El efecto mariposa es un concepto dentro de la teoría del caos que sostiene que una pequeña variación en un punto concreto puede originar una gran catástrofe en el punto opuesto. Como todo concepto científico, cuenta, por un lado, con sus detractores y escépticos, y por otro, con sus defensores y creyentes. Y, en medio de esos dos grupos, se sitúa un tercero, compuesto por personas que no se deciden por un lado u otro por una simple falta de comprensión.
Yo, huelga decirlo, estoy en ese grupo intermedio. O, mejor dicho, estaba. Porque ayer un hecho muy concreto y lo que desencadenó, me ilustró, de la manera más brutal y directa, lo que denodados esfuerzos de personas bien formadas no habían conseguido inculcar en mi obtusa mente literaria. Ayer, el corazón de mi abuela dio su último latido, y con él, sin importar distancia ni espacio, abrió una brecha instantánea en muchos corazones, incluido el mío.
Mi abuela fue, y Dios sabe cuánto me duele escribir en pasado, una persona maravillosa. No hay palabras suficientes para describirla. Fue una mujer fuerte, valiente, luchadora. Fue una hermana cariñosa. Una esposa entregada. Una madre dura, pero excelente, comprometida con la importancia de inculcar los valores importantes. Una defensora inquebrantable de su familia. Y una abuela inmejorable.
Generosa hasta el extremo, prefería soportar molestias antes que ocasionarlas a los demás. No puedo evitar recordarla siempre pendiente de todos, siempre pensando en darte lo que sabía que te gustaba. Era fácil tenerla contenta, porque bastaba con no meterte en jaleos y comer bien. No pedía más. Y, a cambio, cuanto daba.
No puedo, y me gustaría, describirla como se merece. A mí me falta habilidad, y al idioma, palabras adecuadas, para dibujar una imagen que le haga justicia. Lo que sí puedo es decir, aunque ella lo sabe, que la echaré mucho de menos. Que se me hace muy duro saber que entraré en su casa, y al llegar a la salita, no habrá a quien decirle “¡hola abuela!”, ni quien me responda “¡ay, es mi Raquelita”, con una gran sonrisa y los brazos extendidos para acogerme. Que ya no me sentaré más a su lado, para que me pregunte como me va todo mientras me pone la mano en la pierna y, de vez en cuando, me da un golpecito cariñoso. Que no me sentiré la mujer más guapa del mundo cuando me diga que estoy guapísima, aunque cinco minutos antes sentía que daba asco. Mi abuela ahora sabe que muchos días, hastiada de la situación que estuviera viviendo, me ha hecho sentir una persona especial sólo con la manera de decirme que soy “un talento”.
Mi abuela era así, de ese tipo raro de persona que te hace sentir alguien entre una multitud. Quizás porque ella era ALGUIEN entre millones de multitudes. Por eso se que está bien, allá donde está. Que se encuentra rodeada de sus seres queridos, aunque seguirá con un ojo puesto en los que nos hemos quedado aquí. Y, aunque eso me aporta paz, no me consuela ahora, porque me ha hecho avariciosa. No me bastan 32 años. Hubiera querido muchos más. Los hubiera querido todos.
No obstante, entiendo que su tiempo era suyo, y que la promesa de volver a verla me debe bastar. No me pesa que me duela su ausencia. Se merece eso, y mucho más. Y, con el tiempo, cuando el dolor se mitigue, cuando se transmute a otro estado, siempre será un orgullo que me pese no poder compartir los buenos acontecimientos con mi abuela. Sé que ella los disfrutará desde donde esté, y no me cabe duda de que propiciará muchos de ellos, pero nunca me será indiferente no disfrutarlos juntas.
Y, al final de lo conocido, si la mitad de personas me echan de menos la mitad de lo que la vamos a añorar a ella, no habré desperdiciado mi vida. Y, si despojada de este cuerpo, me llevo la mitad del amor que mi abuela se lleva, me consideraré digna de la oportunidad de vivir.
Pedes in terra ad sidera visus
jueves, 7 de junio de 2018
domingo, 21 de enero de 2018
Burke y Diana
“Lo único que necesita el mal para triunfar en el mundo, es que los hombres buenos no hagan nada”. No sé con exactitud qué tipo de mal estaba contemplando Edmund Burke cuando dijo esta frase, ni que hombres buenos se mantenían pasivos ante el mismo. Pero sé que tenía razón, y que después de tantos años, el mal sigue triunfando ante la pasividad de los supuestos buenos. ¿Un ejemplo? Sólo hace falta nombre y apellido: Diana Quer.
Que en estos tiempos que corren, sabemos todas perfectamente los peligros que entraña que una mujer vaya sola, no es decir nada sorprendente. Tampoco lo es que no hay franja horaria exenta de ese peligro. Basta con que estés sola y te cruces, sin querer, en el camino de algún tipo sin escrúpulos. Entonces, sin comerlo ni beberlo, seguramente te verás envuelta en una situación que, en el mejor de los casos, te dejará viva pero con secuelas, que de ciertas cosas se sale, pero no gratis; y en el peor, con tu cuerpo tirado en un pozo cerca de donde tu familia, desesperada, se pasará meses buscándote, aferrándose a la esperanza de que aparezcas, si bien no del todo sana, al menos, con vida.
Diana no hizo nada malo esa noche. Quizás no fue prudente ir sola a esas horas, pero, ¿acaso no nos hemos visto todas alguna vez en esa situación? Sales por ahí con tus amigos, y en un momento determinado, te encuentras que nadie sigue tu mismo camino. Así que te convences a ti misma de que no va a pasar nada, y con los ojos y los oídos bien alerta, te vas derecha a tu casa. La mayoría de las veces tienes suerte, y cuando llegas, te regañas mentalmente por ser la reina del drama. Pero no lo eres. Porque una de cada diez, de cada cien, de cada mil…no llega. O no llega entera. Regresa con el cuerpo o la mente quebrada, y con un largo camino de recuperación por delante.
Quizás sea una triste realidad, pero es algo que debemos asumir: las mujeres no estamos seguras cuando vamos solas. No porque seamos más débiles. No porque seamos menos capaces. No porque seamos estúpidas. He aquí la razón y la otra realidad a asumir: en el mundo real, existen dos tipos de monstruos. El primer tipo son aquellos capaces de cometer atrocidades inimaginables para la gente corriente. El segundo son los que defienden, encubren o justifican a estos monstruos. No sabría decir cual es peor, o quizás es que ambos son igual de despreciables. Al fin y al cabo, la existencia de uno alienta a la existencia del otro. Ambos son despreciables, en todo caso. Personas, si es que hay que llamarlas así, con las que no debería gastarse ningún gramo de compasión, respeto o comprensión.
El asesino de Diana, al que me niego en rotundo a llamarlo ni por su absurdo apodo ni por su odioso nombre, pertenece a la primera categoría. ¿Qué clase de criatura es capaz de raptar, intentar violar, estrangular y tirar a un pozo a una mujer? Monstruo es un calificativo amable para designar a quien ha realizado tales acciones, pero debe ser que la lengua española se ha quedado obsoleta y no tenemos todavía ninguno mejor. Desde luego, es monstruoso ser capaz de hacer todo eso, pero lo es aún más pasar a diario cerca de ese pozo sabiendo quien hay dentro. Cruzarse día sí, día también, con los familiares de la persona que se descompone en un agujero. Comentar el tema con tus vecinos, insultando al innombrable que haya podido hacerle algo a la muchacha, cuando sabes perfectamente que eres tú.
Pablo Iglesias, desde luego, pertenece al segundo tipo. ¿Qué persona cabal podría salir en defensa de semejante deshecho humano? Sólo su igual. Y lo peor del asunto es que, como siempre, lo hace vistiéndose de demócrata y de sosegado. Y así, por decir las cosas sin alzar la voz y con unas pausas estudiadas, envenena los oídos de los incautos que no tienen claro que en la vida, además de grises, hay blanco y negro. Porque para los que no saben nada, ni tienen interés en saber, decir que la prisión permanente revisable es un acto de venganza suena a verdad. Suena a cordura, a serenidad, a contención. Para aquellos que se creen buenos, pero que simplemente son demasiado débiles para ser malos, el manido discurso de Iglesias suena a verdad, y toman por venganza aquello que él quiere pasar por tal, y como justo castigo, lo que considera conveniente.
Yo no soy demasiado débil para ser mala. Si no lo soy, es porque elijo cada día no serlo. Porque cuando se me presenta la oportunidad, optó por el buen camino, que normalmente siempre es más difícil y muchas veces no tiene otra recompensa que saberte digna y con integridad. Por tanto, a mí Iglesias no podría envenenarme con sus palabras ni aunque fueran lo único que escuchara durante mil vidas. En cuanto al uso de las palabras, su significado y las dudosas interpretaciones de nuestro sistema jurídico, como Licenciada en Derecho que soy, frente al politólogo que él dice ser, también ha pinchado en hueso. Frente a mí, no puede usar el manido argumento de que nuestro sistema penal está encaminado hacia la reinserción para justificar que ciertos sujetos no deben permanecer encerrados de por vida. Y no lo puede hacer, porque sé perfectamente en qué contexto se incluyó eso en nuestra Constitución, esa que tantos fallos dice que tiene, pero que usa cuando sirve a sus intereses particulares.
Después de una cruenta guerra civil, y de décadas de dictadura, se intentó mirar hacia el futuro con optimismo. Se intentó potenciar que siempre hay otra oportunidad para hacerlo mejor, y que el futuro siempre puede cambiar a mejor. ¿Qué podrían haber hecho? Necesitábamos una Carta Magna que tuviera buenos cimientos, capaces de acompañarnos en el largo proceso que nos esperaba. Necesitábamos un documento que mereciera el respeto de todos, sin importar el bando. Pero ese documento no pone en ningún sitio que matar sea gratis. Ni ese, ni las legislaciones que se han ido promulgando para acompañarlo. Tampoco pone que aplicar la ley sea un acto de venganza. No pone, y lo sé bien, que un sujeto tenga derecho a cometer un acto delictivo una y otra vez, sin intención de modificar su conducta jamás, y deba ser protegido por el sistema. La reinserción es una oportunidad que se le brinda a la persona que delinque para que modifique su comportamiento y se integre en la sociedad. No es, ni debería ser, un cheque en blanco que te asegure la vuelta al sistema sin apenas coste. Y, por supuesto, no es un escudo para que una persona destroce la vida de muchas otras. La reinserción es un premio al que deben optar los delincuentes, no un regalo.
