domingo, 31 de diciembre de 2017

2017

Y la vida transcurre sin que uno apenas se dé cuenta, inmerso en la rutina de la lucha diaria. Pero pasar, pasa, cada año un poquito más rápido que el anterior, y casi sin darnos cuenta, nos encontramos preparando las uvas del año siguiente, cuando hace apenas un instante nos hemos tomado las del año anterior. También se nos hace inevitable hacer inventario del año que dejamos atrás, y nos empeñamos en enumerar las victorias, las derrotas, las heridas…

Este año, sin embargo, no quiero hacer inventario. De sobra sé las heridas sufridas a lo largo del mismo, puesto que las llevo conmigo. Y tampoco quiero darme golpecitos en la espalda por las victorias que, merecidas o por suerte, he obtenido. Porque he aprendido que, si bien cada día sé menos lo que es la vida, desde luego no es una lista. No es una carrera, ni un espectáculo, ni un drama, ni una comedia. O quizás la vida sea todo eso, y yo no sé verlo porque veo una parte cada vez y no consigo abarcar el conjunto.

No obstante, no quisiera despedirme del año, ni darle la bienvenida al siguiente, sin valorar mi suerte. A pesar de todos los pesares, este año igual que los anteriores, la fortuna se empeña en sonreírme de oreja a oreja, y yo a veces estoy demasiado cegada para verlo. A menudo me concentro más en la pequeña piedra del zapato, que en el precioso zapato que protege mi pie.

Por eso, 2017, a pesar de las ausencias y las despedidas, de los cambios bruscos y de los tropiezos, de las decepciones y las cicatrices, ha sido generoso conmigo. Por cada ausencia, me ha brindado la alegría de una nueva incorporación. Cada cambio impuesto ha sometido a prueba mi fortaleza, pero también mi capacidad de adaptación, y por desagradables que sean, han venido cargados con la esperanza de un futuro mejor. Todas mis decepciones sólo han sido la constatación flagrante de que hubo una ilusión previa, y que, por tanto, habrá siempre una ilusión posterior. Y las cicatrices, bueno, son el recuerdo constante de que siempre encuentro algo que merece la pena amar, y por lo que merece la pena sufrir. Si este año he de agradecer algo más allá del inmenso amor con el que me rodean las personas que me quieren, es el conocimiento de que por duras que sean las circunstancias o por dolorosas que sean las pérdidas, soy capaz de rehacerme siempre, y en cada nuevo renacimiento, obtengo una versión un poco mejor.

Por tanto, no tengo nada que reprocharle al año que se va, ni tengo nada que exigirle el año que viene. No espero un camino de rosas, ni un paseo por el infierno. Espero llorar de pena y de alegría; espero celebrar victorias y lamentar derrotas; que mis seres queridos me consuelen cuando lo necesite, pero también que celebren conmigo lo obtenido; espero ganar muchas más veces de las que pierda, y perder siempre con la cabeza alta y la dignidad intacta; espero no hacer daño, y si lo hago, que las consecuencias no sean más severas de lo necesaria; espero rehacerme de todo el daño que reciba, y que éste no deje después ningún rencor duradero; espero disfrutar de todo lo bueno que esté al alcance de mi mano, y no amargarme por aquello que no lo esté; espero hacer que mis seres queridos sepan cuanto les quiero, porque el amor necesita ser reconocido para ser pleno; espero no renunciar a ninguna lucha que sea digna de mi esfuerzo; espero que en cada obstáculo que me presente el año, mi valor sea siempre más fuerte que mi miedo. En resumen: espero vivir. ¿Es que acaso se puede esperar algo mejor?