jueves, 22 de octubre de 2015

¿Optimista, pesimista o realista?

¿Alguna vez os han preguntado qué tipo de personas sois: optimistas o pesimistas? Imagino que sí, porque de todas las preguntas manidas que rondan por ahí, ésta es de las más veteranas. Las respuestas, por supuesto, están a la altura de la originalidad de la pregunta. Algunos se creen optimistas, otros se saben pesimistas, y cierto porcentaje se llama realista porque no están preparados para aceptar su pesimismo.

Yo no soy una excepción a la pregunta, y creo que hasta ahora, tampoco lo he sido a la respuesta. Siempre me he considerado una pesimista. Quizás porque cuando me plantean una situación, por defecto, me imagino todas las variantes negativas. No lo hago por placer, sino como mecanismo para anticiparme a los desastres. Ni que decir tiene que, saliendo del ámbito estrictamente jurídico, donde imaginar las consecuencias negativas es importante para calibrar bien tu actuación y el alcance de sus efectos, en el resto de ámbito no te sirve más que para amargarte. Estar constantemente cavilando sobre las partes oscuras del mundo y de los que viven en él es agotador y venenoso. Y lo peor de todo: infructuoso.

Por todo ello, me sorprende descubrir que estaba equivocada. Si repaso los años vividos, que quizás no son muchos, pero hay mucha vida en ellos, descubro que no soy una pesimista. Tengo momentos de pesimismo, eso sí. Estar en paro casi toda tu vida laboral activa tiene ese curioso efecto secundario del que nadie te habla. Es muy difícil ver las cosas bajo un prisma favorecedor cuando te sientes completamente desamparado porque, llegado a cierta edad en la que debías ser un activo en la ecuación, sigues siendo un pasivo. Y no importa la gente que esté dispuesta a ayudarte a sentirte mejor, porque esa sensación no nace de los demás: nace de ti. Por supuesto, las personas de tu entorno pueden hacerlo más liviano o más pesado. Pero fundamentalmente, trata de ti.

Pero hay vida antes del comienzo de la vida activa, o en su defecto, del paro. Uno tiene infancia, niñez, adolescencia, vida familiar, amigos, el primer novio, el colegio, el instituto, la universidad, tu primera mascota, tu primera pelea con tu mejor amiga, etc. Y si lo pienso, en esos tramos de mi vida, yo no he sido pesimista, sino que he tendido siempre al optimismo. O, mejor dicho, a mi versión del optimismo. Yo siempre he pensado que las cosas iban a salir bien porque me estaba esforzando en que salieran bien. Y lo hacían. Los exámenes se aprobaban, con los amigos se pasaban buenos momentos, las mascotas parecían felices, el ambiente familiar era agradable, etc. Algunas veces, las cosas no salían como yo quería, pero era tan fácil arreglarlas. Bastaba con estudiar más cuando algo se me atascaba. O con dejar de considerar amigos a los que no demostraban serlo.
Lo malo de esta versión del optimismo es que, un buen día, te das cuenta de que te has convertido en un adulto, y cuando las cosas te salen mal, ya no resulta tan fácil arreglarlas. A veces, incluso, tienes que asumir que no puedes hacerlo, y convivir con el desastroso resultado. Y entonces, cuando eso te pasa, y te dices a ti mismo que te ha salido mal porque tú no has hecho lo suficiente, te decepcionas. Empiezas a mirarte con otros ojos, y no son amables precisamente. Esas virtudes que siempre te han gustado, las conviertes en defectos. Y como defectos siempre tenemos más, tienes todo un arsenal para machacarte. Creedme, no es agradable ser el protagonista de un show de 24 horas que consiste en señalar todo aquello que has hecho mal.

La parte buena de esto, que la tiene, es que madurar es un proceso que, en contra de la creencia general, vamos desarrollando toda la vida. Puede que haya un salto importante en un momento determinado, pero el resto del tiempo, vamos perfeccionando dicho estado. A veces, desandamos camino, pero la posibilidad de aumentar el crecimiento personal siempre está ahí, al alcance de cada mano que quiera agarrarla. Así que un buen día dejas de flagelarte, porque tu espalda no es de acero y no aguanta mucho más, y recapacitas. Ves que en algunos momentos tu decisión no ha sido la que ha dado mejores frutos, pero puesto que es imposible volver atrás, te prometes pensarlo mejor en la próxima situación parecida. Intentas volver a verte de manera que, si bien tu imagen ya no es de color rosa, tus ojos no son dos enormes corazones y no te sale purpurina por la nariz cuando estornudas, tampoco te han salido cuernos en la cabeza, ni un rabo puntiagudo, y el tridente lo puedes soltar porque, por si no te acuerdas, era parte del disfraz del último carnaval al que te dignaste ir.