Yo entiendo que Iglesias no sea capaz de ver todos los matices que he expuesto de la reinserción. Le faltan, como poco, formación y ganas. Lo que no puedo comprender es que intente vender a los demás su ignorancia como cordura. Porque, en ciertos estamentos, la ignorancia es peligrosa. Ciertas personas tienen una posición privilegiada, porque tienen plataformas potentes y sus palabras llegan a muchos. Entonces, esas palabras calan en el cerebro de los indecisos, los inseguros, los ignorantes o, simplemente, los malvados. Y como, maldita la gracia, aquí todos somos iguales en derechos, que por obligaciones hace rato que no, la masa de descerebrados se agolpa y al resto nos toca apechugar con las consecuencias de las nefastas decisiones que han apoyado.
Por eso, comencé citando la frase de Burke. Porque quizás los buenos no hacemos nada porque creemos que no tenemos potencial para cambiar nada. Sin embargo, debemos hacer lo que esté en nuestras manos. En las mías, escribir esto. Dejar claro que venganza es permitir que cualquier familiar de Diana esté en una habitación, con los utensilios que considere pertinentes, durante el tiempo que desee, a solas. Y que dentro de esa habitación pase lo que Dios o el Diablo quiera, y una vez que salga, borrón y cuenta nueva, y aquí nadie ha visto nada. Eso es venganza. Pero que un monstruo que ha raptado, intentado violar o violado, y matado a una muchacha, dejado su cuerpo tirado durante meses en un pozo, y vivir como si nada, pase el resto de su vida en un recinto con acceso a gimnasio, cultura, educación y ocio, eso no es venganza, eso es un sistema jurídico que se aferra a la creencia de que toda vida importa, por muy despreciable que sea el sujeto en cuestión.
Nos quedan tiempos difíciles que afrontar, pero he llegado a la conclusión de que todos los tiempos lo han sido para aquellos que han sido capaces de ver la realidad. Aquellos que han alzado la voz, sabiendo que retorcerían sus palabras. Aquellos que se mantuvieron firmes en lo que sabían acertado, por muchos ataques que sufrieran. Eso no va a cambiar nunca. ¿Cómo podría hacerlo? El mal nunca descansa, nunca se rinde, nunca desespera, porque su objetivo es ser lo que es. Por eso, los buenos deberíamos dejar de lado los complejos, hacer oídos sordos a los cantos de sirena, y alzar la voz junto al padre de Diana. Porque frente a la utopía de la reinserción, debemos atender a la realidad de la vida segada de una joven. Porque nadie que sea capaz de hacerle semejantes cosas a otro ser humano por puro placer, merece ningún tipo de compasión sin ganársela a base de mucha sangre, sudor y lágrimas. Porque no debemos consentir que ningún monstruo nos convenza de que es venganza lo que es un acto puro de protección. Porque Diana, como tantas otras, merece descansar en paz. Y porque su familia merece saber que no están solos.
Que en estos tiempos que corren, sabemos todas perfectamente los peligros que entraña que una mujer vaya sola, no es decir nada sorprendente. Tampoco lo es que no hay franja horaria exenta de ese peligro. Basta con que estés sola y te cruces, sin querer, en el camino de algún tipo sin escrúpulos. Entonces, sin comerlo ni beberlo, seguramente te verás envuelta en una situación que, en el mejor de los casos, te dejará viva pero con secuelas, que de ciertas cosas se sale, pero no gratis; y en el peor, con tu cuerpo tirado en un pozo cerca de donde tu familia, desesperada, se pasará meses buscándote, aferrándose a la esperanza de que aparezcas, si bien no del todo sana, al menos, con vida.
Diana no hizo nada malo esa noche. Quizás no fue prudente ir sola a esas horas, pero, ¿acaso no nos hemos visto todas alguna vez en esa situación? Sales por ahí con tus amigos, y en un momento determinado, te encuentras que nadie sigue tu mismo camino. Así que te convences a ti misma de que no va a pasar nada, y con los ojos y los oídos bien alerta, te vas derecha a tu casa. La mayoría de las veces tienes suerte, y cuando llegas, te regañas mentalmente por ser la reina del drama. Pero no lo eres. Porque una de cada diez, de cada cien, de cada mil…no llega. O no llega entera. Regresa con el cuerpo o la mente quebrada, y con un largo camino de recuperación por delante.
Quizás sea una triste realidad, pero es algo que debemos asumir: las mujeres no estamos seguras cuando vamos solas. No porque seamos más débiles. No porque seamos menos capaces. No porque seamos estúpidas. He aquí la razón y la otra realidad a asumir: en el mundo real, existen dos tipos de monstruos. El primer tipo son aquellos capaces de cometer atrocidades inimaginables para la gente corriente. El segundo son los que defienden, encubren o justifican a estos monstruos. No sabría decir cual es peor, o quizás es que ambos son igual de despreciables. Al fin y al cabo, la existencia de uno alienta a la existencia del otro. Ambos son despreciables, en todo caso. Personas, si es que hay que llamarlas así, con las que no debería gastarse ningún gramo de compasión, respeto o comprensión.
El asesino de Diana, al que me niego en rotundo a llamarlo ni por su absurdo apodo ni por su odioso nombre, pertenece a la primera categoría. ¿Qué clase de criatura es capaz de raptar, intentar violar, estrangular y tirar a un pozo a una mujer? Monstruo es un calificativo amable para designar a quien ha realizado tales acciones, pero debe ser que la lengua española se ha quedado obsoleta y no tenemos todavía ninguno mejor. Desde luego, es monstruoso ser capaz de hacer todo eso, pero lo es aún más pasar a diario cerca de ese pozo sabiendo quien hay dentro. Cruzarse día sí, día también, con los familiares de la persona que se descompone en un agujero. Comentar el tema con tus vecinos, insultando al innombrable que haya podido hacerle algo a la muchacha, cuando sabes perfectamente que eres tú.
Pablo Iglesias, desde luego, pertenece al segundo tipo. ¿Qué persona cabal podría salir en defensa de semejante deshecho humano? Sólo su igual. Y lo peor del asunto es que, como siempre, lo hace vistiéndose de demócrata y de sosegado. Y así, por decir las cosas sin alzar la voz y con unas pausas estudiadas, envenena los oídos de los incautos que no tienen claro que en la vida, además de grises, hay blanco y negro. Porque para los que no saben nada, ni tienen interés en saber, decir que la prisión permanente revisable es un acto de venganza suena a verdad. Suena a cordura, a serenidad, a contención. Para aquellos que se creen buenos, pero que simplemente son demasiado débiles para ser malos, el manido discurso de Iglesias suena a verdad, y toman por venganza aquello que él quiere pasar por tal, y como justo castigo, lo que considera conveniente.
Yo no soy demasiado débil para ser mala. Si no lo soy, es porque elijo cada día no serlo. Porque cuando se me presenta la oportunidad, optó por el buen camino, que normalmente siempre es más difícil y muchas veces no tiene otra recompensa que saberte digna y con integridad. Por tanto, a mí Iglesias no podría envenenarme con sus palabras ni aunque fueran lo único que escuchara durante mil vidas. En cuanto al uso de las palabras, su significado y las dudosas interpretaciones de nuestro sistema jurídico, como Licenciada en Derecho que soy, frente al politólogo que él dice ser, también ha pinchado en hueso. Frente a mí, no puede usar el manido argumento de que nuestro sistema penal está encaminado hacia la reinserción para justificar que ciertos sujetos no deben permanecer encerrados de por vida. Y no lo puede hacer, porque sé perfectamente en qué contexto se incluyó eso en nuestra Constitución, esa que tantos fallos dice que tiene, pero que usa cuando sirve a sus intereses particulares.
Después de una cruenta guerra civil, y de décadas de dictadura, se intentó mirar hacia el futuro con optimismo. Se intentó potenciar que siempre hay otra oportunidad para hacerlo mejor, y que el futuro siempre puede cambiar a mejor. ¿Qué podrían haber hecho? Necesitábamos una Carta Magna que tuviera buenos cimientos, capaces de acompañarnos en el largo proceso que nos esperaba. Necesitábamos un documento que mereciera el respeto de todos, sin importar el bando. Pero ese documento no pone en ningún sitio que matar sea gratis. Ni ese, ni las legislaciones que se han ido promulgando para acompañarlo. Tampoco pone que aplicar la ley sea un acto de venganza. No pone, y lo sé bien, que un sujeto tenga derecho a cometer un acto delictivo una y otra vez, sin intención de modificar su conducta jamás, y deba ser protegido por el sistema. La reinserción es una oportunidad que se le brinda a la persona que delinque para que modifique su comportamiento y se integre en la sociedad. No es, ni debería ser, un cheque en blanco que te asegure la vuelta al sistema sin apenas coste. Y, por supuesto, no es un escudo para que una persona destroce la vida de muchas otras. La reinserción es un premio al que deben optar los delincuentes, no un regalo.
Yo entiendo que Iglesias no sea capaz de ver todos los matices que he expuesto de la reinserción. Le faltan, como poco, formación y ganas. Lo que no puedo comprender es que intente vender a los demás su ignorancia como cordura. Porque, en ciertos estamentos, la ignorancia es peligrosa. Ciertas personas tienen una posición privilegiada, porque tienen plataformas potentes y sus palabras llegan a muchos. Entonces, esas palabras calan en el cerebro de los indecisos, los inseguros, los ignorantes o, simplemente, los malvados. Y como, maldita la gracia, aquí todos somos iguales en derechos, que por obligaciones hace rato que no, la masa de descerebrados se agolpa y al resto nos toca apechugar con las consecuencias de las nefastas decisiones que han apoyado.
