lunes, 17 de agosto de 2015

Tambor y Ami

Hoy quiero hablar de mi gata, Ami, y de mi conejo enano, Tambor. Y quiero hacerlo por una sencilla razón: los quiero. Lo escribo en minúscula, pero creedme, es un amor con las letras más mayúsculas que se puedan imaginar. Además, me he percatado que si no lo hago ahora, si sigo demorándolo, posiblemente la única vez que lo haga sea cuando ya no estén conmigo. Físicamente, al menos. Y no me parece justo. No por ellos, que saben perfectamente la magnitud de mis sentimientos. De hecho, son muy buenos en el arte de la manipulación de los mismos para salirse con la suya. Sería injusto por mí. O, más bien, por la imagen que proyectaré llegado el caso. Una imagen que, a ojos ajenos, parecerá distorsionada y magnificada por el dolor. Pero no será así. Se bien que la imagen que habrá será el sencillo y simple reflejo del amor que seguirá viviendo conmigo. Así que, para remediar ese futuro error, hoy hablaré de ellos.

Siguiendo un estricto orden cronológico, debo empezar hablando de Ami. Supongo que es como tantos otros gatos: pequeña, peluda, de color gris, suave, con un claro sentido de su dignidad y de su espacio vital. Sin embargo, como todos los gatos enseñan, compartir características con tu género no te hace vulgar, como las personas tendemos a creer, sino que es la única y más eficaz forma de resaltar los matices que te diferencian y te hacen ser tú. Ami llegó a mi vida por sorpresa. Después de la muerte de Nala, mi anterior gata, no quería ni pensar en gatos. Y eso que me gustan por encima de cualquier animal (hasta que llegó Tambor, al menos, pero no adelantemos acontecimientos). A pesar de que por primera vez veía mi casa vacía, no me imaginaba a otro ser llenando sus habitaciones. Sólo me la imaginaba a ella. La veía doblar las esquinas, la sentía subir a la cama por la noche…pero ella nunca estaba ahí. Sólo volvió una vez, en sueños, pero eso ya lo contaré después.

El caso es que pasaron muchos meses, algunos más de doce, para que yo volviera a expresar en voz alta que quería un gato. No sé lo que pensarían mis padres cuando lo dije, aunque me puedo imaginar que no les hizo mucha ilusión. Yo, de luto, soy una imagen bastante fiel de la completa desolación. Pero insistí, insistí un poco más, seguí insistiendo, persistí en mi deseo, y unos días antes de mi 19 cumpleaños, mi madre fue conmigo a una tienda de animales. Me dijo que era porque había que comprarle comida a la cobaya, Ginebra, que por entonces tenía. Pero cuando llegamos a la tienda, había una jaula con tres gatitos: dos grises (hembras) y uno negro (macho). Y a pesar de que siempre he querido tener un gato negro, y de que espero algún día poder adoptar uno, mis ojos solo vieron a mi gatita: pequeña, preciosa, y apoyada chulescamente en la cubeta. Sí, lo que me gustó de Ami fue su chulería. ¿Habéis visto un gato de apenas meses con una pata delantera apoyada en la cubeta? Es como ver a un tío acodado en una barra de bar, si el tío es adorable y tiene aspecto de gato. Aún hoy, puedo recordar perfectamente esa imagen, y no sé si es un motivo válido o no para que escojas entre un animal u otro. Yo sólo sé que Ami era para mí y yo era para ella, y que salimos juntas de esa tienda.

Para conocer a Tambor tuve que esperar muchos años más. Desde pequeña, he tenido animales muy variados: canarios, periquitos, peces, tortugas, hámsteres, hámsteres rusos, gatos, y una cobaya. Nunca había tenido un conejo. No había conocido a nadie que tuviera un conejo. Pero siempre me han gustado los conejos. No tiene explicación, y he aprendido a dejarme llevar cuando me pasan este tipo de cosas, porque hace tiempo que comprendí que hay cosas que te van a gustar, incluso antes de verlas, tenerlas o experimentarlas, y algo dentro de ti lo sabe. Así que yo, si aparece ese pálpito, me guio por él a ciegas. Y hasta ahora, siempre ha sido la mejor elección.
Así que allí estaba yo, nuevamente, rogando día y noche poder tener un conejito. Como ya era mayor, iba a sufragar yo los gastos, pero puesto que aún vivía, como actualmente hago, con mis padres, no podía traer a un animal a su casa sin su autorización. Debo concederme que, a pesar de mis muchos defectos, soy increíblemente persistente cuando quiero algo de verdad, y aunque pasaron años, nunca dejé que mi deseo de tener un conejo cayera en el olvido para los que vivían conmigo. Así que otro buen día, mi madre me llamó al móvil y dijo las palabras mágicas:"estoy viendo un conejito precioso, blanco, ¿lo quieres?" Y yo, que no necesito que las oportunidades esperadas llamen dos veces a mi puerta, dije: "me visto y voy para allá, espérame". Llegue a la tienda, vi a los conejos, Tambor me miró, y volvió a pasar. Él era para mí y yo era para él. Me lo llevé, empecé a aprender a cuidar a un conejo y creo que no dejé de sonreír en un mes completo.

