jueves, 7 de junio de 2018

El efecto mariposa

El efecto mariposa es un concepto dentro de la teoría del caos que sostiene que una pequeña variación en un punto concreto puede originar una gran catástrofe en el punto opuesto. Como todo concepto científico, cuenta, por un lado, con sus detractores y escépticos, y por otro, con sus defensores y creyentes. Y, en medio de esos dos grupos, se sitúa un tercero, compuesto por personas que no se deciden por un lado u otro por una simple falta de comprensión.

Yo, huelga decirlo, estoy en ese grupo intermedio. O, mejor dicho, estaba. Porque ayer un hecho muy concreto y lo que desencadenó, me ilustró, de la manera más brutal y directa, lo que denodados esfuerzos de personas bien formadas no habían conseguido inculcar en mi obtusa mente literaria. Ayer, el corazón de mi abuela dio su último latido, y con él, sin importar distancia ni espacio, abrió una brecha instantánea en muchos corazones, incluido el mío.

Mi abuela fue, y Dios sabe cuánto me duele escribir en pasado, una persona maravillosa. No hay palabras suficientes para describirla. Fue una mujer fuerte, valiente, luchadora. Fue una hermana cariñosa. Una esposa entregada. Una madre dura, pero excelente, comprometida con la importancia de inculcar los valores importantes. Una defensora inquebrantable de su familia. Y una abuela inmejorable.

Generosa hasta el extremo, prefería soportar molestias antes que ocasionarlas a los demás. No puedo evitar recordarla siempre pendiente de todos, siempre pensando en darte lo que sabía que te gustaba. Era fácil tenerla contenta, porque bastaba con no meterte en jaleos y comer bien. No pedía más. Y, a cambio, cuanto daba.

No puedo, y me gustaría, describirla como se merece. A mí me falta habilidad, y al idioma, palabras adecuadas, para dibujar una imagen que le haga justicia. Lo que sí puedo es decir, aunque ella lo sabe, que la echaré mucho de menos. Que se me hace muy duro saber que entraré en su casa, y al llegar a la salita, no habrá a quien decirle “¡hola abuela!”, ni quien me responda “¡ay, es mi Raquelita”, con una gran sonrisa y los brazos extendidos para acogerme. Que ya no me sentaré más a su lado, para que me pregunte como me va todo mientras me pone la mano en la pierna y, de vez en cuando, me da un golpecito cariñoso. Que no me sentiré la mujer más guapa del mundo cuando me diga que estoy guapísima, aunque cinco minutos antes sentía que daba asco. Mi abuela ahora sabe que muchos días, hastiada de la situación que estuviera viviendo, me ha hecho sentir una persona especial sólo con la manera de decirme que soy “un talento”.

Mi abuela era así, de ese tipo raro de persona que te hace sentir alguien entre una multitud. Quizás porque ella era ALGUIEN entre millones de multitudes. Por eso se que está bien, allá donde está. Que se encuentra rodeada de sus seres queridos, aunque seguirá con un ojo puesto en los que nos hemos quedado aquí. Y, aunque eso me aporta paz, no me consuela ahora, porque me ha hecho avariciosa. No me bastan 32 años. Hubiera querido muchos más. Los hubiera querido todos.

No obstante, entiendo que su tiempo era suyo, y que la promesa de volver a verla me debe bastar. No me pesa que me duela su ausencia. Se merece eso, y mucho más. Y, con el tiempo, cuando el dolor se mitigue, cuando se transmute a otro estado, siempre será un orgullo que me pese no poder compartir los buenos acontecimientos con mi abuela. Sé que ella los disfrutará desde donde esté, y no me cabe duda de que propiciará muchos de ellos, pero nunca me será indiferente no disfrutarlos juntas.

Y, al final de lo conocido, si la mitad de personas me echan de menos la mitad de lo que la vamos a añorar a ella, no habré desperdiciado mi vida. Y, si despojada de este cuerpo, me llevo la mitad del amor que mi abuela se lleva, me consideraré digna de la oportunidad de vivir.