Por eso, comencé citando la frase de Burke. Porque quizás los buenos no hacemos nada porque creemos que no tenemos potencial para cambiar nada. Sin embargo, debemos hacer lo que esté en nuestras manos. En las mías, escribir esto. Dejar claro que venganza es permitir que cualquier familiar de Diana esté en una habitación, con los utensilios que considere pertinentes, durante el tiempo que desee, a solas. Y que dentro de esa habitación pase lo que Dios o el Diablo quiera, y una vez que salga, borrón y cuenta nueva, y aquí nadie ha visto nada. Eso es venganza. Pero que un monstruo que ha raptado, intentado violar o violado, y matado a una muchacha, dejado su cuerpo tirado durante meses en un pozo, y vivir como si nada, pase el resto de su vida en un recinto con acceso a gimnasio, cultura, educación y ocio, eso no es venganza, eso es un sistema jurídico que se aferra a la creencia de que toda vida importa, por muy despreciable que sea el sujeto en cuestión.
Nos quedan tiempos difíciles que afrontar, pero he llegado a la conclusión de que todos los tiempos lo han sido para aquellos que han sido capaces de ver la realidad. Aquellos que han alzado la voz, sabiendo que retorcerían sus palabras. Aquellos que se mantuvieron firmes en lo que sabían acertado, por muchos ataques que sufrieran. Eso no va a cambiar nunca. ¿Cómo podría hacerlo? El mal nunca descansa, nunca se rinde, nunca desespera, porque su objetivo es ser lo que es. Por eso, los buenos deberíamos dejar de lado los complejos, hacer oídos sordos a los cantos de sirena, y alzar la voz junto al padre de Diana. Porque frente a la utopía de la reinserción, debemos atender a la realidad de la vida segada de una joven. Porque nadie que sea capaz de hacerle semejantes cosas a otro ser humano por puro placer, merece ningún tipo de compasión sin ganársela a base de mucha sangre, sudor y lágrimas. Porque no debemos consentir que ningún monstruo nos convenza de que es venganza lo que es un acto puro de protección. Porque Diana, como tantas otras, merece descansar en paz. Y porque su familia merece saber que no están solos.
domingo, 31 de diciembre de 2017
2017
Y la vida transcurre sin que uno apenas se dé cuenta, inmerso en la rutina de la lucha diaria. Pero pasar, pasa, cada año un poquito más rápido que el anterior, y casi sin darnos cuenta, nos encontramos preparando las uvas del año siguiente, cuando hace apenas un instante nos hemos tomado las del año anterior. También se nos hace inevitable hacer inventario del año que dejamos atrás, y nos empeñamos en enumerar las victorias, las derrotas, las heridas…
Este año, sin embargo, no quiero hacer inventario. De sobra sé las heridas sufridas a lo largo del mismo, puesto que las llevo conmigo. Y tampoco quiero darme golpecitos en la espalda por las victorias que, merecidas o por suerte, he obtenido. Porque he aprendido que, si bien cada día sé menos lo que es la vida, desde luego no es una lista. No es una carrera, ni un espectáculo, ni un drama, ni una comedia. O quizás la vida sea todo eso, y yo no sé verlo porque veo una parte cada vez y no consigo abarcar el conjunto.
No obstante, no quisiera despedirme del año, ni darle la bienvenida al siguiente, sin valorar mi suerte. A pesar de todos los pesares, este año igual que los anteriores, la fortuna se empeña en sonreírme de oreja a oreja, y yo a veces estoy demasiado cegada para verlo. A menudo me concentro más en la pequeña piedra del zapato, que en el precioso zapato que protege mi pie.
Por eso, 2017, a pesar de las ausencias y las despedidas, de los cambios bruscos y de los tropiezos, de las decepciones y las cicatrices, ha sido generoso conmigo. Por cada ausencia, me ha brindado la alegría de una nueva incorporación. Cada cambio impuesto ha sometido a prueba mi fortaleza, pero también mi capacidad de adaptación, y por desagradables que sean, han venido cargados con la esperanza de un futuro mejor. Todas mis decepciones sólo han sido la constatación flagrante de que hubo una ilusión previa, y que, por tanto, habrá siempre una ilusión posterior. Y las cicatrices, bueno, son el recuerdo constante de que siempre encuentro algo que merece la pena amar, y por lo que merece la pena sufrir. Si este año he de agradecer algo más allá del inmenso amor con el que me rodean las personas que me quieren, es el conocimiento de que por duras que sean las circunstancias o por dolorosas que sean las pérdidas, soy capaz de rehacerme siempre, y en cada nuevo renacimiento, obtengo una versión un poco mejor.
Por tanto, no tengo nada que reprocharle al año que se va, ni tengo nada que exigirle el año que viene. No espero un camino de rosas, ni un paseo por el infierno. Espero llorar de pena y de alegría; espero celebrar victorias y lamentar derrotas; que mis seres queridos me consuelen cuando lo necesite, pero también que celebren conmigo lo obtenido; espero ganar muchas más veces de las que pierda, y perder siempre con la cabeza alta y la dignidad intacta; espero no hacer daño, y si lo hago, que las consecuencias no sean más severas de lo necesaria; espero rehacerme de todo el daño que reciba, y que éste no deje después ningún rencor duradero; espero disfrutar de todo lo bueno que esté al alcance de mi mano, y no amargarme por aquello que no lo esté; espero hacer que mis seres queridos sepan cuanto les quiero, porque el amor necesita ser reconocido para ser pleno; espero no renunciar a ninguna lucha que sea digna de mi esfuerzo; espero que en cada obstáculo que me presente el año, mi valor sea siempre más fuerte que mi miedo. En resumen: espero vivir. ¿Es que acaso se puede esperar algo mejor?
Este año, sin embargo, no quiero hacer inventario. De sobra sé las heridas sufridas a lo largo del mismo, puesto que las llevo conmigo. Y tampoco quiero darme golpecitos en la espalda por las victorias que, merecidas o por suerte, he obtenido. Porque he aprendido que, si bien cada día sé menos lo que es la vida, desde luego no es una lista. No es una carrera, ni un espectáculo, ni un drama, ni una comedia. O quizás la vida sea todo eso, y yo no sé verlo porque veo una parte cada vez y no consigo abarcar el conjunto.
No obstante, no quisiera despedirme del año, ni darle la bienvenida al siguiente, sin valorar mi suerte. A pesar de todos los pesares, este año igual que los anteriores, la fortuna se empeña en sonreírme de oreja a oreja, y yo a veces estoy demasiado cegada para verlo. A menudo me concentro más en la pequeña piedra del zapato, que en el precioso zapato que protege mi pie.
Por eso, 2017, a pesar de las ausencias y las despedidas, de los cambios bruscos y de los tropiezos, de las decepciones y las cicatrices, ha sido generoso conmigo. Por cada ausencia, me ha brindado la alegría de una nueva incorporación. Cada cambio impuesto ha sometido a prueba mi fortaleza, pero también mi capacidad de adaptación, y por desagradables que sean, han venido cargados con la esperanza de un futuro mejor. Todas mis decepciones sólo han sido la constatación flagrante de que hubo una ilusión previa, y que, por tanto, habrá siempre una ilusión posterior. Y las cicatrices, bueno, son el recuerdo constante de que siempre encuentro algo que merece la pena amar, y por lo que merece la pena sufrir. Si este año he de agradecer algo más allá del inmenso amor con el que me rodean las personas que me quieren, es el conocimiento de que por duras que sean las circunstancias o por dolorosas que sean las pérdidas, soy capaz de rehacerme siempre, y en cada nuevo renacimiento, obtengo una versión un poco mejor.
Por tanto, no tengo nada que reprocharle al año que se va, ni tengo nada que exigirle el año que viene. No espero un camino de rosas, ni un paseo por el infierno. Espero llorar de pena y de alegría; espero celebrar victorias y lamentar derrotas; que mis seres queridos me consuelen cuando lo necesite, pero también que celebren conmigo lo obtenido; espero ganar muchas más veces de las que pierda, y perder siempre con la cabeza alta y la dignidad intacta; espero no hacer daño, y si lo hago, que las consecuencias no sean más severas de lo necesaria; espero rehacerme de todo el daño que reciba, y que éste no deje después ningún rencor duradero; espero disfrutar de todo lo bueno que esté al alcance de mi mano, y no amargarme por aquello que no lo esté; espero hacer que mis seres queridos sepan cuanto les quiero, porque el amor necesita ser reconocido para ser pleno; espero no renunciar a ninguna lucha que sea digna de mi esfuerzo; espero que en cada obstáculo que me presente el año, mi valor sea siempre más fuerte que mi miedo. En resumen: espero vivir. ¿Es que acaso se puede esperar algo mejor?
domingo, 27 de agosto de 2017
Ave atque vale
Estimada Parca:
En tu última visita, te has vuelto a llevar algo que era mío. En ese momento, ocupada en hacer tu trabajo, no te diste cuenta. Tenías toda tu atención puesta en recoger con mimo a la maravillosa alma que se marchaba de mi lado. Si te soy sincera, tampoco yo me percaté. Como tú, mi atención se centraba en la peluda protagonista.
No voy a describir la triste escena, puesto que la presenciaste. Teniendo el trabajo que tienes, me imagino que aquella representación sólo fue uno de los posibles escenarios que ves constantemente. Y aunque no fue, no podría serlo, hermoso, soy consciente de que los hay peores. Después de todo, estamos condenados a enfrentarnos a ese último trámite, por lo que hacerlo rodeado de seres queridos no me parece el peor de los finales.
