuda que tienen contigo, ahora es también mía. Y yo no esperaré al balance final. La saldaré en vida, con los medios que tenga a mi alcance, que serán muchos y potentes.

 

No hace falta decir más. Tú sabes que yo nunca hablo en balde, y que no hay muro que no derribe cuando mi voluntad así lo decide. Allá donde estés, cuídate y cuídalos, porque volveremos a vernos y, entonces, si tenéis que interceder por mí, lo haréis sintiendo que merece la pena.
 
 
 
 

 

Un abrazo, amigo. Hasta pronto.

domingo, 3 de febrero de 2013

El valor del voto


Hace un par de semanas, acompañé a un familiar a la consulta del médico. Como es habitual en estos casos, uno procura estar allí al menos un cuarto de hora antes de la cita que le han dado, no vaya a ser que el doctor, milagrosamente, vaya en hora y te toque esperar hasta el final de su jornada laboral. Pero, claro, debe ser que la Corte Celestial no tiene mano en ciertos aspectos de la sanidad pública (ni privada, ya puestos), porque la realidad es que si le sumamos el tiempo de antelación con la que uno va  y el retraso que lleva la consulta, lo más normal es que te pases allí media mañana, cuando no la mañana completa, esperando pacientemente tu turno. Vaya por delante que no pretendo criticar a los profesionales de la sanidad, que seguro que los hay muy válidos, y sufren tanto como los pacientes los retrasos a la hora de pasar consulta, obligados a poner las citas cada cinco minutos por culpa de políticas sanitarias poco realistas y extremadamente deficientes. Pero la realidad es la que es, para desgracia de todos, y no me corresponde a mí endulzarla para no herir sensibilidades poco críticas.

 

Volviendo al tema que tratábamos, mi familiar y yo llegamos con ese cuarto de hora de antelación a la consulta. Comprobamos que el mundo seguía por su derrotero habitual: la sala de espera atestada de pacientes, un retraso que, en nivel ascendente, oscilaba entre 30 y 45 minutos, etc. A la vista del panorama, sólo nos quedaba recurrir a la resignación y sentarnos hasta que fuera nuestro turno. Y eso hicimos. Pero claro, cuando tienes que matar una hora entera (si no más), sin hacer otra cosa que mirar el deprimente color de las paredes del centro de salud, llega un momento en que te resulta inevitable empezar a prestar atención a las conversaciones que se mantienen a tu alrededor. Hay que decir que también ayuda el hecho de que algunas personas se acomoden allí como si estuvieran en el salón de su casa, lo que vendría a ser, más o menos, tal que así: medio tumbado en la silla, rascándose sin pudor todo lo que pique y hablando a voz en grito de los temas más variopintos. Viéndolos, estoy segura de que más de un médico siente deseos de decirles que el aburrimiento, hasta la fecha, no se considera una enfermedad, y que quizás en un parque encontrarían un entorno más adecuado para ellos, ahorrándolos a los demás, que sí que están enfermos, la molestia de escucharlos. Claro que, conociendo el percal, aquí se liaría la de Dios, tildando a los médicos de enviados del anticristo por negarle a una persona el derecho a incordiar. Por tanto, como a mí, no les queda más remedio que escucharlos, con la desventaja de que ellos lo hacen cada día, y yo sólo cuando es inevitable.

 

Pues bien, allí estaba yo, intentando no escuchar a esos elementos perturbadores de la calma sanitaria, cuando la insistente y elevada voz de una señora se sobrepuso a las demás. Esta señora se encontraba hablando, de forma muy acalorada y coloquial, con un caballero que, no creo equivocarme, había tenido el dudoso gusto de conocerla allí mismo. El tema era de lo más habitual en los tiempos que corren: la política. Tampoco había demasiada originalidad en las frases que se pronunciaban, sobre todo por parte de la señora, que apenas si dejaba que su contertulio metiera baza de vez en cuando. No obstante, una vez que mi atención se centro en esa conversación, no hubo manera de ignorarla, y muy a mi pesar me pase más de media hora escuchando comentarios como los que siguen: “todos los políticos son unos chorizos”, “así nos va en España con lo que tenemos gobernando”, “pasamos del PP al PSOE porque las demás opciones no existen, aunque hay más partidos”, etc. Casi había conseguido aclimatarme al entorno, con ese soniquete de runrún continuo, cuando escuché la gran frase: “pero vamos, que a mí me da igual, porque yo no voto, ¿para qué? Así que ahora que aguanten los que han votado”.

 

Después de dos años de ejercicio de la abogacía, uno se curte en escuchar las idioteces mas tremendas y seguir con cara de circunstancias, como si lo manifestado por la persona que está enfrente fuera lo más natural del mundo. Así que, lógicamente, como toda buena costumbre adquirida, entró en juego sin que yo necesitara ponerla en marcha de manera consciente, mientras que dentro de mi cabeza se desataba una pequeña tormenta. La frase resonaba en mi cabeza una y otra vez, mientras que yo, saliendo del shock, pasaba de la incredulidad a la indignación. Me hubiera gustado levantarme, sentarme enfrente de esa señora y puntualizarle algunas cosas. Obviamente, no era momento ni lugar, así que no lo hice. No obstante, como soy partidaria de echar fuera los demonios, que no sirven más que de lastre, aquí van las palabras que se quedaron en mi garganta:

 

“Querida señora:

 

No he podido evitar escuchar parte de la conversación que ha mantenido con el caballero que está sentado al lado. Y digo que no he podido, porque con el volumen de voz que emplea, me consta que hasta la han escuchado en la Moncloa, a pesar de los kilómetros de distancia. Lleva media hora soltando perlas de sabiduría popular, que sin duda ha debido usted escuchar de otras personas para reproducir en el momento adecuado. No obstante, ha dilapidado todo ese esfuerzo al decir la única frase de su propia cosecha, que resumiré en: usted no vota.

