Tambor entró en mi vida la tarde del 5 de febrero de 2011. Y lo vi salir de ella la tarde del 16 de Mayo de 2016. Poco más de cinco años, ese es el tiempo que la vida me concedió para disfrutar de Tambor. Un tiempo muy escaso, aunque siendo franca, incluso cien años hubieran parecido un suspiro a su lado. No obstante, cuando ahora echo la vista atrás, y la verdad es que lo hago con mucha frecuencia, veo que el tiempo, aunque limitado, no podría haber estado más lleno. Quizás por eso ahora se ve tan vacío el tiempo que se extiende ante mí. Quizá por eso me esfuerzo tanto por llenarlo de lo que sea.
He sido la persona más afortunada del mundo, y lo sé porque volvería a vivir los peores años de mi vida. Lo haría porque, casualmente, han sido los años que he compartido con él. Puede que, después de todo, Dios no me haya olvidado y su milagro fuera prestarme algo que haría bueno lo peor. Eso explicaría porque hizo oídos sordos a mis súplicas y se lo llevó en un año que, si antes era malo, después de eso ha ganado la medalla de oro. Es probable que en este año de misericordia, la suya tuviera que ir destinada a Tambor, y por eso lo condujo hasta mí. Si su final estaba escrito, como el de todos, quiero creer que Él pensó que yo podría darle la vida que se merecía y que, llegado el momento, sabría acompañarlo hasta el final.
Lo malo de los grandes regalos, es que uno se acostumbra a vivir con ellos, y nunca es bueno el momento para dejarlos ir. De lo malo nos cansamos enseguida, pero de lo bueno nunca nos saciamos. Así es el ser humano y yo no soy una excepción. Así que, por mucho que me esfuerzo, aún no he perdonado a Dios del todo. Ya no siento tal rabia quemándome por dentro que, de haber una escalera hasta el cielo, yo habría echado abajo las puertas del mismo para exigir explicaciones. Ya no lucho contra una realidad que se ha convertido en la peor de mis pesadillas. Pero nada puedo hacer para suavizar el inmenso dolor que me acompaña constantemente. Por eso, lo dejo ser, e intento que no me aplaste del todo. Es lo más que puedo hacer en mis circunstancias.
Creo que puedo decir con bastante acierto que nunca he sido una persona triste. Al menos, no hasta que Tambor se fue. Ahora quiero creer que soy una persona adoptada por la tristeza, pero que aún quedan esperanzas para mí, que en algún rinconcito que todavía no encuentro, está toda la alegría perdida esperando su momento. De lo que sí estoy segura es de que he sido una persona feliz, y gran parte de esa felicidad se la debo a él. Las personas que más tratan conmigo me han escuchado decir con frecuencia “él me hace feliz”. Y era verdad. Tambor me ofreció el mejor refugio en la peor de las tormentas. Fue mi sostén contra el paro, el menosprecio laboral, la frustración y la desorientación. Cualquier decepción se empequeñecía ante un mimo suyo, y no había nada más efectivo que un abrazo para reponer fuerzas y tumbar cualquier pared. Ha sido el mejor de mis mejores amigos, siempre dispuesto a escuchar. Compañero infatigable en mis largos días de estudio, fue un apoyo constante y un buen recordatorio de lo mejor que la vida ofrece. Ha sido también un colega divertido, siempre dispuesto a corretear, escondiéndose en lugares inesperados. No me equivoco si digo que todos los días me hacía reír a carcajadas por algo. También supo ser exigente, reclamando mi atención cuando yo estaba demasiado ocupada con las urgencias y dejaba de lado lo importante. En definitiva, Tambor ha sido la criatura más luminosa con la que me he cruzado nunca, y reunía las que para mí son las cualidades que más admiro: lealtad, entrega, bondad, inocencia, y, por supuesto, un poco de rebeldía.