Tampoco es mi intención reprocharte que cumplieras con tu obligación. Sé que su tiempo se agotaba. De hecho, estoy convencida de que debías llevártela antes de lo que lo hiciste. Pero alguien, ahí arriba, debió compadecerse y nos concedió una pequeña prórroga para hacernos a la idea. ¡Y vaya si la aprovechamos! ¡Y vaya si nos ha servido! Porque aunque el resultado sea el mismo, aunque nada ni nadie pueda evitar el dolor, ni la ausencia, guardaremos siempre en nuestro corazón esas últimas semanas. Yo, por mi parte, estoy en deuda con quien me permitió despedirme de ella así, porque he comprendido que es muy importante despedirse bien de los seres queridos.
Así pues, quizás te preguntes por qué vengo hoy a recriminarte que te la llevaras. Quizás pienses que eso es lo que me has quitado. Y quizás, por una vez, te equivoques. Primero, porque no es un reproche. Segundo, porque no hablo de ella. Es cierto que te la llevaste, pero ¿acaso podías hacer otra cosa? Todos tenemos un tiempo, y yo he aprendido a fuerza de dolor, que no hay nada que pueda hacer para cambiar eso. Tú lo sabes, porque en este último año, no es la única visita que me has hecho, ni el único ser querido que te llevas.
No te recrimino nada, te doy las gracias por ayudarme a comprender. La vez anterior no pude hacerlo. Es muy difícil pensar cuando el simple hecho de seguir existiendo es un suplicio. Esta vez estaba más preparada. Por el tiempo de descuento, pero también por la experiencia adquirida. Es cierto que lo que no te mata, te hace más fuerte, y es mentira que el tiempo todo lo cura. Pero lo que sí hace es enseñarte a convivir con las heridas. Y eso también te hace más fuerte, porque no se requiere la misma fortaleza para vivir sin dolor que con él. Así que en esta ocasión, un poco más dueña de mí misma, he podido apreciar la delicadeza con la que se nos trataba tanto a ella como a los que la queríamos.
¿Qué es, entonces, lo que te has llevado que me pertenecía? Es muy sencillo. Parece que cuando uno ama, a alguien o a algo, el objeto de ese amor es propiedad del que ama. Pero es al revés. Cuando amas, tú te conviertes en propiedad del objeto de tu amor. Por eso no puedes dañarlo, ni ser egoísta. Por eso te sacrificas y su felicidad o su bienestar es la tuya. Así pues, queriéndola sinceramente como la quise, le di una parte de mí. Y al llevártela, también te has llevado esa parte, puesto que la sigo queriendo. Eso me has quitado, aunque no debías, porque yo sigo aquí.
Y ahí, querida parca, está mi única victoria en una guerra de la que no saldré con vida. Yo sigo aquí, queriéndola. Queriéndolos. Y mientras mi tiempo sea mío, mientras no sea yo la que tenga una cita contigo, eso no cambiará. Acepto que voy a ver marcharse a muchos seres queridos. Que habrá muchas heridas con las que tendré que aprender a vivir. Que moriré un poco con cada despedida, porque todos tienen un trocito mío. Pero ellos seguirán viviendo, puesto que yo tengo el trocito que quisieron darme. Eso, esta vez y todas, es más que suficiente para mantenerme luchando.
No obstante, eso no es óbice para que me duela que te hayas llevado a Ami. Por desgracia, me duele hasta el punto de que las palabras no me bastan para expresarlo. No hay un orden adecuado que pueda esbozar la magnitud del vacío que ha dejado en mi vida. Sólo puedo decir que la quiero, que la querré todos los días que me queden por delante, y que la echaré de menos cada uno de ellos. Pero no es este un dolor sin esperanza o sin consuelo. Tengo dos consuelos y una esperanza. Mi primer consuelo es que ella es. Porque el alma que miraba detrás de mis ojos vio con frecuencia al alma que miraba a través de los suyos. Por tanto, la ausencia no me convencerá de que, sea donde sea, ella es. Mi segundo consuelo es que ella me quería, y por tanto, me dio un trocito suyo. A mí no me importa si no es el más grande o el más importante. Me basta con que es suyo, y lo tengo yo. Eso me basta para tener ganas de aprovechar mi tiempo.
Mi esperanza es que un día, cuando en tu agenda aparezca mi número el primero y vengas a recogerme, me llevarás ante Él. Y si, a través de las acciones de este cuerpo, soy hallada digna, me permitirán vivir en el único paraíso que puedo concebir: aquél donde estén mis seres queridos. Entonces, dama de la guadaña, habré ganado la única guerra que importa, puesto que mientras tu recompensa será un cascarón vacío, la mía será una eternidad rodeada de amor. Dime, ¿no te cambiarías por mí? Mejor, ¿no te cambiarías por Ami? Porque no me cabe duda de que ella se lo ha ganado, y allá donde esté, me espera pacientemente, como tantos días. Para ella, es sólo una espera más detrás de una puerta diferente. Me la imagino sosegada, con la tranquilidad que le da el convencimiento de que nunca ha habido obstáculo que me impidiera llegar a ella. Créeme, ganará. Esta puerta también la abriré.
Hasta entonces, pequeña Ami, ave atque vale.
En tu última visita, te has vuelto a llevar algo que era mío. En ese momento, ocupada en hacer tu trabajo, no te diste cuenta. Tenías toda tu atención puesta en recoger con mimo a la maravillosa alma que se marchaba de mi lado. Si te soy sincera, tampoco yo me percaté. Como tú, mi atención se centraba en la peluda protagonista.
No voy a describir la triste escena, puesto que la presenciaste. Teniendo el trabajo que tienes, me imagino que aquella representación sólo fue uno de los posibles escenarios que ves constantemente. Y aunque no fue, no podría serlo, hermoso, soy consciente de que los hay peores. Después de todo, estamos condenados a enfrentarnos a ese último trámite, por lo que hacerlo rodeado de seres queridos no me parece el peor de los finales.
Tampoco es mi intención reprocharte que cumplieras con tu obligación. Sé que su tiempo se agotaba. De hecho, estoy convencida de que debías llevártela antes de lo que lo hiciste. Pero alguien, ahí arriba, debió compadecerse y nos concedió una pequeña prórroga para hacernos a la idea. ¡Y vaya si la aprovechamos! ¡Y vaya si nos ha servido! Porque aunque el resultado sea el mismo, aunque nada ni nadie pueda evitar el dolor, ni la ausencia, guardaremos siempre en nuestro corazón esas últimas semanas. Yo, por mi parte, estoy en deuda con quien me permitió despedirme de ella así, porque he comprendido que es muy importante despedirse bien de los seres queridos.
Así pues, quizás te preguntes por qué vengo hoy a recriminarte que te la llevaras. Quizás pienses que eso es lo que me has quitado. Y quizás, por una vez, te equivoques. Primero, porque no es un reproche. Segundo, porque no hablo de ella. Es cierto que te la llevaste, pero ¿acaso podías hacer otra cosa? Todos tenemos un tiempo, y yo he aprendido a fuerza de dolor, que no hay nada que pueda hacer para cambiar eso. Tú lo sabes, porque en este último año, no es la única visita que me has hecho, ni el único ser querido que te llevas.
No te recrimino nada, te doy las gracias por ayudarme a comprender. La vez anterior no pude hacerlo. Es muy difícil pensar cuando el simple hecho de seguir existiendo es un suplicio. Esta vez estaba más preparada. Por el tiempo de descuento, pero también por la experiencia adquirida. Es cierto que lo que no te mata, te hace más fuerte, y es mentira que el tiempo todo lo cura. Pero lo que sí hace es enseñarte a convivir con las heridas. Y eso también te hace más fuerte, porque no se requiere la misma fortaleza para vivir sin dolor que con él. Así que en esta ocasión, un poco más dueña de mí misma, he podido apreciar la delicadeza con la que se nos trataba tanto a ella como a los que la queríamos.
¿Qué es, entonces, lo que te has llevado que me pertenecía? Es muy sencillo. Parece que cuando uno ama, a alguien o a algo, el objeto de ese amor es propiedad del que ama. Pero es al revés. Cuando amas, tú te conviertes en propiedad del objeto de tu amor. Por eso no puedes dañarlo, ni ser egoísta. Por eso te sacrificas y su felicidad o su bienestar es la tuya. Así pues, queriéndola sinceramente como la quise, le di una parte de mí. Y al llevártela, también te has llevado esa parte, puesto que la sigo queriendo. Eso me has quitado, aunque no debías, porque yo sigo aquí.
Y ahí, querida parca, está mi única victoria en una guerra de la que no saldré con vida. Yo sigo aquí, queriéndola. Queriéndolos. Y mientras mi tiempo sea mío, mientras no sea yo la que tenga una cita contigo, eso no cambiará. Acepto que voy a ver marcharse a muchos seres queridos. Que habrá muchas heridas con las que tendré que aprender a vivir. Que moriré un poco con cada despedida, porque todos tienen un trocito mío. Pero ellos seguirán viviendo, puesto que yo tengo el trocito que quisieron darme. Eso, esta vez y todas, es más que suficiente para mantenerme luchando.
No obstante, eso no es óbice para que me duela que te hayas llevado a Ami. Por desgracia, me duele hasta el punto de que las palabras no me bastan para expresarlo. No hay un orden adecuado que pueda esbozar la magnitud del vacío que ha dejado en mi vida. Sólo puedo decir que la quiero, que la querré todos los días que me queden por delante, y que la echaré de menos cada uno de ellos. Pero no es este un dolor sin esperanza o sin consuelo. Tengo dos consuelos y una esperanza. Mi primer consuelo es que ella es. Porque el alma que miraba detrás de mis ojos vio con frecuencia al alma que miraba a través de los suyos. Por tanto, la ausencia no me convencerá de que, sea donde sea, ella es. Mi segundo consuelo es que ella me quería, y por tanto, me dio un trocito suyo. A mí no me importa si no es el más grande o el más importante. Me basta con que es suyo, y lo tengo yo. Eso me basta para tener ganas de aprovechar mi tiempo.