domingo, 21 de enero de 2018

Burke y Diana

“Lo único que necesita el mal para triunfar en el mundo, es que los hombres buenos no hagan nada”. No sé con exactitud qué tipo de mal estaba contemplando Edmund Burke cuando dijo esta frase, ni que hombres buenos se mantenían pasivos ante el mismo. Pero sé que tenía razón, y que después de tantos años, el mal sigue triunfando ante la pasividad de los supuestos buenos. ¿Un ejemplo? Sólo hace falta nombre y apellido: Diana Quer.
Que en estos tiempos que corren, sabemos todas perfectamente los peligros que entraña que una mujer vaya sola, no es decir nada sorprendente. Tampoco lo es que no hay franja horaria exenta de ese peligro. Basta con que estés sola y te cruces, sin querer, en el camino de algún tipo sin escrúpulos. Entonces, sin comerlo ni beberlo, seguramente te verás envuelta en una situación que, en el mejor de los casos, te dejará viva pero con secuelas, que de ciertas cosas se sale, pero no gratis; y en el peor, con tu cuerpo tirado en un pozo cerca de donde tu familia, desesperada, se pasará meses buscándote, aferrándose a la esperanza de que aparezcas, si bien no del todo sana, al menos, con vida.

Diana no hizo nada malo esa noche. Quizás no fue prudente ir sola a esas horas, pero, ¿acaso no nos hemos visto todas alguna vez en esa situación? Sales por ahí con tus amigos, y en un momento determinado, te encuentras que nadie sigue tu mismo camino. Así que te convences a ti misma de que no va a pasar nada, y con los ojos y los oídos bien alerta, te vas derecha a tu casa. La mayoría de las veces tienes suerte, y cuando llegas, te regañas mentalmente por ser la reina del drama. Pero no lo eres. Porque una de cada diez, de cada cien, de cada mil…no llega. O no llega entera. Regresa con el cuerpo o la mente quebrada, y con un largo camino de recuperación por delante.

Quizás sea una triste realidad, pero es algo que debemos asumir: las mujeres no estamos seguras cuando vamos solas. No porque seamos más débiles. No porque seamos menos capaces. No porque seamos estúpidas. He aquí la razón y la otra realidad a asumir: en el mundo real, existen dos tipos de monstruos. El primer tipo son aquellos capaces de cometer atrocidades inimaginables para la gente corriente. El segundo son los que defienden, encubren o justifican a estos monstruos. No sabría decir cual es peor, o quizás es que ambos son igual de despreciables. Al fin y al cabo, la existencia de uno alienta a la existencia del otro. Ambos son despreciables, en todo caso. Personas, si es que hay que llamarlas así, con las que no debería gastarse ningún gramo de compasión, respeto o comprensión.

El asesino de Diana, al que me niego en rotundo a llamarlo ni por su absurdo apodo ni por su odioso nombre, pertenece a la primera categoría. ¿Qué clase de criatura es capaz de raptar, intentar violar, estrangular y tirar a un pozo a una mujer? Monstruo es un calificativo amable para designar a quien ha realizado tales acciones, pero debe ser que la lengua española se ha quedado obsoleta y no tenemos todavía ninguno mejor. Desde luego, es monstruoso ser capaz de hacer todo eso, pero lo es aún más pasar a diario cerca de ese pozo sabiendo quien hay dentro. Cruzarse día sí, día también, con los familiares de la persona que se descompone en un agujero. Comentar el tema con tus vecinos, insultando al innombrable que haya podido hacerle algo a la muchacha, cuando sabes perfectamente que eres tú.

Pablo Iglesias, desde luego, pertenece al segundo tipo. ¿Qué persona cabal podría salir en defensa de semejante deshecho humano? Sólo su igual. Y lo peor del asunto es que, como siempre, lo hace vistiéndose de demócrata y de sosegado. Y así, por decir las cosas sin alzar la voz y con unas pausas estudiadas, envenena los oídos de los incautos que no tienen claro que en la vida, además de grises, hay blanco y negro. Porque para los que no saben nada, ni tienen interés en saber, decir que la prisión permanente revisable es un acto de venganza suena a verdad. Suena a cordura, a serenidad, a contención. Para aquellos que se creen buenos, pero que simplemente son demasiado débiles para ser malos, el manido discurso de Iglesias suena a verdad, y toman por venganza aquello que él quiere pasar por tal, y como justo castigo, lo que considera conveniente.

Yo no soy demasiado débil para ser mala. Si no lo soy, es porque elijo cada día no serlo. Porque cuando se me presenta la oportunidad, optó por el buen camino, que normalmente siempre es más difícil y muchas veces no tiene otra recompensa que saberte digna y con integridad. Por tanto, a mí Iglesias no podría envenenarme con sus palabras ni aunque fueran lo único que escuchara durante mil vidas. En cuanto al uso de las palabras, su significado y las dudosas interpretaciones de nuestro sistema jurídico, como Licenciada en Derecho que soy, frente al politólogo que él dice ser, también ha pinchado en hueso. Frente a mí, no puede usar el manido argumento de que nuestro sistema penal está encaminado hacia la reinserción para justificar que ciertos sujetos no deben permanecer encerrados de por vida. Y no lo puede hacer, porque sé perfectamente en qué contexto se incluyó eso en nuestra Constitución, esa que tantos fallos dice que tiene, pero que usa cuando sirve a sus intereses particulares.