A día de hoy, Ami tiene un poco más de diez años y Tambor un poco más de 4. Y ese es el tiempo que llevan, con un par de meses abajo, conmigo. Están sanos, fuertes, y creo que son bastante felices. No sospecho que vayan a dejarme en un futuro cercano, aunque es cierto que nunca se sabe. Me quieren, cada uno a su manera, y lo veo cada día. Lo veo cuando Ami, que considera tres mismos seguidos una invasión de su espacio inaceptable, prefiere venir a dormir conmigo, y lo hace la mayoría de las noches del año. Lo veo cuando Tambor se acerca corriendo a mis pies, alza sus patas delanteras y se apoya en mi pierna para que lo coja en brazos. Lo veo cuando Ami, que no es pródiga en sus caricias, a veces viene a recibirme a la puerta y se restriega contra mí. Lo veo cuando Tambor escucha un ruido fuerte y corre hacia mí para sentirse seguro. Lo veo cuando los miro y me miran. El suyo es un amor silencioso, modesto, sencillo, que te va envolviendo con el paso del tiempo como si fuera una tela. Es más suave que la caricia más delicada, y más fuerte que cualquiera material, natural o sintético, que exista jamás. Es un amor ineludible y permanente, como el tiempo y la muerte. Es un amor que sólo empecé a comprender cuando perdí a Nala.

Antes de eso, antes del duro golpe que convierte la muerte de un concepto abstracto a la cruel realidad diaria, yo no me percataba de esos matices. Yo quería mucho, cuidaba lo mejor que podía y disfrutaba, pero nada más. Yo no sabía sacar el jugo a los momentos. Yo no sabía apreciar la maravilla que es que una criatura, toda luz, te elija para quererte. Yo no era consciente de la tela que se tejía sobre mí, que me iba rodeando día a día. Yo conocí el miedo a la pérdida, pero como todo niño, me aferré a la esperanza de que no me pasaría a mí. Pero me pasó, tenía que pasar, y en cierto modo, fue una de las mejores cosas de la vida. No es que sea una masoquista, y no me entusiasma la idea de volver a pasar por aquello, pero sin Nala, yo no habría sabido apreciar tanto a Tambor ni Ami. Yo no me esforzaría por recordar cada día el tacto de los dos, el olor, los sonidos que hacen. Yo no dedicaría cada día un rato a disfrutar de ambos, por muy ocupada que esté. Yo no sería tan consciente del consuelo que son en los malos momentos, ni la fuerza que emanan. No sería tan consciente de toda la alegría que aportan a mi vida. Ellos, sólo ellos, encierran la esperanza que a mí me falta en muchas ocasiones. Sólo tengo que volver a ellos para recuperarla. A ellos, y a Nala.

Nunca ha muerto nadie cercano a mí. Al menos, nadie que yo sintiera cercano a mí, así que sólo tengo la experiencia de Nala, y de Bogie. Y es curioso, pero hasta que él, que fue el único perro que a pesar de no ser mío siempre he considerado como tal, no nos dejó, no comprendí algo importante. Yo creía que cuando se moría un ser querido, se hacía un agujero en tu corazón en el sitio que ese ser ocupaba, y temía, como temen muchos, que si seguía queriendo a mas seres, como estamos condenados a morir, de aquí a no muchos años mi corazón tendría todo el aspecto de un queso gruyer. Él, entre otras valiosas lecciones, me mostró lo equivocada que estaba. Porque si yo visitaba mi corazón, y lo hago a menudo por culpa de los dos, no veía agujeros. Veía habitaciones. La de mi madre, la de mi padre, la de mi hermana, la de todos los seres a los que quiero, sean de la especie que sean, y más: una sobre arte, otra sobre literatura… Había, hay, muchas. Tantas como yo sea capaz de contener. Y cuando llegó Ami, no ocupó ninguna habitación existente, no tuve que dejar atrás nada amado. Simplemente, mi corazón se expandió para que ella también tuviera habitación propia. Lo mismo pasó con Tambor. Lo mismo pasa con cada nueva cosa que se gana mi amor. Y lo genial, lo maravilloso, es que siguen ahí mientras el amor sigue vivo.