Tambor era mucho más de lo que yo podría describir, y su influencia en mi vida es mucho más fuerte y permanente que la de otras personas que conozco desde hace más tiempo. Supongo que es lo que pasa con la calidad, que enfrentada a la cantidad, siempre sale vencedora. Me cuesta muchísimo hablar de él en pasado, y aún tengo muchas costumbres de nuestro tiempo juntos. Después de pasar prácticamente las 24 horas juntos casi todos los días, es lo normal. Él era el último al que le daba las buenas noches, cuando lo ponía a dormir con una ración de mimos y muchos besos. También era el primero al que le daba los buenos días. Siempre estaba cerca de mí, ya fuera tumbado a mis pies si estaba sentada en la silla, o tumbado a mi lado, si ponía cojines en el suelo. A veces, era mejor estudiar en el suelo acariciándolo, porque así los dos teníamos lo que queríamos. Si me pasaba demasiado tiempo en el salón, iba a buscarme. Y tampoco era raro verlo en el cuarto de mi hermana, si yo estaba allí. No hay rincón de mi casa que no me recuerde a él, porque no hay rincón de mí que no haya hecho suyo. Sin darme cuenta, lo convertí en parte de mi equipo, y todos los planes futuros que tenía para mí, pasaron a ser para los dos. No me cabe duda de que ese es el motivo de que ahora, por primera vez en toda mi vida, me sienta sola y necesite algo más que a mí misma para llenar este maldito vacío. También achaco a eso que el mundo, que antes me parecía lleno de magia, ahora haya pasado a ser una mala fotografía en blanco y negro. Es un daño colateral más para aquellos que, habiendo estando llenos de ansías por vivir, nos convertimos un día en seres grises que viven por inercia, porque eso es lo que se espera que hagamos, procurando ocultar nuestro páramo interno con fingidas manifestaciones externas de entusiasmo, interés o alegría.
No obstante, hay cosas que, sin llegar a ofrecerme consuelo, al menos me hacen un poco más soportable vivir conmigo misma. Ser capaz de poner su bienestar antes que el mío es uno de ellas. Saber que lo acompañé hasta donde podía acompañarlo, aunque el corazón se me rompía en pedazos y hubiera dado lo que fuera por arrancármelo del pecho. Saber que se sintió siempre querido, que siempre se supo importante, que jamás se sintió olvidado y, por encima de todo, que fue feliz. ¿Qué más se le puede pedir a la vida? Ya que no se puede vivir eternamente, vivir intensamente, sacándole todo el jugo a lo que la vida nos ofrece, despedirse con elegancia de lo que dejamos atrás y mantener la integridad de lo que somos, evolucionando hasta formas más perfectas. Así vivió Tambor, y así se fue. Valiente, honesto, leal y entregado a sus seres queridos hasta su último aliento, acompañado de aquellos que más lo querían.
Por eso, lo recuerdo cada día. Porque ser el objeto del amor de un ser tan excepcional, del único que no ha hecho resaltar mis virtudes, sino que consiguió iluminar mis defectos, no puede caer en el olvido. Yo no puedo dejar morir un amor que me honra con su existencia. Porque estoy segura de que, allá donde esté, él sigue sintiendo lo mismo por mí. Porque si bien la muerte es más fuerte que la vida, nada puede hacer contra el amor. Así que no importa cuánto tiempo haya de soportar su ausencia, ni cuánto dolor tenga que pagar por aquello que se me concedió. Soportaré el precio que se me imponga intentando no quejarme, de la mejor manera que sepa, y cuando me toque a mí despedirme de este mundo, espero que venga él a recibirme como solía hacerlo, y que me diga: “has vivido como te enseñé a hacerlo: valiente, honesta, leal y entregada a tus seres queridos. Buen trabajo. Los demás están esperando, te has ganado descansar con nosotros”.
viernes, 16 de septiembre de 2016
lunes, 2 de mayo de 2016
La vida es dura
Desde hace varias semanas, hay cuatro palabras que me rondan la cabeza. Y como suele pasar en estos casos, cuanto menos quiero pensarlas, más lo hago. Y así, día tras día, me van acompañando. Al principio, intenté ignorarlas y convencerme de que mantenerme ocupada sería la mejor manera de deshacerme de ellas. Huelga decir que no me ha servido. Por mucho que me concentre estando consciente, sé que están ahí. Ellas también saben que lo sé, y como no tienen ninguna prisa, esperan pacientemente a que me duerma. Entonces, aparecen, y yo me paso la noche soñando que las escribo. Una vez, dos, tres… hasta que me despierto. Y aunque no parece, así contado, un sueño especialmente desagradable, sino más bien aburrido, para mí es terrible porque hay algo en esas palabras que me resulta muy doloroso.
Las atroces palabas no son otras que “la vida es dura”. Y yo sé a ciencia cierta que no me estarían atormentando si la vida no me hubiera pegado un guantazo monumental. Otro más. Un guantazo, todo hay que decirlo, que duele mucho más que las lágrimas que se ha cobrado, que no han sido muchas. Porque el dolor que ha traído consigo no es un dolor agudo, de los que se alivian llorando y diciendo lo injusto que es el mundo con uno. No es un dolor al que le sirva de consuelo las palabras de nadie, por muy querida que sea la persona que las dice. Es un dolor profundo, alojado en esa parte del cuerpo que encierra el alma, semejante al dolor de la pérdida de un ser querido, aunque no igual, porque también es el eco de la muerte de algo: de un camino, un deseo, un futuro concreto, un sueño muy querido.
