Desde hace varias semanas, hay cuatro palabras que me rondan la cabeza. Y como suele pasar en estos casos, cuanto menos quiero pensarlas, más lo hago. Y así, día tras día, me van acompañando. Al principio, intenté ignorarlas y convencerme de que mantenerme ocupada sería la mejor manera de deshacerme de ellas. Huelga decir que no me ha servido. Por mucho que me concentre estando consciente, sé que están ahí. Ellas también saben que lo sé, y como no tienen ninguna prisa, esperan pacientemente a que me duerma. Entonces, aparecen, y yo me paso la noche soñando que las escribo. Una vez, dos, tres… hasta que me despierto. Y aunque no parece, así contado, un sueño especialmente desagradable, sino más bien aburrido, para mí es terrible porque hay algo en esas palabras que me resulta muy doloroso.
Las atroces palabas no son otras que “la vida es dura”. Y yo sé a ciencia cierta que no me estarían atormentando si la vida no me hubiera pegado un guantazo monumental. Otro más. Un guantazo, todo hay que decirlo, que duele mucho más que las lágrimas que se ha cobrado, que no han sido muchas. Porque el dolor que ha traído consigo no es un dolor agudo, de los que se alivian llorando y diciendo lo injusto que es el mundo con uno. No es un dolor al que le sirva de consuelo las palabras de nadie, por muy querida que sea la persona que las dice. Es un dolor profundo, alojado en esa parte del cuerpo que encierra el alma, semejante al dolor de la pérdida de un ser querido, aunque no igual, porque también es el eco de la muerte de algo: de un camino, un deseo, un futuro concreto, un sueño muy querido.
Cabía esperar que no doliera tanto, porque no es la primera vez que la vida me obliga a tomar otro camino diferente al que había elegido. Pero supongo que el dolor es proporcional a las ganas que tenemos de que el sueño se realice, y no a las veces que no lo conseguimos. Así, cada vez es la primera, y aún así, diferente. Por eso, para dejar de sentirlo, no me sirve esta vez lo mismo que me sirvió la vez anterior. Pero tampoco me hace lo mismo. No ha derrumbado el mundo a mí alrededor, ni me ha hecho cuestionarme la persona que soy, ni me ha anestesiado hasta que pueda lidiar con esto. Me mantiene consciente desde el primer impacto, sabiendo que cumpliré mi promesa de no ser ese tipo de persona que, superada una vez por las circunstancias de la vida, visitó el averno sin dejar el cuerpo atrás, y vuelve a recaer cada vez que los golpes son demasiado fuertes.
Y por eso, precisamente por eso, me obliga a pensar que “la vida es dura”. Porque yo sé que la responsable del golpe es la que me devuelve la mirada en el espejo, y que la vida, teniendo en cuenta lo insistente que soy cuando quiero algo, no tiene más métodos efectivos de hacerme replantearme las cosas que éste. Que si bien me ha dado tal tortazo que me duele hasta el alma, no fue ella la que tomó la decisión de andar este camino. Ni la que, hay que decirlo todo, siente que no ha dado de sí todo lo que debería. Así que cuando pienso en esas cuatro palabras odiosas, lo hago en el tono irónico del que se señala a sí mismo. Del que sabe que no tiene derecho a sentirlas, porque nunca ha pasado hambre, ni ha carecido de refugio, ni de personas que le hagan sentir querido, ni le han faltado oportunidades para educarse. Sí, no he recogido lo que esperaba, pero ¿significa eso que no tengo lo que merezco? Por extraño que parezca, me es mucho más fácil asumir que la respuesta es sí. Porque mientras el fallo esté en lo que yo haga o en lo que dependa de mí, existirá el margen de mejora. Y ese fallo puede abarcar muchas cosas, no sólo el esfuerzo. También incluye equivocarme de dirección o no tomar las decisiones adecuadas.
Así que, ¿la vida es dura? Sí, lo es. Te hace pagar todos los fallos, muchas veces, con un precio que parece demasiado alto. ¿Es difícil, injusta y carece de premios para todos los que lo merecen? Sí, sin duda. Pero también es honesta. La vida no va engañando a nadie con falsas promesas. Somos nosotros los que tendemos al autoengaño porque algunas cosas parecen así más fáciles de llevar. Es equitativa, aunque no lo parezca. Somos nosotros los que no hacemos un buen reparto de lo que da, los que acaparamos y dejamos a los demás con menos de lo necesario. La vida está llena de amor, personas que te quieren, que sufren contigo en la distancia para no agobiarte, siempre y cuando uno sea capaz de quererlas también. La vida te da asideros de lo más inesperados, y pone en tu camino a pequeños seres, incapaz de hablar tu idioma, ni ningún otro, que ponen sonrisas en tu cara y alegría en tu corazón, por malas que sean las perspectivas. La vida te brinda la posibilidad de soñar. E incluso cuando tus sueños no se han realizado, cuando has de aceptar que han de quedar en ese lugar donde guardamos aquellos sueños que nunca serán realidad, pero de los que no podemos desprendernos del todo, porque contemplarlos siempre seguirá siendo hermoso, te ofrece la posibilidad de volver a soñar. Y tarde o temprano, si uno se mantiene vivo por dentro, encuentra otro sueño por el que merece la pena arriesgarse a sufrir un dolor como éste. Aunque sólo sea para aprender que la vida, aun no siendo como uno la había planeado, tiene muchas maneras de ser maravillosa. Por eso, yo me seguiré repitiendo que la vida es dura, cada vez con un poco menos de dolor, porque ella me ha enseñado que yo soy capaz de pagar el precio que cuesta disfrutarla.