Y la vida sigue, como ha seguido durante el tiempo que tú no has estado participando de manera positiva en ella, porque sí que es justa y no se para por nadie. Además, es sabia, porque seguir es la única manera de que tú, llegado el momento, sigas o te bajes. Personalmente, creo que es preferible seguir, pero entiendo que es una elección que le corresponde hacer a cada uno. Por otro lado, como esta visión de la vida es a través de mis ojos, vamos a optar porque sigue, para que pueda responder ahora a la pregunta que hice al comienzo.

Si me lo planteo hoy, ahora mismo, si me considero positiva, negativa o realista, no me encuentro cómoda en ninguna de las tres categorías. Primero, porque para ser positiva debería vivir mucho más tiempo en los mundos de yupi del que vivo. Segundo, porque no visito con la frecuencia necesaria los círculos del infierno para considerarme negativa. Y tercero, porque sigo diciendo que el realismo es una suave mentira que se dicen los pesimistas no confesos. A día de hoy, lo único que se ha probado de la objetividad, es que cada uno tiene su propio baremo. Podemos jugar a eso de las mayorías para saber cuando una opinión es objetiva o no, pero siendo honesta, a veces lo que se puede predicar de ciertas mayorías no es su capacidad de ver el mundo tal como es, sino su capacidad de verlo con una total falta de inteligencia. Hablando mal y pronto: para sufrir estupideces ajenas, mejor sufro la mía, que le tengo más cariño.

¿Conclusión? He tenido que inventar una nueva categoría: el esfuerzismo. ¿Y qué es? Bueno, además de una palabra inventada que la RAE aprobará sin duda nada más conocer su existencia, es aquella corriente que cree que la vida te va a salir bien dependiendo del esfuerzo que inviertas. O no. A veces, quizás muchas, te va a salir mal. Pero al final, y ese final puede ser al final del curso, de la carrera profesional, o incluso, de la misma vida, te verás recompensado proporcionalmente en base al esfuerzo invertido. ¿Lo mejor? Puedes ser un esfuerzista positivo (piensas que sus esfuerzos siempre tendrán fruto) o negativo (piensan que sus esfuerzos nunca tendrán frutos o, directamente, son tan conscientes de lo vagos que son, que no se hacen ilusiones). Yo, de momento, soy esfuerzista positiva. A pesar de los pesares, sigo pensando que tarde o temprano conseguiré mis metas. Algunas son muy ambiciosas, es cierto, pero como de momento parece que me queda mucho tiempo en el mundo para esforzarme, mantengo mis esperanzas.

Lo mejor de todo, es que no necesitas ser siempre positivo o negativo para ser un esfuerzista. Basta con esforzarte en lo que hagas, sea lo que sea. Yo, por ejemplo, que últimamente he pecado de esfuerzista negativa, voy a invertir la tendencia y me voy a recordar no el tipo de persona que soy, porque mirarse tanto el ombligo es malísimo, sino el tipo de persona que me gusta, y al que con el tiempo, aspiro a parecerme.

Me gustan las personas amables, que te saludan por la mañana con una sonrisa aunque hayan pasado una mala noche. Me gustan las personas educadas, que todavía dicen gracias y por favor. Me gusta la gente que sabe cuando tiene que pedir perdón, y lo hace de corazón. También me gustan los que, aún tardando un poco más en rectificar, lo hacen. Me gusta la gente que es más lista que yo, porque su contacto me hace aprender algo nuevo siempre. Me gustan aquellos que, sin gritar, son capaces de transmitirte la fuerza de sus convicciones, porque esos son los que me hacen plantearme lo que daba por sentado. Me gusta la gente con la que puedes hablar horas, sin pretensiones de convencer ni ser convencido, porque comparten el placer de construir buenos argumentos. Me gusta la gente que vence al sistema respetando las reglas, porque me admira el nivel de compromiso, fortaleza y pasión que deben poner en ello. Me gusta la gente que se enfrenta al status quo cuando no lo hacen por el placer de la rebelión, sino con el convencimiento de que un status quo diferente traerá más beneficios para todos y no sólo para sí mismos. Me gusta la gente que tiene fe, no importan en donde la deposite, y la mantiene. Me gusta la gente que lucha por una causa que cree que merece la pena. Me gustan las personas que luchan porque otros tengan una vida mejor.