Mi esperanza es que un día, cuando en tu agenda aparezca mi número el primero y vengas a recogerme, me llevarás ante Él. Y si, a través de las acciones de este cuerpo, soy hallada digna, me permitirán vivir en el único paraíso que puedo concebir: aquél donde estén mis seres queridos. Entonces, dama de la guadaña, habré ganado la única guerra que importa, puesto que mientras tu recompensa será un cascarón vacío, la mía será una eternidad rodeada de amor. Dime, ¿no te cambiarías por mí? Mejor, ¿no te cambiarías por Ami? Porque no me cabe duda de que ella se lo ha ganado, y allá donde esté, me espera pacientemente, como tantos días. Para ella, es sólo una espera más detrás de una puerta diferente. Me la imagino sosegada, con la tranquilidad que le da el convencimiento de que nunca ha habido obstáculo que me impidiera llegar a ella. Créeme, ganará. Esta puerta también la abriré.
Hasta entonces, pequeña Ami, ave atque vale.
miércoles, 14 de junio de 2017
Echeverría
Ignacio Echeverría fue un héroe. ¿Qué importa que tratara de auxiliar a una mujer apuñalada o a un policía londinense abatido? Lo que a mí me importa es que en un momento de máxima tensión, cuando el instinto animal que vive en nosotros nos impone huir y ponernos a salvo, él hizo frente a los agresores para ayudar a otro ser humano.
Durante días así lo han manifestado los medios y las diferentes personalidades políticas, pasando por personajes destacados de la cultura y el mundo del deporte. Durante días se ha admirado a Echeverría como digno heredero de la raza española, de aquellos que hicieron que, durante años, nuestra Armada fuera Invencible, de aquellos que conquistaron tierras hasta ponernos como la primera potencia mundial, de aquellos que vivían bajo dominios donde nunca se ponía el Sol.
Yo comparto esta opinión, que nadie me malinterprete, pero cuando se la escucho a un político español, me deja mal sabor de boca. ¿Por qué? Muy fácil. Echeverría, al que todos califican como una persona decente, cercana, dispuesta siempre a ayudar, coherente, pacífica y cabal, cuando estaban apuñalando a personas a su alrededor provocándoles una muerte dolorosa y atroz, cogió lo único que tenía a mano y lo usó como arma contra los agresores. No se paró a dialogar, ni intentó convencerles mediante argumentos para que parasen tamaña barbarie. Respondió al fuego inmisericorde del que está dispuesto a matar, con su propio fuego. Lamentablemente, no fue suficiente, y perdió la vida.
¿Qué hacen los políticos a lo largo de todo el mundo? Hablar. Mencionan palabras como diálogo, solución pacífica o tolerancia religiosa, y en diferentes partes del mundo siguen muriendo personas de manera indiscriminada porque unos fanáticos, abastecidos por el dinero de los países musulmanes ricos, no saben vivir otra vida que no implique eliminar la de aquellos que viven de formas diferentes a ellos. Fanáticos incultos, sí, pero no desorganizados, porque la inteligencia la ponen aquellos que ponen el dinero, que cómodamente y sin mancharse las manos de manera directa, han montado una estrategia de expansión colonial que les está funcionando muy bien.
Cada día estoy más convencida de que Europa, la nueva Europa, está dejándose desangrar voluntariamente por cobardía, estupidez y falta de cultura. ¿Y qué si nuestra historia está regada de sangre? ¿No lo están todas? ¿Quién se hizo grande, quién conquistó, sin derramar ni una gota o quitar y pagar con vidas? Todas las grandes civilizaciones han tenido que luchar para ser lo que fueron. No nacieron grandes, ni fértiles, ni cultas. Les costó muchas guerras y muchas vidas conquistar primero para pacificar después. Y es en esa paz posterior, cuando está claro quién es más fuerte, donde se puede sembrar, y por eso germinó la medicina, la retórica, la agricultura, la industria… No nacieron de la nada, sino de campos regados con sangre y vidas.
Pero Europa se ha olvidado de lo que tuvo que luchar para ser lo que es. Se ha olvidado de que la democracia es un instrumento que sólo sirve si ambas partes aceptan las reglas del juego. Ha olvidado que la tolerancia es una vía de doble sentido, y que no es intolerante defenderte de quien te agrede porque no acepta tus opciones. Europa se ha vestido de complejos, y para que no piensen que falta al respeto de los musulmanes, decide faltarles el respeto a los europeos. A Europa le da miedo decir que estamos inmersos en una guerra religiosa, como si obviar la verdad transformara la realidad en la cómoda mentira que prefieren. Pero, ¿de qué sirve negarlo? ¿Para dejar que nos eliminen uno a uno donde y cuando quieran? Los dirigentes europeos, con España a la cabeza, deben admitir la cruda realidad: nos han declarado la guerra, y es por religión. En esta primera fase, los ricos se limitan a nutrir de dinero y armas a los guerrilleros para que hagan una campaña de desgaste, o lo que es lo mismo, estamos en la fase de “guerra de guerrillas”. Ataques pequeños y medianos en puntos determinados buscando debilitar al enemigo, confundirlo e inspirarle temor. ¿Por qué? Porque es mucho más fácil defenderse de un ataque en masa que detectar pequeños individuos que cuentan con una gran red de apoyo. A las pruebas me remito. Lo que los dirigentes no quieren ver es que esto es sólo una fase. Cuando estemos tan débiles que no podamos oponer una resistencia seria, nos masacrarán en masa con todo lo que tengan. Porque ellos, los países árabes ricos, no están perdiendo nada. No hay atentados en esos países, ni refugiados que esquilmen su economía, ni mojigatos que prefieran morir a matar. Ellos se hacen cada vez más ricos y nosotros perdemos cada vez más dinero y más sangre en una guerra en la que no reconocemos estar.
Por eso me molesta mucho que se llenen la boca diciendo que Echeverría fue un héroe. Porque por culpa de su parsimonia, de su ineficacia y de su cobardía, mueren personas inocentes plantando cara al monstruo que no quieren detener. Y no quiero oír comentarios puristas de que en las guerras mueren inocentes. ¿Es que no están muriendo ya? ¿No era inocente Echeverría? ¿Ni las demás personas que murieron en ese ataque? ¿No eran inocentes las víctimas del atentado en Manchester? ¿Las de París? La lista es larga. Y sí, obvio los inocentes en países árabes. ¿Por qué? Porque los están masacrando los mismos terroristas que no están matando a nosotros y no son capaces de levantarse contra ellos.
Europa debe despertarse, y debe hacerlo pronto, porque por mucho que hayamos convertido el diálogo en la primera y más válida opción para la resolución de conflictos, debemos reconocer que no sirve en un conflicto donde no se puede razonar con el enemigo. Si mi adversario está dispuesto a morir matando, yo estoy dispuesta a matar para vivir. Porque no es violencia injustificada la que se usa para defender la propia vida de otro ataque. Y porque, casualmente, en esta no reconocida guerra de religión, resulta que los asesinos matan por religión. Porque su religión les permite tener a millones de personas pasando hambre, frío, sin libertad, ni acceso a la cultura… Porque su religión es intolerante, y proclama, entre otras perlas, que se debe matar a los infieles, y ellos, que en realidad no reconocen más religión que sus intereses, ni más Dios que su propia persona, se valen de ella para obtener lo que desean, sin importar el precio que deban pagar los demás.
Si Echeverría hubiera matado a todos y cada uno de los terroristas, quizás no lo llamarían héroe. Quizás hablarían del uso desmedido de la fuerza. A mí me hubiera gustado más ese escenario. Porque su vida valía mucho más que la de todos los terroristas juntos. Porque su humanidad primó sobre su instinto de supervivencia, y su lógica sobre absurdos complejos. Porque con su acción, honró a España y a todos los españoles. Porque su pérdida hace del mundo un lugar más triste, como pasa siempre que se va una buena persona. Por todo eso, espero que allá donde esté, lo hayan recibido como se merece. Pero también espero que no tengan que recibir a más como él. Espero que la única sangre europea y, especialmente, española, que se derrame a partir de ahora por esta causa sea porque han decidido exterminar a todos los terroristas y a sus proveedores, hasta que no quede de ellos ni el polvo de los huesos. Espero que la vida de las personas tolerantes se ponga por delante de las que matan por intolerancia. Espero que Europa, y España, recuerden lo que son, y en lugar de avergonzarse, saquen pecho y se defiendan. Como Echeverría.
Durante días así lo han manifestado los medios y las diferentes personalidades políticas, pasando por personajes destacados de la cultura y el mundo del deporte. Durante días se ha admirado a Echeverría como digno heredero de la raza española, de aquellos que hicieron que, durante años, nuestra Armada fuera Invencible, de aquellos que conquistaron tierras hasta ponernos como la primera potencia mundial, de aquellos que vivían bajo dominios donde nunca se ponía el Sol.
Yo comparto esta opinión, que nadie me malinterprete, pero cuando se la escucho a un político español, me deja mal sabor de boca. ¿Por qué? Muy fácil. Echeverría, al que todos califican como una persona decente, cercana, dispuesta siempre a ayudar, coherente, pacífica y cabal, cuando estaban apuñalando a personas a su alrededor provocándoles una muerte dolorosa y atroz, cogió lo único que tenía a mano y lo usó como arma contra los agresores. No se paró a dialogar, ni intentó convencerles mediante argumentos para que parasen tamaña barbarie. Respondió al fuego inmisericorde del que está dispuesto a matar, con su propio fuego. Lamentablemente, no fue suficiente, y perdió la vida.
¿Qué hacen los políticos a lo largo de todo el mundo? Hablar. Mencionan palabras como diálogo, solución pacífica o tolerancia religiosa, y en diferentes partes del mundo siguen muriendo personas de manera indiscriminada porque unos fanáticos, abastecidos por el dinero de los países musulmanes ricos, no saben vivir otra vida que no implique eliminar la de aquellos que viven de formas diferentes a ellos. Fanáticos incultos, sí, pero no desorganizados, porque la inteligencia la ponen aquellos que ponen el dinero, que cómodamente y sin mancharse las manos de manera directa, han montado una estrategia de expansión colonial que les está funcionando muy bien.