Cabía esperar que no doliera tanto, porque no es la primera vez que la vida me obliga a tomar otro camino diferente al que había elegido. Pero supongo que el dolor es proporcional a las ganas que tenemos de que el sueño se realice, y no a las veces que no lo conseguimos. Así, cada vez es la primera, y aún así, diferente. Por eso, para dejar de sentirlo, no me sirve esta vez lo mismo que me sirvió la vez anterior. Pero tampoco me hace lo mismo. No ha derrumbado el mundo a mí alrededor, ni me ha hecho cuestionarme la persona que soy, ni me ha anestesiado hasta que pueda lidiar con esto. Me mantiene consciente desde el primer impacto, sabiendo que cumpliré mi promesa de no ser ese tipo de persona que, superada una vez por las circunstancias de la vida, visitó el averno sin dejar el cuerpo atrás, y vuelve a recaer cada vez que los golpes son demasiado fuertes.
Y por eso, precisamente por eso, me obliga a pensar que “la vida es dura”. Porque yo sé que la responsable del golpe es la que me devuelve la mirada en el espejo, y que la vida, teniendo en cuenta lo insistente que soy cuando quiero algo, no tiene más métodos efectivos de hacerme replantearme las cosas que éste. Que si bien me ha dado tal tortazo que me duele hasta el alma, no fue ella la que tomó la decisión de andar este camino. Ni la que, hay que decirlo todo, siente que no ha dado de sí todo lo que debería. Así que cuando pienso en esas cuatro palabras odiosas, lo hago en el tono irónico del que se señala a sí mismo. Del que sabe que no tiene derecho a sentirlas, porque nunca ha pasado hambre, ni ha carecido de refugio, ni de personas que le hagan sentir querido, ni le han faltado oportunidades para educarse. Sí, no he recogido lo que esperaba, pero ¿significa eso que no tengo lo que merezco? Por extraño que parezca, me es mucho más fácil asumir que la respuesta es sí. Porque mientras el fallo esté en lo que yo haga o en lo que dependa de mí, existirá el margen de mejora. Y ese fallo puede abarcar muchas cosas, no sólo el esfuerzo. También incluye equivocarme de dirección o no tomar las decisiones adecuadas.
Así que, ¿la vida es dura? Sí, lo es. Te hace pagar todos los fallos, muchas veces, con un precio que parece demasiado alto. ¿Es difícil, injusta y carece de premios para todos los que lo merecen? Sí, sin duda. Pero también es honesta. La vida no va engañando a nadie con falsas promesas. Somos nosotros los que tendemos al autoengaño porque algunas cosas parecen así más fáciles de llevar. Es equitativa, aunque no lo parezca. Somos nosotros los que no hacemos un buen reparto de lo que da, los que acaparamos y dejamos a los demás con menos de lo necesario. La vida está llena de amor, personas que te quieren, que sufren contigo en la distancia para no agobiarte, siempre y cuando uno sea capaz de quererlas también. La vida te da asideros de lo más inesperados, y pone en tu camino a pequeños seres, incapaz de hablar tu idioma, ni ningún otro, que ponen sonrisas en tu cara y alegría en tu corazón, por malas que sean las perspectivas. La vida te brinda la posibilidad de soñar. E incluso cuando tus sueños no se han realizado, cuando has de aceptar que han de quedar en ese lugar donde guardamos aquellos sueños que nunca serán realidad, pero de los que no podemos desprendernos del todo, porque contemplarlos siempre seguirá siendo hermoso, te ofrece la posibilidad de volver a soñar. Y tarde o temprano, si uno se mantiene vivo por dentro, encuentra otro sueño por el que merece la pena arriesgarse a sufrir un dolor como éste. Aunque sólo sea para aprender que la vida, aun no siendo como uno la había planeado, tiene muchas maneras de ser maravillosa. Por eso, yo me seguiré repitiendo que la vida es dura, cada vez con un poco menos de dolor, porque ella me ha enseñado que yo soy capaz de pagar el precio que cuesta disfrutarla.