Y en un ámbito personal, porque no sólo me gustan personas ajenas, me gusta mi hermana, que es capaz de mirar las cosas más simples con unos ojos totalmente nuevos (y a estas alturas del mundo, eso es un gran mérito). Me gusta mi madre, que no culpa a la vida de sus errores, pero tampoco se ha dejado doblegar por ellos. Me vuelve a gustar mi madre, que me ha enseñado a no darme nunca por vencida y a mirar a la verdad de frente, por muy dolorosa que sea. Me gusta mi padre, que cree que para mí nada es imposible. Y me vuelve a gustar mi padre, por enseñarme algo tan importante como que la sangre no hace a la familia. Me gustan mis abuelos, por enseñarme las diferentes maneras de sobrevivir al horror y no ser una víctima de él. Me gustan mis tíos, que son expertos en hacerte sentir bien recibida allá donde te encuentren y sea cual sea la situación. Me gustan mis primos, que son a ratos amigos, y siempre hermanos. Me gusta mi familia, porque a pesar de no haberla elegido, tengo la inmensa suerte de saber que, de haberlo hecho, serían casi los mismos que son. Me gusta Ami, que me ha enseñado el sublime arte de la indiferencia, pero también el del amor independiente. Me gusta Tambor, que me da cada día una lección nueva sobre la ternura. Me gusta Ágata, porque nunca está demasiado cansada para demostrarle a las personas que quiere, cuanto las quiere, y me honra contándome entre ellas. Me gustan Nala y Bogie, porque aun sin estar, están, y siempre serán contados como parte de la familia.

Termino el ejercicio de memoria diciendo que me gusta la vida, en general, y la mía, en particular. Aun desastrosa y a medio hacer, no puedo quejarme. ¿Quién podría? Es cierto que carece de estabilidad laboral y de independencia económica, con todo lo que eso conlleva. Pero está llena de arte, de literatura, de pasión, de esfuerzo, de retos por conseguir, de posibilidades, de amor… De vida.

domingo, 18 de octubre de 2015

María Jesús Campos Barciela

María Jesús Campos Barciela no ha salido en los telediarios. Ningún programa de televisión se ha interesado por su persona o su labor profesional. Los periódicos la han mencionado de pasada, y en algunos casos, omitiendo su nombre. Pero es una persona que merece conocerse. Esta mujer, jueza del Juzgado de lo Penal número 8 de Palma, es una pionera. Y ya que los medios no le dan la publicidad que merece, yo sí voy a rendirle homenaje desde aquí.
Hace unos meses, asistimos conmocionados a la noticia del malnacido, porque no tiene otro nombre, que la emprendió a golpes con su caballo después de una mala actuación en una competición, provocándole la muerte. Ninguno de los que contempló tan macabro espectáculo tuvo redaños de interponerse entre la bestia y el pobre animal. Y todos pensábamos que dicho caso se solucionaría con una multa o trabajos en beneficio de la comunidad. Pero la Magistrado Campos nos sorprendió, y a pesar de la petición de la defensa de que se transmutara o suspendiera la pena de ocho meses de cárcel, la mantuvo.

Ahora, un tiempo después, ha vuelto a pronunciarse en otro caso de maltrato animal. Ahora no era un caballo muerto por apaleamiento, sino un perro muerto por inanición. La bestia que lo tenía, supongo que cansada del pobre can, lo había atado con una cuerda muy corta en el patio, de tal forma que no podía apenas moverse, ni refugiarse de las inclemencias del tiempo, y lo estaba matando de inanición. Una denuncia puso el caso en manos de la policía, que a pesar de llevar al perro a una protectora, sólo pudieron ofrecerle al animal morir en manos más amistosas que las del salvaje que lo había sometido a semejante tortura. Nuevamente, la defensa del acusado pidió la transmutación o la suspensión de la pena, y nuevamente se ha dado de bruces con la negativa de la Magistrada Campos, que ha mantenido firme su decisión de condenarlo a un año de prisión.

