Estimada Parca:
En tu última visita, te has vuelto a llevar algo que era mío. En ese momento, ocupada en hacer tu trabajo, no te diste cuenta. Tenías toda tu atención puesta en recoger con mimo a la maravillosa alma que se marchaba de mi lado. Si te soy sincera, tampoco yo me percaté. Como tú, mi atención se centraba en la peluda protagonista.
No voy a describir la triste escena, puesto que la presenciaste. Teniendo el trabajo que tienes, me imagino que aquella representación sólo fue uno de los posibles escenarios que ves constantemente. Y aunque no fue, no podría serlo, hermoso, soy consciente de que los hay peores. Después de todo, estamos condenados a enfrentarnos a ese último trámite, por lo que hacerlo rodeado de seres queridos no me parece el peor de los finales.
Tampoco es mi intención reprocharte que cumplieras con tu obligación. Sé que su tiempo se agotaba. De hecho, estoy convencida de que debías llevártela antes de lo que lo hiciste. Pero alguien, ahí arriba, debió compadecerse y nos concedió una pequeña prórroga para hacernos a la idea. ¡Y vaya si la aprovechamos! ¡Y vaya si nos ha servido! Porque aunque el resultado sea el mismo, aunque nada ni nadie pueda evitar el dolor, ni la ausencia, guardaremos siempre en nuestro corazón esas últimas semanas. Yo, por mi parte, estoy en deuda con quien me permitió despedirme de ella así, porque he comprendido que es muy importante despedirse bien de los seres queridos.
Así pues, quizás te preguntes por qué vengo hoy a recriminarte que te la llevaras. Quizás pienses que eso es lo que me has quitado. Y quizás, por una vez, te equivoques. Primero, porque no es un reproche. Segundo, porque no hablo de ella. Es cierto que te la llevaste, pero ¿acaso podías hacer otra cosa? Todos tenemos un tiempo, y yo he aprendido a fuerza de dolor, que no hay nada que pueda hacer para cambiar eso. Tú lo sabes, porque en este último año, no es la única visita que me has hecho, ni el único ser querido que te llevas.
No te recrimino nada, te doy las gracias por ayudarme a comprender. La vez anterior no pude hacerlo. Es muy difícil pensar cuando el simple hecho de seguir existiendo es un suplicio. Esta vez estaba más preparada. Por el tiempo de descuento, pero también por la experiencia adquirida. Es cierto que lo que no te mata, te hace más fuerte, y es mentira que el tiempo todo lo cura. Pero lo que sí hace es enseñarte a convivir con las heridas. Y eso también te hace más fuerte, porque no se requiere la misma fortaleza para vivir sin dolor que con él. Así que en esta ocasión, un poco más dueña de mí misma, he podido apreciar la delicadeza con la que se nos trataba tanto a ella como a los que la queríamos.
¿Qué es, entonces, lo que te has llevado que me pertenecía? Es muy sencillo. Parece que cuando uno ama, a alguien o a algo, el objeto de ese amor es propiedad del que ama. Pero es al revés. Cuando amas, tú te conviertes en propiedad del objeto de tu amor. Por eso no puedes dañarlo, ni ser egoísta. Por eso te sacrificas y su felicidad o su bienestar es la tuya. Así pues, queriéndola sinceramente como la quise, le di una parte de mí. Y al llevártela, también te has llevado esa parte, puesto que la sigo queriendo. Eso me has quitado, aunque no debías, porque yo sigo aquí.
Y ahí, querida parca, está mi única victoria en una guerra de la que no saldré con vida. Yo sigo aquí, queriéndola. Queriéndolos. Y mientras mi tiempo sea mío, mientras no sea yo la que tenga una cita contigo, eso no cambiará. Acepto que voy a ver marcharse a muchos seres queridos. Que habrá muchas heridas con las que tendré que aprender a vivir. Que moriré un poco con cada despedida, porque todos tienen un trocito mío. Pero ellos seguirán viviendo, puesto que yo tengo el trocito que quisieron darme. Eso, esta vez y todas, es más que suficiente para mantenerme luchando.
No obstante, eso no es óbice para que me duela que te hayas llevado a Ami. Por desgracia, me duele hasta el punto de que las palabras no me bastan para expresarlo. No hay un orden adecuado que pueda esbozar la magnitud del vacío que ha dejado en mi vida. Sólo puedo decir que la quiero, que la querré todos los días que me queden por delante, y que la echaré de menos cada uno de ellos. Pero no es este un dolor sin esperanza o sin consuelo. Tengo dos consuelos y una esperanza. Mi primer consuelo es que ella es. Porque el alma que miraba detrás de mis ojos vio con frecuencia al alma que miraba a través de los suyos. Por tanto, la ausencia no me convencerá de que, sea donde sea, ella es. Mi segundo consuelo es que ella me quería, y por tanto, me dio un trocito suyo. A mí no me importa si no es el más grande o el más importante. Me basta con que es suyo, y lo tengo yo. Eso me basta para tener ganas de aprovechar mi tiempo.
Mi esperanza es que un día, cuando en tu agenda aparezca mi número el primero y vengas a recogerme, me llevarás ante Él. Y si, a través de las acciones de este cuerpo, soy hallada digna, me permitirán vivir en el único paraíso que puedo concebir: aquél donde estén mis seres queridos. Entonces, dama de la guadaña, habré ganado la única guerra que importa, puesto que mientras tu recompensa será un cascarón vacío, la mía será una eternidad rodeada de amor. Dime, ¿no te cambiarías por mí? Mejor, ¿no te cambiarías por Ami? Porque no me cabe duda de que ella se lo ha ganado, y allá donde esté, me espera pacientemente, como tantos días. Para ella, es sólo una espera más detrás de una puerta diferente. Me la imagino sosegada, con la tranquilidad que le da el convencimiento de que nunca ha habido obstáculo que me impidiera llegar a ella. Créeme, ganará. Esta puerta también la abriré.
Hasta entonces, pequeña Ami, ave atque vale.
No hay comentarios:
Publicar un comentario