Mantener sus habitaciones no es gratis, por supuesto. En la vida, nada lo es. Cada vez que las visito es previo pago de un tributo de dolor. Pero lo sigo haciendo, porque los quiero y quiero mantenerlos conmigo. No para perturbarles su descanso, sino por el placer de no renunciar a quererlos y para honrar mientras viva el privilegio que me concedieron dejándose querer. Es mi estúpida manera de plantarle cara a la muerte. De recordarle que me despojó de su presencia física, y luego se dedicó a martirizarme llevándose recuerdos que no puedo recuperar, pero que no puede despojarme por completo sin mi colaboración. Así que los sigo guardando en mi corazón, y allí permanecerán mientras siga latiendo, y algo me dice que incluso después, porque como dije al principio, sí que hubo una vez que recuperé esos recuerdos perdidos. Es hora de que esa vez salga a la luz.

Hace algo más de un año, y lo cuento porque tiene totalmente que ver con el tema de hoy, me presenté por primera vez a un examen de oposiciones. No importa cuales, ni el resultado (que no fue bueno). Lo que importa es que el mes antes del examen dormir era una utopía. Nada producía efecto: manzanilla, duchas de agua caliente, ejercicio físico. Nada me ayudaba a dormir. Las noches pasaban entre una cabezada y otra. Pero una noche me dormí, y los vi a los dos. Fue un sueño absurdo, ilógico y extraño del que sólo recuerdo algunas cosas. Primero, que la vi, como tantas veces después de su muerte, subir a mi cama, donde no estaba Ami. Y yo me incorporaba, y ella se acurrucaba en mis piernas. Y la sentí, y la toque, y la olí. Y me maravillaba en el sueño porque era consciente de que ella estaba muerta y yo dormida. Después de un rato, simplemente dejé de estar en mi cama, y estaba en un autobús, pero seguía sin estar sola, porque Bogie estaba allí. Yo jamás lo he paseado sola, me daba miedo que se perdiera o le pasara algo conmigo y no pudiera ayudarle, y simplemente nunca surgió. Pero no tuve miedo porque, a pesar de que lo toque, lo olí y lo sentí también a él, yo sabía que estaba muerto y yo dormida. Pasado otro rato, me desperté. Con una sensación familiar oprimiéndome el pecho, pero todavía con el recuerdo del tacto y del olor.

Yo no sé si es cierto que hay personas que ven más allá de lo que se ve a simple vista. Ni si es cierto que se puede hablar otra vez con los que nos dejan. Yo no me atrevería a jurar que hay después de esta vida. Pero estoy convencida de que esa noche yo no soñé con Nala y Bogie: yo estuve con ellos. O ellos conmigo, tanto da el orden en este caso. Que vinieron a reconfortarme, como ellos sabían, porque eran conscientes de cuanto los necesitaba y de que podían llegar a sitios donde no llegan los demás. Fue mi recompensa por mi lealtad a pesar de los pesares. Por desafiar a la muerte al negarme a olvidarlos o a dejar de quererlos ni un ápice. Fue su manera de decirme que hago bien, que siguen conmigo, y que mientras yo me mantenga firme, seguirán. Conociéndolos, creo que lo harían aunque yo flaqueara, porque así eran ellos: puros, con corazones más grandes de lo que el mío será jamás. También fue su manera de indicarme que querer a otros es una manera de honrar la vida, y de aceptar la muerte.

Tambor, Ami, Nala y Bogie podrían ser las dos caras de una misma moneda: presente y pasado. Pero no lo son. Ninguno es pasado. De una manera o de otra, todos son presente, todos son futuro. Así que, cuando llegado el momento, tenga que visitar con dolor las habitaciones de Tambor y Ami, también lo haré con esperanza. Porque gracias a Nala y Bogie aprendí que el amor real no se pierde, ni se muere, ni se olvida. Que se mantiene impertérrito al paso de los años. Que no decrece con los nuevos amores, sino que los condimenta, los eleva a su altura. Aprendí que este dolor es un precio que estoy dispuesta a pagar. Y que ellos siempre harán que merezca la pena pagarlo, estén donde estén.