 

Podría decirle de muchas formas distintas lo necio de su afirmación de que como no vota, no tiene porqué soportar las consecuencias de las elecciones, pero me temo no poder bajar al nivel requerido para que usted me comprenda. Sin duda, una idea que le resultará vagamente familiar es aquella de la democracia. Ha oído hablar de ella a menudo, y la practican con usted cada día. En este momento, la estábamos practicando toda la sala, teniendo que escuchar sus sandeces sin apetecernos un ápice por aquello de la libertad de expresión. También debemos reprochar a la democracia que no se consideren las voces humanas, como la suya, contaminación acústica. Por muy estridentes y desagradables que sean, que en este caso, lo son. Es también la maldita democracia la que le permitió casarse con ese pobre diablo que, cada mañana al despertarse y verla a su lado, ruega a Dios que le libere de tanta angustia eterna por un efímero momento de enajenación. Y ésa misma, es la que le ha permitido educar  a sus hijos como si fueran los caballos de su cortijo, sin rendir cuentas a padres, hermanos, maridos, o cualquier otro familiar masculino.

 

Entiendo que usted, después de lo que le he dicho, me replique que la deje expresarse como le de la real gana, que por lo que digo, eso es democracia. Y tiene usted razón. Pero también es democracia que yo me exprese libremente, y en este caso, justicia. Porque ha tenido la desfachatez de criticar la política, los políticos y a las personas que votan, despreciando el ejercicio del voto, que es la máxima expresión de la democracia, porque al final, se reduce a una idea fundamental: tener la libertad de elegir. No lo que te gustaría, claro. Somos humanos, seres imperfectos. La mayoría, intentamos hacerlo lo mejor posible con lo que tenemos. Y, sí, unos pocos lo hacen todo lo mal que pueden, procurando quedar bien tapaditos y como santos de puertas para fuera. Como le digo, está escrito que tiene que haber de todo, y la mejor prueba de ello es usted. Porque lo peor de su comentario no es que se trasluzca falta de fe en el sistema, que por desgracia, todos empezamos a carecer de ella. Ni falta de fe en los políticos, que hacen que perdamos la fe en el género humando diariamente. Ni siquiera que demuestre una intransigencia descomunal, por quejarse de aquello contra lo que nada hace ni piensa hacer. Lo deplorable del asunto es que manifiesta que le importa poco menos que un pimiento el derecho a elegir, y eso, señora mía, es asqueroso, y más aún siendo mujer.

 

Nosotras, que siempre hemos estado sometidas al yugo masculino, hasta hace bastante poco no podíamos hacer nada. Claro que la memoria es caprichosa, y olvida fácilmente lo que no le gusta. Pero créame, cuando el tiempo se mide en siglos, cincuenta, cien o ciento cincuenta no son tantos años. Y precisamente por eso, hace un suspiro no podíamos comprar una vivienda nosotras solas. Tenía que autorizarnos nuestro padre o marido. Lo del trabajo también nos costó lo nuestro, aunque eso lo conseguimos un poco antes porque ya se apañaron ellos de que ganáramos menos dinero por hacer lo mismo, o de ofrecernos puestos peores, salvando su ego a costa de nuestra dignidad. Pero nada de eso habría sido posible si, un buen día, mujeres valientes no hubieran dado un paso al frente para luchar por los derechos de todas. Y esos derechos, señora mía, empezaban por el derecho a votar. Porque si no podemos elegir quién nos gobierna, ¿qué mas da que sea democracia o dictadura? A los efectos prácticos, para el que no puede elegir es lo mismo: una autoridad impuesta. El derecho al voto nos permite decantarnos por la mejor opción en ese momento. No siempre acertamos. Es difícil hacerlo cuando aquellos que se disputan tu apoyo te engañan y manipulan para acceder al poder. Pero tenemos la oportunidad de escoger. Y por eso, aceptamos lo que sea escogido por la mayoría, aunque no nos guste el resultado. Así son las reglas del juego y, pese a las trampas de los jugadores, merece la pena participar.

 

Esas mujeres sabían que un día, si conseguíamos el derecho a votar, también tendríamos la posibilidad de elegir quienes queremos ser, y serlo con plenitud. Sin escondernos detrás de ninguna figura masculina. Con todo lo que ello significa. Y lo hicieron, en algunos casos de tantos, a costa de lo más sagrado: la propia vida. Sólo por eso señora, la próxima vez que vaya a jactarse de que no vota, piense, no en cómo sería su vida, sino en como sería la de su hija. Quizás entonces pueda comprender la infamia que ha cometido. Mientras tanto, nada más hay que yo pueda decirle para ilustrarla sobre el tema”.