Por supuesto, no dudo que las defensas de ambos casos hayan planteado rápidamente un recurso a las sentencias impuestas por la Magistrada. Tal es su derecho, y así lo habrán ejercido. Puede, incluso, que no lleguen a pisar la cárcel demasiado tiempo si se tramitan con cierta rapidez. Pero entrar, entrarán. Y todo porque existe una Magistrada que, amparándose en las disposiciones de la ley, así lo ha decidido. Porque en opinión de esta mujer, “hay que evitar la sensación de impunidad en estos casos y hacer que la pena tenga un efecto de frenada frente a casos venideros, ya que la suspensión de la misma provoca un mensaje tan antipedagógico que el sujeto no dudará en repetir su conducta en un momento posterior”.

Por supuesto, partimos de que las penas contempladas en la ley son insuficientes. ¿Multa de un mes a seis por abandonar a un animal? ¿Prisión de tres meses y un día a un año por maltratarlos? Si lo comparamos con las penas que imponemos a los que lesionan, maltratan, torturan o provocan la muerte de personas, son ridículas. Pero lo resaltable del hecho no es que las penas sean pequeñas y necesiten ser aumentadas. Lo importante es que hay una Magistrada que entiende la necesidad de aplicarlas con toda su dureza, sin transmutarlas en trabajos en beneficio de la comunidad ni suspenderlas.

Nos quejamos continuamente de la creciente brutalidad que impera en la sociedad. Nos escandalizamos por cada mujer que muere a manos de su antigua o actual pareja. Nos horrorizamos por los niños que son maltratados, sometidos a abusos, asesinados. Y lo curioso es que nos preguntamos el origen de la violencia, achacándola al cine o los videojuegos. Pero nunca nos responsabilizamos a nosotros mismos, a nuestra pasividad, a nuestro poco interés en que los niños reciban una educación completa y los adultos un castigo ejemplar ante cualquier acto de crueldad.

Hay numerosos estudios que indican que la crueldad hacia los animales es un síntoma de una agresividad interna peligrosa. Entre los criminólogos, es un rasgo básico del perfil del psicópata. No olvidemos que el psicópata no es una persona con una enfermedad mental, sino alguien que sabe los límites entre lo que se debe hacer y lo que no, y decide conscientemente rebasarlos porque la acción no consentida le produce placer. Bien, está claro que a los psicópatas no vamos a disuadirlos de que maltrate animales poniéndole grandes penas, pero, ¿y al maltratador de mujeres? ¿Es posible disminuir estos casos si se les educa en el respeto hacia todos los seres vivos? ¿Si se le enseña que el sufrimiento de un perro importa, y que se debe evitar, es que no lo hará con una persona?

Yo no creo que a todo el mundo tenga que gustarle los animales. Pero no me parece que sea contradictorio no gustarte y no hacerles daño. A mi cada día me gustan menos las personas, y de momento, no he cogido un palo para demostrarlo. Opto por la vía sana: me relaciono sólo con quien me agrada o con quien no me queda más bemoles que relacionarme. De igual modo debería pasar con los animales. La ley, por fin, los contempla como seres con entidad física y psíquica, y por ende, capaces de sufrir como cualquier otro ser vivo. Y en esa capacidad es en donde radica la necesidad de protección. Por tanto, lo que la ley deplora es la crueldad y la brutalidad, ya sea hacia animales o hacia personas. Y siendo esto lo que la ley persigue, y sabiendo como sabemos todos las terribles consecuencias que se derivan de ignorar estas conductas, es un hecho agradable e importante que existan Magistradas como María Jesús Campos Barciela, capaces de señalar la crueldad allá donde se manifieste y de hacer lo justo en la medida que la ley lo permite. Señora Magistrada, con todos mis respetos, gracias, y ojalá su ejemplo sirva para que muchos más acepten una realidad innegable: detener la deshumanización del ser humano es una labor que empieza deteniendo la crueldad contra los animales.