martes, 11 de agosto de 2015

El Coliseo vs Aquitectura moderna

Hace tiempo vi un documental, no se ahora de que empresa o cadena, en la que se comparaba el Coliseo de Roma con el estadio deportivo más moderno de Melbourne (Australia). Además de varios expertos en simulacros por ordenador, historia del arte, arquitectura y demás, contaban con la presencia del diseñador de dicho estadio. Empezaron, como es lógico, exponiendo las características principales de cada uno: cuantas entradas y salidas tenían, número de espectadores que podían albergar, materiales de construcción, etc. Después, dispuestos a comprobar los avances técnicos desde la época romana hasta hoy, decidieron hacer por ordenador un simulacro de evacuación de ambos, para comprobar cual de ellos se desalojaba más rapidamente. El simulacro empezaba en ambos estadios al mismo tiempo, y terminaba cuando el último espectador del último de los dos edificios atravesaba las puertas de salida. Fue emocionante ver las reacciones de los expertos allí reunidos, incluido el propio diseñador del estadio de Melbourne, al comprobar como, aunque al principio la evacuación se hacía más rápida en el estadio moderno, el Coliseo persistió en su ritmo inicial y, finalmente, se desalojó primero.

Tengo que señalar que el diseñador moderno se tomó la derrota con elegancia. ¿Qué otra opción tenía? Hay que rendirse ante la evidencia: por mucho que nos demos palmaditas en la espalda por los grandes avances que hacemos, seguimos a años luz del saber antiguo. No me refiero sólo a Roma. Tampoco podemos competir con la Grecia clásica, el Egipto de los faraones, el imperio persa… No digo que no tuvieran prácticas brutales, porque las tenían. Pero, ¿no las seguimos teniendo nosotros? No creo que esas prácticas sean cosas achacables al tiempo, sino más bien al género humano, por tanto, yo no las tengo en cuenta cuando hablo de evolución. A mí me gusta fijarme en la importancia que le daban a cosas como la retórica, el arte, la política, la medicina, la filosofía… A mí me gusta comprobar, aunque también me produce una punzada de tristeza, que el diseñador del Coliseo, que nunca sabremos cual es aunque sepamos que Vespasiano empezó su construcción, Tito la terminó y Domiciano hizo una reforma, tenía unas medidas de seguridad mejores que el estadio más moderno de nuestro tiempo. Y eso, en una época en la que la esclavitud no sólo estaba bien vista, sino que tener servidumbre era signo de pertenecer a la clase alta, me parece increíble.

Al diseñar el Coliseo tal como fue, ¿se tuvo en cuenta la seguridad o sólo la estética? Las numerosas escaleras y puertas, la perfecta comunicación en todas las plantas, ¿a que obedecían? ¿Qué las gradas reservadas a la población peor considerada, en cuanto a estos dos elementos, fueran iguales que las demás, fue por pura simetría? No creo que sepamos nunca la respuesta a estas preguntas. Por mucho que los expertos, si es que eso fuera posible en algún campo, se pusieran de acuerdo para dar una opinión unánime sobre el tema, seguiría siendo tan sólo una opinión. Y, como opiniones tenemos todos, aquí está la mía.
No creo que nadie que haya visto el Coliseo, si tiene un mínimo de sensibilidad, pueda quedar indiferente. No sólo a la belleza estética de lo que hoy es, sino a la imagen que proyecta de lo que en su día fue. No podría comprender a una persona que me dijera que no ha sentido, en las puertas del mismo y mirando hacia arriba, la grandiosidad y la fuerza que emanan de las piedras que lo componen. Nadie podría dejar de sentirse como la más humilde hormiga a la sombra de esta construcción. Yo sentí todo eso, y más.

Una vez franqueada la entrada, y con la ayuda del murmullo de la inmensa cola que queda fuera, y de la muchedumbre que encuentras dentro, te parece empezar a ver togas y sandalias, y te embarga la sensación de que es día de juegos. Entonces, te tropiezas con alguien, y vuelves del flashback. Pero es tan fácil caer de nuevo, y tú lo haces cuando subes las escaleras y puedes asomarte al foso. Y entonces, bum, lo ves lleno de agua, y salen los barcos, y sabes que hoy toca batalla naval. Pero no, la imagen vuelve a cambiar, y ahora ves a los gladiadores, pero no saliendo al foso, que ahora está cubierto de tierra, sino por los pasillos interiores de los niveles inferiores, tensando los músculos, controlando la respiración, conscientes de que están luchando contra el reloj de arena que marca sus vidas. Tampoco esta imagen dura, porque tu subconsciente quiere que disfrutes plenamente de la experiencia, y ahora empiezas a sentir tanto miedo que no puedes hablar, y te ves expuesto al sol, en mitad del foso, mientras van saliendo leones y tigres, hambrientos, y con sus anhelantes ojos fijos en ti.