Después de una cruenta guerra civil, y de décadas de dictadura, se intentó mirar hacia el futuro con optimismo. Se intentó potenciar que siempre hay otra oportunidad para hacerlo mejor, y que el futuro siempre puede cambiar a mejor. ¿Qué podrían haber hecho? Necesitábamos una Carta Magna que tuviera buenos cimientos, capaces de acompañarnos en el largo proceso que nos esperaba. Necesitábamos un documento que mereciera el respeto de todos, sin importar el bando. Pero ese documento no pone en ningún sitio que matar sea gratis. Ni ese, ni las legislaciones que se han ido promulgando para acompañarlo. Tampoco pone que aplicar la ley sea un acto de venganza. No pone, y lo sé bien, que un sujeto tenga derecho a cometer un acto delictivo una y otra vez, sin intención de modificar su conducta jamás, y deba ser protegido por el sistema. La reinserción es una oportunidad que se le brinda a la persona que delinque para que modifique su comportamiento y se integre en la sociedad. No es, ni debería ser, un cheque en blanco que te asegure la vuelta al sistema sin apenas coste. Y, por supuesto, no es un escudo para que una persona destroce la vida de muchas otras. La reinserción es un premio al que deben optar los delincuentes, no un regalo.

Yo entiendo que Iglesias no sea capaz de ver todos los matices que he expuesto de la reinserción. Le faltan, como poco, formación y ganas. Lo que no puedo comprender es que intente vender a los demás su ignorancia como cordura. Porque, en ciertos estamentos, la ignorancia es peligrosa. Ciertas personas tienen una posición privilegiada, porque tienen plataformas potentes y sus palabras llegan a muchos. Entonces, esas palabras calan en el cerebro de los indecisos, los inseguros, los ignorantes o, simplemente, los malvados. Y como, maldita la gracia, aquí todos somos iguales en derechos, que por obligaciones hace rato que no, la masa de descerebrados se agolpa y al resto nos toca apechugar con las consecuencias de las nefastas decisiones que han apoyado.

Por eso, comencé citando la frase de Burke. Porque quizás los buenos no hacemos nada porque creemos que no tenemos potencial para cambiar nada. Sin embargo, debemos hacer lo que esté en nuestras manos. En las mías, escribir esto. Dejar claro que venganza es permitir que cualquier familiar de Diana esté en una habitación, con los utensilios que considere pertinentes, durante el tiempo que desee, a solas. Y que dentro de esa habitación pase lo que Dios o el Diablo quiera, y una vez que salga, borrón y cuenta nueva, y aquí nadie ha visto nada. Eso es venganza. Pero que un monstruo que ha raptado, intentado violar o violado, y matado a una muchacha, dejado su cuerpo tirado durante meses en un pozo, y vivir como si nada, pase el resto de su vida en un recinto con acceso a gimnasio, cultura, educación y ocio, eso no es venganza, eso es un sistema jurídico que se aferra a la creencia de que toda vida importa, por muy despreciable que sea el sujeto en cuestión.

Nos quedan tiempos difíciles que afrontar, pero he llegado a la conclusión de que todos los tiempos lo han sido para aquellos que han sido capaces de ver la realidad. Aquellos que han alzado la voz, sabiendo que retorcerían sus palabras. Aquellos que se mantuvieron firmes en lo que sabían acertado, por muchos ataques que sufrieran. Eso no va a cambiar nunca. ¿Cómo podría hacerlo? El mal nunca descansa, nunca se rinde, nunca desespera, porque su objetivo es ser lo que es. Por eso, los buenos deberíamos dejar de lado los complejos, hacer oídos sordos a los cantos de sirena, y alzar la voz junto al padre de Diana. Porque frente a la utopía de la reinserción, debemos atender a la realidad de la vida segada de una joven. Porque nadie que sea capaz de hacerle semejantes cosas a otro ser humano por puro placer, merece ningún tipo de compasión sin ganársela a base de mucha sangre, sudor y lágrimas. Porque no debemos consentir que ningún monstruo nos convenza de que es venganza lo que es un acto puro de protección. Porque Diana, como tantas otras, merece descansar en paz. Y porque su familia merece saber que no están solos.