Cada día estoy más convencida de que Europa, la nueva Europa, está dejándose desangrar voluntariamente por cobardía, estupidez y falta de cultura. ¿Y qué si nuestra historia está regada de sangre? ¿No lo están todas? ¿Quién se hizo grande, quién conquistó, sin derramar ni una gota o quitar y pagar con vidas? Todas las grandes civilizaciones han tenido que luchar para ser lo que fueron. No nacieron grandes, ni fértiles, ni cultas. Les costó muchas guerras y muchas vidas conquistar primero para pacificar después. Y es en esa paz posterior, cuando está claro quién es más fuerte, donde se puede sembrar, y por eso germinó la medicina, la retórica, la agricultura, la industria… No nacieron de la nada, sino de campos regados con sangre y vidas.
Pero Europa se ha olvidado de lo que tuvo que luchar para ser lo que es. Se ha olvidado de que la democracia es un instrumento que sólo sirve si ambas partes aceptan las reglas del juego. Ha olvidado que la tolerancia es una vía de doble sentido, y que no es intolerante defenderte de quien te agrede porque no acepta tus opciones. Europa se ha vestido de complejos, y para que no piensen que falta al respeto de los musulmanes, decide faltarles el respeto a los europeos. A Europa le da miedo decir que estamos inmersos en una guerra religiosa, como si obviar la verdad transformara la realidad en la cómoda mentira que prefieren. Pero, ¿de qué sirve negarlo? ¿Para dejar que nos eliminen uno a uno donde y cuando quieran? Los dirigentes europeos, con España a la cabeza, deben admitir la cruda realidad: nos han declarado la guerra, y es por religión. En esta primera fase, los ricos se limitan a nutrir de dinero y armas a los guerrilleros para que hagan una campaña de desgaste, o lo que es lo mismo, estamos en la fase de “guerra de guerrillas”. Ataques pequeños y medianos en puntos determinados buscando debilitar al enemigo, confundirlo e inspirarle temor. ¿Por qué? Porque es mucho más fácil defenderse de un ataque en masa que detectar pequeños individuos que cuentan con una gran red de apoyo. A las pruebas me remito. Lo que los dirigentes no quieren ver es que esto es sólo una fase. Cuando estemos tan débiles que no podamos oponer una resistencia seria, nos masacrarán en masa con todo lo que tengan. Porque ellos, los países árabes ricos, no están perdiendo nada. No hay atentados en esos países, ni refugiados que esquilmen su economía, ni mojigatos que prefieran morir a matar. Ellos se hacen cada vez más ricos y nosotros perdemos cada vez más dinero y más sangre en una guerra en la que no reconocemos estar.
Por eso me molesta mucho que se llenen la boca diciendo que Echeverría fue un héroe. Porque por culpa de su parsimonia, de su ineficacia y de su cobardía, mueren personas inocentes plantando cara al monstruo que no quieren detener. Y no quiero oír comentarios puristas de que en las guerras mueren inocentes. ¿Es que no están muriendo ya? ¿No era inocente Echeverría? ¿Ni las demás personas que murieron en ese ataque? ¿No eran inocentes las víctimas del atentado en Manchester? ¿Las de París? La lista es larga. Y sí, obvio los inocentes en países árabes. ¿Por qué? Porque los están masacrando los mismos terroristas que no están matando a nosotros y no son capaces de levantarse contra ellos.
Europa debe despertarse, y debe hacerlo pronto, porque por mucho que hayamos convertido el diálogo en la primera y más válida opción para la resolución de conflictos, debemos reconocer que no sirve en un conflicto donde no se puede razonar con el enemigo. Si mi adversario está dispuesto a morir matando, yo estoy dispuesta a matar para vivir. Porque no es violencia injustificada la que se usa para defender la propia vida de otro ataque. Y porque, casualmente, en esta no reconocida guerra de religión, resulta que los asesinos matan por religión. Porque su religión les permite tener a millones de personas pasando hambre, frío, sin libertad, ni acceso a la cultura… Porque su religión es intolerante, y proclama, entre otras perlas, que se debe matar a los infieles, y ellos, que en realidad no reconocen más religión que sus intereses, ni más Dios que su propia persona, se valen de ella para obtener lo que desean, sin importar el precio que deban pagar los demás.
Si Echeverría hubiera matado a todos y cada uno de los terroristas, quizás no lo llamarían héroe. Quizás hablarían del uso desmedido de la fuerza. A mí me hubiera gustado más ese escenario. Porque su vida valía mucho más que la de todos los terroristas juntos. Porque su humanidad primó sobre su instinto de supervivencia, y su lógica sobre absurdos complejos. Porque con su acción, honró a España y a todos los españoles. Porque su pérdida hace del mundo un lugar más triste, como pasa siempre que se va una buena persona. Por todo eso, espero que allá donde esté, lo hayan recibido como se merece. Pero también espero que no tengan que recibir a más como él. Espero que la única sangre europea y, especialmente, española, que se derrame a partir de ahora por esta causa sea porque han decidido exterminar a todos los terroristas y a sus proveedores, hasta que no quede de ellos ni el polvo de los huesos. Espero que la vida de las personas tolerantes se ponga por delante de las que matan por intolerancia. Espero que Europa, y España, recuerden lo que son, y en lugar de avergonzarse, saquen pecho y se defiendan. Como Echeverría.
viernes, 16 de septiembre de 2016
Tambor
Tambor entró en mi vida la tarde del 5 de febrero de 2011. Y lo vi salir de ella la tarde del 16 de Mayo de 2016. Poco más de cinco años, ese es el tiempo que la vida me concedió para disfrutar de Tambor. Un tiempo muy escaso, aunque siendo franca, incluso cien años hubieran parecido un suspiro a su lado. No obstante, cuando ahora echo la vista atrás, y la verdad es que lo hago con mucha frecuencia, veo que el tiempo, aunque limitado, no podría haber estado más lleno. Quizás por eso ahora se ve tan vacío el tiempo que se extiende ante mí. Quizá por eso me esfuerzo tanto por llenarlo de lo que sea.
He sido la persona más afortunada del mundo, y lo sé porque volvería a vivir los peores años de mi vida. Lo haría porque, casualmente, han sido los años que he compartido con él. Puede que, después de todo, Dios no me haya olvidado y su milagro fuera prestarme algo que haría bueno lo peor. Eso explicaría porque hizo oídos sordos a mis súplicas y se lo llevó en un año que, si antes era malo, después de eso ha ganado la medalla de oro. Es probable que en este año de misericordia, la suya tuviera que ir destinada a Tambor, y por eso lo condujo hasta mí. Si su final estaba escrito, como el de todos, quiero creer que Él pensó que yo podría darle la vida que se merecía y que, llegado el momento, sabría acompañarlo hasta el final.
Lo malo de los grandes regalos, es que uno se acostumbra a vivir con ellos, y nunca es bueno el momento para dejarlos ir. De lo malo nos cansamos enseguida, pero de lo bueno nunca nos saciamos. Así es el ser humano y yo no soy una excepción. Así que, por mucho que me esfuerzo, aún no he perdonado a Dios del todo. Ya no siento tal rabia quemándome por dentro que, de haber una escalera hasta el cielo, yo habría echado abajo las puertas del mismo para exigir explicaciones. Ya no lucho contra una realidad que se ha convertido en la peor de mis pesadillas. Pero nada puedo hacer para suavizar el inmenso dolor que me acompaña constantemente. Por eso, lo dejo ser, e intento que no me aplaste del todo. Es lo más que puedo hacer en mis circunstancias.
Creo que puedo decir con bastante acierto que nunca he sido una persona triste. Al menos, no hasta que Tambor se fue. Ahora quiero creer que soy una persona adoptada por la tristeza, pero que aún quedan esperanzas para mí, que en algún rinconcito que todavía no encuentro, está toda la alegría perdida esperando su momento. De lo que sí estoy segura es de que he sido una persona feliz, y gran parte de esa felicidad se la debo a él. Las personas que más tratan conmigo me han escuchado decir con frecuencia “él me hace feliz”. Y era verdad. Tambor me ofreció el mejor refugio en la peor de las tormentas. Fue mi sostén contra el paro, el menosprecio laboral, la frustración y la desorientación. Cualquier decepción se empequeñecía ante un mimo suyo, y no había nada más efectivo que un abrazo para reponer fuerzas y tumbar cualquier pared. Ha sido el mejor de mis mejores amigos, siempre dispuesto a escuchar. Compañero infatigable en mis largos días de estudio, fue un apoyo constante y un buen recordatorio de lo mejor que la vida ofrece. Ha sido también un colega divertido, siempre dispuesto a corretear, escondiéndose en lugares inesperados. No me equivoco si digo que todos los días me hacía reír a carcajadas por algo. También supo ser exigente, reclamando mi atención cuando yo estaba demasiado ocupada con las urgencias y dejaba de lado lo importante. En definitiva, Tambor ha sido la criatura más luminosa con la que me he cruzado nunca, y reunía las que para mí son las cualidades que más admiro: lealtad, entrega, bondad, inocencia, y, por supuesto, un poco de rebeldía.
Tambor era mucho más de lo que yo podría describir, y su influencia en mi vida es mucho más fuerte y permanente que la de otras personas que conozco desde hace más tiempo. Supongo que es lo que pasa con la calidad, que enfrentada a la cantidad, siempre sale vencedora. Me cuesta muchísimo hablar de él en pasado, y aún tengo muchas costumbres de nuestro tiempo juntos. Después de pasar prácticamente las 24 horas juntos casi todos los días, es lo normal. Él era el último al que le daba las buenas noches, cuando lo ponía a dormir con una ración de mimos y muchos besos. También era el primero al que le daba los buenos días. Siempre estaba cerca de mí, ya fuera tumbado a mis pies si estaba sentada en la silla, o tumbado a mi lado, si ponía cojines en el suelo. A veces, era mejor estudiar en el suelo acariciándolo, porque así los dos teníamos lo que queríamos. Si me pasaba demasiado tiempo en el salón, iba a buscarme. Y tampoco era raro verlo en el cuarto de mi hermana, si yo estaba allí. No hay rincón de mi casa que no me recuerde a él, porque no hay rincón de mí que no haya hecho suyo. Sin darme cuenta, lo convertí en parte de mi equipo, y todos los planes futuros que tenía para mí, pasaron a ser para los dos. No me cabe duda de que ese es el motivo de que ahora, por primera vez en toda mi vida, me sienta sola y necesite algo más que a mí misma para llenar este maldito vacío. También achaco a eso que el mundo, que antes me parecía lleno de magia, ahora haya pasado a ser una mala fotografía en blanco y negro. Es un daño colateral más para aquellos que, habiendo estando llenos de ansías por vivir, nos convertimos un día en seres grises que viven por inercia, porque eso es lo que se espera que hagamos, procurando ocultar nuestro páramo interno con fingidas manifestaciones externas de entusiasmo, interés o alegría.