De nuevo, vuelves en ti, y buscas un espacio entre la muchedumbre donde poder sentarte un momento. No estás cansado, sólo necesitas un minuto para asimilar todo lo que has visto sin ver. Todo lo que has sentido. Toda la verdad que tu cerebro ha asimilado, sin cuestionársela. Andas un poco, buscando, y encuentras unas pequeñas escaleras entre las gradas, cerradas por una cadena, que seguramente conducen a las gradas superiores. Te parece tan bien como otro cualquiera, al fin y al cabo, te vas a sentar en el Coliseo. Pero me temo que no vas a obtener el descanso que buscas, porque empiezas a mirar las filas, y otra vez, no eres tú. Estás en la grada más baja, eres un senador o, quizá, una vestal, que espera pacientemente a que empiece el espectáculo. Incluso miras al palco del emperador que, taciturno, parece esperar con hastío. Pero no te quedas mucho en esa grada, y subes sin querer a la siguiente para convertirte en un aristócrata. Puede que no tengas bastante categoría para ocupar la grada anterior, pero tu dinero y tu abolengo te acreditan para ocupar la siguiente. Y lo haces, exhibiendo orgulloso la insignia o escudo de la familia a la que perteneces. Desde luego, eres más afortunado que los que están en la grada superior a la tuya, a la que ni miras con desprecio. Pero otra vez, te has desplazado, y ahora estás justo en la grada que hace un segundo decidiste no mirar. Eres un ciudadano pobre. Tienes unos espacios reservados en esta grada, que ni siquiera puedes ocupar por completo, ya que los ciudadanos ricos no pertenecientes a las otras categorías altas están contigo. Bueno, en la misma grada, pero no ocupando los mismos espacios. Hasta ahí podíamos llegar. Al menos, te consuelas, no eres uno de los pobres diablos que se encuentra en la grada más alta, los pobres entre los pobres o algunos sectores de la sociedad que no encajan en el resto de gradas.

De repente, vuelves a ver exactamente lo que hay: un montón de turistas, algunos con el dichoso palo de selfie, gritándose unos a otros y haciéndose fotos como locos. Eres tú, con los rescoldos del pasado. Porque aunque ves, no es a ti a quien sientes. Perdura el eco de una emoción que no esperabas, pero que pudiste sentir porque tu subconsciente no te dejó cuestionar la moralidad del acto: expectación. No de cualquier tipo, no, sino de esa que precede a los grandes acontecimientos, a los momentos de disfrute, a la diversión. Estuviste tan metido, que en lugar de ver el horror de lo que allí ocurría y sentir compasión, te integraste. Miraste con unos ojos que no son de este siglo, y durante esos instantes, fuiste un romano más. Entonces, tu mente rescata otro sentimiento: seguridad. Eras consciente de pertenecer al imperio más grande del mundo. El ambiente, los juegos, y el edificio en sí, la sólida piedra y sus hermosas formas, las estatuas estratégicamente colocadas, todo gritaba: poder. Y tú lo oías, como lo oían todos y cada uno de los romanos que iban allí, como lo oían, y así estaba planeado que fuera, los extranjeros que posaban la vista en el Coliseo.

Para un lector avispado, mi opinión es evidente. Para el resto, y dado que como narradora tengo mis carencias, la respuesta explícita a la pregunta formulada al comienzo sería: estética y seguridad. ¿Por qué? Porque vi el documental muchos meses antes de saber que vería el Coliseo con mis propios ojos, y esa pregunta permaneció en un rincón de mi cabeza, sin respuesta satisfactoria. Porque como dije antes, esa respuesta lógica que, en los tiempos que corren, es la única que parece válida, seguirá siendo una opinión. Rebatible, discutible, cuestionable. Todo es abordable desde varios prismas, y los romanos fueron bellos e inteligentes arquitectos. Mi lógica no fue capaz de decantarse, no conectó con la lógica del diseñador para ver hacia qué lado se inclinaba la balanza. Pero está claro que eso no importó, porque en su debido momento, mi corazón sí que lo hizo, y comprendió que, a ojos romanos, belleza y seguridad, en cuanto a arquitectura se refiere, son lo mismo. Porque ese edificio, como tantos otros, estaba destinado a ser un ejemplo del poderío del imperio al que representaba. Por tanto, debía ser espectacular tanto en su estética como en su seguridad. Quizá no en el sentido que le damos hoy en día, de seguridad para las personas, aunque es evidente que las clases altas no hubieran consentido posar sus pies en un edificio de estabilidad cuestionable. Pero sí seguridad en el sentido de permanencia y solidez. Y todo es cuestionable, pero en cuanto a esos dos conceptos, nadie puede dudar que el Coliseo los luce desde hace siglos.