Las atroces palabas no son otras que “la vida es dura”. Y yo sé a ciencia cierta que no me estarían atormentando si la vida no me hubiera pegado un guantazo monumental. Otro más. Un guantazo, todo hay que decirlo, que duele mucho más que las lágrimas que se ha cobrado, que no han sido muchas. Porque el dolor que ha traído consigo no es un dolor agudo, de los que se alivian llorando y diciendo lo injusto que es el mundo con uno. No es un dolor al que le sirva de consuelo las palabras de nadie, por muy querida que sea la persona que las dice. Es un dolor profundo, alojado en esa parte del cuerpo que encierra el alma, semejante al dolor de la pérdida de un ser querido, aunque no igual, porque también es el eco de la muerte de algo: de un camino, un deseo, un futuro concreto, un sueño muy querido.
Cabía esperar que no doliera tanto, porque no es la primera vez que la vida me obliga a tomar otro camino diferente al que había elegido. Pero supongo que el dolor es proporcional a las ganas que tenemos de que el sueño se realice, y no a las veces que no lo conseguimos. Así, cada vez es la primera, y aún así, diferente. Por eso, para dejar de sentirlo, no me sirve esta vez lo mismo que me sirvió la vez anterior. Pero tampoco me hace lo mismo. No ha derrumbado el mundo a mí alrededor, ni me ha hecho cuestionarme la persona que soy, ni me ha anestesiado hasta que pueda lidiar con esto. Me mantiene consciente desde el primer impacto, sabiendo que cumpliré mi promesa de no ser ese tipo de persona que, superada una vez por las circunstancias de la vida, visitó el averno sin dejar el cuerpo atrás, y vuelve a recaer cada vez que los golpes son demasiado fuertes.
Y por eso, precisamente por eso, me obliga a pensar que “la vida es dura”. Porque yo sé que la responsable del golpe es la que me devuelve la mirada en el espejo, y que la vida, teniendo en cuenta lo insistente que soy cuando quiero algo, no tiene más métodos efectivos de hacerme replantearme las cosas que éste. Que si bien me ha dado tal tortazo que me duele hasta el alma, no fue ella la que tomó la decisión de andar este camino. Ni la que, hay que decirlo todo, siente que no ha dado de sí todo lo que debería. Así que cuando pienso en esas cuatro palabras odiosas, lo hago en el tono irónico del que se señala a sí mismo. Del que sabe que no tiene derecho a sentirlas, porque nunca ha pasado hambre, ni ha carecido de refugio, ni de personas que le hagan sentir querido, ni le han faltado oportunidades para educarse. Sí, no he recogido lo que esperaba, pero ¿significa eso que no tengo lo que merezco? Por extraño que parezca, me es mucho más fácil asumir que la respuesta es sí. Porque mientras el fallo esté en lo que yo haga o en lo que dependa de mí, existirá el margen de mejora. Y ese fallo puede abarcar muchas cosas, no sólo el esfuerzo. También incluye equivocarme de dirección o no tomar las decisiones adecuadas.
Así que, ¿la vida es dura? Sí, lo es. Te hace pagar todos los fallos, muchas veces, con un precio que parece demasiado alto. ¿Es difícil, injusta y carece de premios para todos los que lo merecen? Sí, sin duda. Pero también es honesta. La vida no va engañando a nadie con falsas promesas. Somos nosotros los que tendemos al autoengaño porque algunas cosas parecen así más fáciles de llevar. Es equitativa, aunque no lo parezca. Somos nosotros los que no hacemos un buen reparto de lo que da, los que acaparamos y dejamos a los demás con menos de lo necesario. La vida está llena de amor, personas que te quieren, que sufren contigo en la distancia para no agobiarte, siempre y cuando uno sea capaz de quererlas también. La vida te da asideros de lo más inesperados, y pone en tu camino a pequeños seres, incapaz de hablar tu idioma, ni ningún otro, que ponen sonrisas en tu cara y alegría en tu corazón, por malas que sean las perspectivas. La vida te brinda la posibilidad de soñar. E incluso cuando tus sueños no se han realizado, cuando has de aceptar que han de quedar en ese lugar donde guardamos aquellos sueños que nunca serán realidad, pero de los que no podemos desprendernos del todo, porque contemplarlos siempre seguirá siendo hermoso, te ofrece la posibilidad de volver a soñar. Y tarde o temprano, si uno se mantiene vivo por dentro, encuentra otro sueño por el que merece la pena arriesgarse a sufrir un dolor como éste. Aunque sólo sea para aprender que la vida, aun no siendo como uno la había planeado, tiene muchas maneras de ser maravillosa. Por eso, yo me seguiré repitiendo que la vida es dura, cada vez con un poco menos de dolor, porque ella me ha enseñado que yo soy capaz de pagar el precio que cuesta disfrutarla.
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