No obstante, hay cosas que, sin llegar a ofrecerme consuelo, al menos me hacen un poco más soportable vivir conmigo misma. Ser capaz de poner su bienestar antes que el mío es uno de ellas. Saber que lo acompañé hasta donde podía acompañarlo, aunque el corazón se me rompía en pedazos y hubiera dado lo que fuera por arrancármelo del pecho. Saber que se sintió siempre querido, que siempre se supo importante, que jamás se sintió olvidado y, por encima de todo, que fue feliz. ¿Qué más se le puede pedir a la vida? Ya que no se puede vivir eternamente, vivir intensamente, sacándole todo el jugo a lo que la vida nos ofrece, despedirse con elegancia de lo que dejamos atrás y mantener la integridad de lo que somos, evolucionando hasta formas más perfectas. Así vivió Tambor, y así se fue. Valiente, honesto, leal y entregado a sus seres queridos hasta su último aliento, acompañado de aquellos que más lo querían.
Por eso, lo recuerdo cada día. Porque ser el objeto del amor de un ser tan excepcional, del único que no ha hecho resaltar mis virtudes, sino que consiguió iluminar mis defectos, no puede caer en el olvido. Yo no puedo dejar morir un amor que me honra con su existencia. Porque estoy segura de que, allá donde esté, él sigue sintiendo lo mismo por mí. Porque si bien la muerte es más fuerte que la vida, nada puede hacer contra el amor. Así que no importa cuánto tiempo haya de soportar su ausencia, ni cuánto dolor tenga que pagar por aquello que se me concedió. Soportaré el precio que se me imponga intentando no quejarme, de la mejor manera que sepa, y cuando me toque a mí despedirme de este mundo, espero que venga él a recibirme como solía hacerlo, y que me diga: “has vivido como te enseñé a hacerlo: valiente, honesta, leal y entregada a tus seres queridos. Buen trabajo. Los demás están esperando, te has ganado descansar con nosotros”.
He sido la persona más afortunada del mundo, y lo sé porque volvería a vivir los peores años de mi vida. Lo haría porque, casualmente, han sido los años que he compartido con él. Puede que, después de todo, Dios no me haya olvidado y su milagro fuera prestarme algo que haría bueno lo peor. Eso explicaría porque hizo oídos sordos a mis súplicas y se lo llevó en un año que, si antes era malo, después de eso ha ganado la medalla de oro. Es probable que en este año de misericordia, la suya tuviera que ir destinada a Tambor, y por eso lo condujo hasta mí. Si su final estaba escrito, como el de todos, quiero creer que Él pensó que yo podría darle la vida que se merecía y que, llegado el momento, sabría acompañarlo hasta el final.
Lo malo de los grandes regalos, es que uno se acostumbra a vivir con ellos, y nunca es bueno el momento para dejarlos ir. De lo malo nos cansamos enseguida, pero de lo bueno nunca nos saciamos. Así es el ser humano y yo no soy una excepción. Así que, por mucho que me esfuerzo, aún no he perdonado a Dios del todo. Ya no siento tal rabia quemándome por dentro que, de haber una escalera hasta el cielo, yo habría echado abajo las puertas del mismo para exigir explicaciones. Ya no lucho contra una realidad que se ha convertido en la peor de mis pesadillas. Pero nada puedo hacer para suavizar el inmenso dolor que me acompaña constantemente. Por eso, lo dejo ser, e intento que no me aplaste del todo. Es lo más que puedo hacer en mis circunstancias.
Creo que puedo decir con bastante acierto que nunca he sido una persona triste. Al menos, no hasta que Tambor se fue. Ahora quiero creer que soy una persona adoptada por la tristeza, pero que aún quedan esperanzas para mí, que en algún rinconcito que todavía no encuentro, está toda la alegría perdida esperando su momento. De lo que sí estoy segura es de que he sido una persona feliz, y gran parte de esa felicidad se la debo a él. Las personas que más tratan conmigo me han escuchado decir con frecuencia “él me hace feliz”. Y era verdad. Tambor me ofreció el mejor refugio en la peor de las tormentas. Fue mi sostén contra el paro, el menosprecio laboral, la frustración y la desorientación. Cualquier decepción se empequeñecía ante un mimo suyo, y no había nada más efectivo que un abrazo para reponer fuerzas y tumbar cualquier pared. Ha sido el mejor de mis mejores amigos, siempre dispuesto a escuchar. Compañero infatigable en mis largos días de estudio, fue un apoyo constante y un buen recordatorio de lo mejor que la vida ofrece. Ha sido también un colega divertido, siempre dispuesto a corretear, escondiéndose en lugares inesperados. No me equivoco si digo que todos los días me hacía reír a carcajadas por algo. También supo ser exigente, reclamando mi atención cuando yo estaba demasiado ocupada con las urgencias y dejaba de lado lo importante. En definitiva, Tambor ha sido la criatura más luminosa con la que me he cruzado nunca, y reunía las que para mí son las cualidades que más admiro: lealtad, entrega, bondad, inocencia, y, por supuesto, un poco de rebeldía.
Tambor era mucho más de lo que yo podría describir, y su influencia en mi vida es mucho más fuerte y permanente que la de otras personas que conozco desde hace más tiempo. Supongo que es lo que pasa con la calidad, que enfrentada a la cantidad, siempre sale vencedora. Me cuesta muchísimo hablar de él en pasado, y aún tengo muchas costumbres de nuestro tiempo juntos. Después de pasar prácticamente las 24 horas juntos casi todos los días, es lo normal. Él era el último al que le daba las buenas noches, cuando lo ponía a dormir con una ración de mimos y muchos besos. También era el primero al que le daba los buenos días. Siempre estaba cerca de mí, ya fuera tumbado a mis pies si estaba sentada en la silla, o tumbado a mi lado, si ponía cojines en el suelo. A veces, era mejor estudiar en el suelo acariciándolo, porque así los dos teníamos lo que queríamos. Si me pasaba demasiado tiempo en el salón, iba a buscarme. Y tampoco era raro verlo en el cuarto de mi hermana, si yo estaba allí. No hay rincón de mi casa que no me recuerde a él, porque no hay rincón de mí que no haya hecho suyo. Sin darme cuenta, lo convertí en parte de mi equipo, y todos los planes futuros que tenía para mí, pasaron a ser para los dos. No me cabe duda de que ese es el motivo de que ahora, por primera vez en toda mi vida, me sienta sola y necesite algo más que a mí misma para llenar este maldito vacío. También achaco a eso que el mundo, que antes me parecía lleno de magia, ahora haya pasado a ser una mala fotografía en blanco y negro. Es un daño colateral más para aquellos que, habiendo estando llenos de ansías por vivir, nos convertimos un día en seres grises que viven por inercia, porque eso es lo que se espera que hagamos, procurando ocultar nuestro páramo interno con fingidas manifestaciones externas de entusiasmo, interés o alegría.
No obstante, hay cosas que, sin llegar a ofrecerme consuelo, al menos me hacen un poco más soportable vivir conmigo misma. Ser capaz de poner su bienestar antes que el mío es uno de ellas. Saber que lo acompañé hasta donde podía acompañarlo, aunque el corazón se me rompía en pedazos y hubiera dado lo que fuera por arrancármelo del pecho. Saber que se sintió siempre querido, que siempre se supo importante, que jamás se sintió olvidado y, por encima de todo, que fue feliz. ¿Qué más se le puede pedir a la vida? Ya que no se puede vivir eternamente, vivir intensamente, sacándole todo el jugo a lo que la vida nos ofrece, despedirse con elegancia de lo que dejamos atrás y mantener la integridad de lo que somos, evolucionando hasta formas más perfectas. Así vivió Tambor, y así se fue. Valiente, honesto, leal y entregado a sus seres queridos hasta su último aliento, acompañado de aquellos que más lo querían.
Por eso, lo recuerdo cada día. Porque ser el objeto del amor de un ser tan excepcional, del único que no ha hecho resaltar mis virtudes, sino que consiguió iluminar mis defectos, no puede caer en el olvido. Yo no puedo dejar morir un amor que me honra con su existencia. Porque estoy segura de que, allá donde esté, él sigue sintiendo lo mismo por mí. Porque si bien la muerte es más fuerte que la vida, nada puede hacer contra el amor. Así que no importa cuánto tiempo haya de soportar su ausencia, ni cuánto dolor tenga que pagar por aquello que se me concedió. Soportaré el precio que se me imponga intentando no quejarme, de la mejor manera que sepa, y cuando me toque a mí despedirme de este mundo, espero que venga él a recibirme como solía hacerlo, y que me diga: “has vivido como te enseñé a hacerlo: valiente, honesta, leal y entregada a tus seres queridos. Buen trabajo. Los demás están esperando, te has ganado descansar con nosotros”.
lunes, 2 de mayo de 2016
La vida es dura
Desde hace varias semanas, hay cuatro palabras que me rondan la cabeza. Y como suele pasar en estos casos, cuanto menos quiero pensarlas, más lo hago. Y así, día tras día, me van acompañando. Al principio, intenté ignorarlas y convencerme de que mantenerme ocupada sería la mejor manera de deshacerme de ellas. Huelga decir que no me ha servido. Por mucho que me concentre estando consciente, sé que están ahí. Ellas también saben que lo sé, y como no tienen ninguna prisa, esperan pacientemente a que me duerma. Entonces, aparecen, y yo me paso la noche soñando que las escribo. Una vez, dos, tres… hasta que me despierto. Y aunque no parece, así contado, un sueño especialmente desagradable, sino más bien aburrido, para mí es terrible porque hay algo en esas palabras que me resulta muy doloroso.
Las atroces palabas no son otras que “la vida es dura”. Y yo sé a ciencia cierta que no me estarían atormentando si la vida no me hubiera pegado un guantazo monumental. Otro más. Un guantazo, todo hay que decirlo, que duele mucho más que las lágrimas que se ha cobrado, que no han sido muchas. Porque el dolor que ha traído consigo no es un dolor agudo, de los que se alivian llorando y diciendo lo injusto que es el mundo con uno. No es un dolor al que le sirva de consuelo las palabras de nadie, por muy querida que sea la persona que las dice. Es un dolor profundo, alojado en esa parte del cuerpo que encierra el alma, semejante al dolor de la pérdida de un ser querido, aunque no igual, porque también es el eco de la muerte de algo: de un camino, un deseo, un futuro concreto, un sueño muy querido.
Cabía esperar que no doliera tanto, porque no es la primera vez que la vida me obliga a tomar otro camino diferente al que había elegido. Pero supongo que el dolor es proporcional a las ganas que tenemos de que el sueño se realice, y no a las veces que no lo conseguimos. Así, cada vez es la primera, y aún así, diferente. Por eso, para dejar de sentirlo, no me sirve esta vez lo mismo que me sirvió la vez anterior. Pero tampoco me hace lo mismo. No ha derrumbado el mundo a mí alrededor, ni me ha hecho cuestionarme la persona que soy, ni me ha anestesiado hasta que pueda lidiar con esto. Me mantiene consciente desde el primer impacto, sabiendo que cumpliré mi promesa de no ser ese tipo de persona que, superada una vez por las circunstancias de la vida, visitó el averno sin dejar el cuerpo atrás, y vuelve a recaer cada vez que los golpes son demasiado fuertes.
Y por eso, precisamente por eso, me obliga a pensar que “la vida es dura”. Porque yo sé que la responsable del golpe es la que me devuelve la mirada en el espejo, y que la vida, teniendo en cuenta lo insistente que soy cuando quiero algo, no tiene más métodos efectivos de hacerme replantearme las cosas que éste. Que si bien me ha dado tal tortazo que me duele hasta el alma, no fue ella la que tomó la decisión de andar este camino. Ni la que, hay que decirlo todo, siente que no ha dado de sí todo lo que debería. Así que cuando pienso en esas cuatro palabras odiosas, lo hago en el tono irónico del que se señala a sí mismo. Del que sabe que no tiene derecho a sentirlas, porque nunca ha pasado hambre, ni ha carecido de refugio, ni de personas que le hagan sentir querido, ni le han faltado oportunidades para educarse. Sí, no he recogido lo que esperaba, pero ¿significa eso que no tengo lo que merezco? Por extraño que parezca, me es mucho más fácil asumir que la respuesta es sí. Porque mientras el fallo esté en lo que yo haga o en lo que dependa de mí, existirá el margen de mejora. Y ese fallo puede abarcar muchas cosas, no sólo el esfuerzo. También incluye equivocarme de dirección o no tomar las decisiones adecuadas.
Así que, ¿la vida es dura? Sí, lo es. Te hace pagar todos los fallos, muchas veces, con un precio que parece demasiado alto. ¿Es difícil, injusta y carece de premios para todos los que lo merecen? Sí, sin duda. Pero también es honesta. La vida no va engañando a nadie con falsas promesas. Somos nosotros los que tendemos al autoengaño porque algunas cosas parecen así más fáciles de llevar. Es equitativa, aunque no lo parezca. Somos nosotros los que no hacemos un buen reparto de lo que da, los que acaparamos y dejamos a los demás con menos de lo necesario. La vida está llena de amor, personas que te quieren, que sufren contigo en la distancia para no agobiarte, siempre y cuando uno sea capaz de quererlas también. La vida te da asideros de lo más inesperados, y pone en tu camino a pequeños seres, incapaz de hablar tu idioma, ni ningún otro, que ponen sonrisas en tu cara y alegría en tu corazón, por malas que sean las perspectivas. La vida te brinda la posibilidad de soñar. E incluso cuando tus sueños no se han realizado, cuando has de aceptar que han de quedar en ese lugar donde guardamos aquellos sueños que nunca serán realidad, pero de los que no podemos desprendernos del todo, porque contemplarlos siempre seguirá siendo hermoso, te ofrece la posibilidad de volver a soñar. Y tarde o temprano, si uno se mantiene vivo por dentro, encuentra otro sueño por el que merece la pena arriesgarse a sufrir un dolor como éste. Aunque sólo sea para aprender que la vida, aun no siendo como uno la había planeado, tiene muchas maneras de ser maravillosa. Por eso, yo me seguiré repitiendo que la vida es dura, cada vez con un poco menos de dolor, porque ella me ha enseñado que yo soy capaz de pagar el precio que cuesta disfrutarla.
Las atroces palabas no son otras que “la vida es dura”. Y yo sé a ciencia cierta que no me estarían atormentando si la vida no me hubiera pegado un guantazo monumental. Otro más. Un guantazo, todo hay que decirlo, que duele mucho más que las lágrimas que se ha cobrado, que no han sido muchas. Porque el dolor que ha traído consigo no es un dolor agudo, de los que se alivian llorando y diciendo lo injusto que es el mundo con uno. No es un dolor al que le sirva de consuelo las palabras de nadie, por muy querida que sea la persona que las dice. Es un dolor profundo, alojado en esa parte del cuerpo que encierra el alma, semejante al dolor de la pérdida de un ser querido, aunque no igual, porque también es el eco de la muerte de algo: de un camino, un deseo, un futuro concreto, un sueño muy querido.
Cabía esperar que no doliera tanto, porque no es la primera vez que la vida me obliga a tomar otro camino diferente al que había elegido. Pero supongo que el dolor es proporcional a las ganas que tenemos de que el sueño se realice, y no a las veces que no lo conseguimos. Así, cada vez es la primera, y aún así, diferente. Por eso, para dejar de sentirlo, no me sirve esta vez lo mismo que me sirvió la vez anterior. Pero tampoco me hace lo mismo. No ha derrumbado el mundo a mí alrededor, ni me ha hecho cuestionarme la persona que soy, ni me ha anestesiado hasta que pueda lidiar con esto. Me mantiene consciente desde el primer impacto, sabiendo que cumpliré mi promesa de no ser ese tipo de persona que, superada una vez por las circunstancias de la vida, visitó el averno sin dejar el cuerpo atrás, y vuelve a recaer cada vez que los golpes son demasiado fuertes.
Y por eso, precisamente por eso, me obliga a pensar que “la vida es dura”. Porque yo sé que la responsable del golpe es la que me devuelve la mirada en el espejo, y que la vida, teniendo en cuenta lo insistente que soy cuando quiero algo, no tiene más métodos efectivos de hacerme replantearme las cosas que éste. Que si bien me ha dado tal tortazo que me duele hasta el alma, no fue ella la que tomó la decisión de andar este camino. Ni la que, hay que decirlo todo, siente que no ha dado de sí todo lo que debería. Así que cuando pienso en esas cuatro palabras odiosas, lo hago en el tono irónico del que se señala a sí mismo. Del que sabe que no tiene derecho a sentirlas, porque nunca ha pasado hambre, ni ha carecido de refugio, ni de personas que le hagan sentir querido, ni le han faltado oportunidades para educarse. Sí, no he recogido lo que esperaba, pero ¿significa eso que no tengo lo que merezco? Por extraño que parezca, me es mucho más fácil asumir que la respuesta es sí. Porque mientras el fallo esté en lo que yo haga o en lo que dependa de mí, existirá el margen de mejora. Y ese fallo puede abarcar muchas cosas, no sólo el esfuerzo. También incluye equivocarme de dirección o no tomar las decisiones adecuadas.
Así que, ¿la vida es dura? Sí, lo es. Te hace pagar todos los fallos, muchas veces, con un precio que parece demasiado alto. ¿Es difícil, injusta y carece de premios para todos los que lo merecen? Sí, sin duda. Pero también es honesta. La vida no va engañando a nadie con falsas promesas. Somos nosotros los que tendemos al autoengaño porque algunas cosas parecen así más fáciles de llevar. Es equitativa, aunque no lo parezca. Somos nosotros los que no hacemos un buen reparto de lo que da, los que acaparamos y dejamos a los demás con menos de lo necesario. La vida está llena de amor, personas que te quieren, que sufren contigo en la distancia para no agobiarte, siempre y cuando uno sea capaz de quererlas también. La vida te da asideros de lo más inesperados, y pone en tu camino a pequeños seres, incapaz de hablar tu idioma, ni ningún otro, que ponen sonrisas en tu cara y alegría en tu corazón, por malas que sean las perspectivas. La vida te brinda la posibilidad de soñar. E incluso cuando tus sueños no se han realizado, cuando has de aceptar que han de quedar en ese lugar donde guardamos aquellos sueños que nunca serán realidad, pero de los que no podemos desprendernos del todo, porque contemplarlos siempre seguirá siendo hermoso, te ofrece la posibilidad de volver a soñar. Y tarde o temprano, si uno se mantiene vivo por dentro, encuentra otro sueño por el que merece la pena arriesgarse a sufrir un dolor como éste. Aunque sólo sea para aprender que la vida, aun no siendo como uno la había planeado, tiene muchas maneras de ser maravillosa. Por eso, yo me seguiré repitiendo que la vida es dura, cada vez con un poco menos de dolor, porque ella me ha enseñado que yo soy capaz de pagar el precio que cuesta disfrutarla.
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