lunes, 9 de septiembre de 2013

La Pietá

A comienzos de año, como ya es tradición en mi casa, me regalaron un calendario para colgar en la pared. Este hecho sucede todos los años desde hace ya unos cuantos, y sinceramente, no entiendo como pude vivir antes sin él. Un buen calendario, con cuadrados grandes en los que apuntar compromisos, es la mejor agenda que nadie puede tener o, cuanto menos, un complemento estupendo de ésta, y tiene el añadido de ofrecerte una imagen agradable para comenzar el día.

Así que, como iba diciendo, el día de Navidad recibí el calendario del año que se aproximaba, y he de decir que a pesar de haber tenido calendarios magníficos, éste supera a todos los anteriores y, muy a mi pesar, a los que estén por venir, ya que la temática del mismo no era otra que la obra de Miguel Ángel. Me he pasado los primeros siete meses despertando con imágenes, algunas detalles ampliados, de la Capilla Sixtina, el Tondo Doni, el Juicio Universal, etc. El colofón llegó el mes de Agosto, cuando pasé la página del calendario y me encontré contemplando a la Pietá.

Cuando uno habla con los admiradores de Miguel Ángel, o con cualquiera que tenga un mínimo conocimiento de su obra escultórica, hay una proporción considerable que considera que su David o su Moisés son el colofón de su esplendor escultórico. Y no voy a contradecir en absoluto la inmensa grandeza de dichas esculturas. Tanto por su tamaño como por la exquisitez de sus detalles, es evidente que son obras maestras en mayúsculas, y que el talento del hombre que las creó no podía ser terrenal. Sin embargo, y quizás por eso el arte es tan maravilloso, ninguna escultura, ni del maestro Buonarroti ni de ningún otro, me ha causado mayor impacto que su Piedad.

La primera vez que la vi se me hizo un nudo en la garganta que no podía explicarme y no pude apartar la vista de ella durante mucho tiempo. Tanto, que me perdí la explicación de las siguientes esculturas que ese día nos daban en clase de Historia del Arte. Por supuesto, no tardé en ponerme al día pero jamás se me han quedado grabados los detalles de una obra como me pasó con ésta: una primera lectura, y sabía decir las medidas, describir la posición de las cuerpos y enumerar los detalles más significativos. Huelga decir que después de años de contemplación, creo que aún con amnesia podría recordar más fácilmente esta escultura al completo que mi propia cara. Además, me provocó una intensa curiosidad sobre la restante obra y vida del autor, así que para el examen del bloque, yo había aprendido más de Miguel Ángel de lo que era estrictamente necesario, y recuerdo que me pasé los meses previos a selectividad deseando que hubiera alguna pregunta sobre su obra. No porque la dominara, sino porque disfrutaba escribiendo sobre ello. Mi profesor solía decir, no sé si para contentarme, que siempre caía en alguno de los bloques, así que sólo tenía que rezar porque me supiera las demás y bordaría el examen. Sinceramente, me importaban un pimiento las otras preguntas: si Miguel Ángel estaba en un bloque, fuera cual fuera la obra, ése y no otro sería el que yo haría. Menudencias como las otras preguntas no iban a privarme de uno de los mayores placeres de ese momento, y menos en una asignatura que más que estudiar, se disfrutaba. Por desgracia, ese año no pusieron en selectividad nada sobre él, y yo tuve que resignare a hablar de la obra de otros autores.

Quizás por eso este mes de Agosto me he acordado de aquellos primeros meses acercándome a la obra de mi artista predilecto. Contemplar durante un mes tu obra favorita, en esas horas en las que o bien aún es demasiado temprano o ya es demasiado tarde, todo es silencio, y parece que en el mundo no haya nada más que la imagen y tú, te hace reflexionar mucho. Yo creo que eso es lo que diferencia las grandes obras de las buenas, que trascienden a lo que representan y conectan con algo dentro de ti, de tu vida en ese momento, de la que fue tu vida, de la que pretendes que sea. Y entonces sucede el milagro que llevabas tanto tiempo esperando, y vuelves a verte a ti misma con más claridad que si usaras un espejo. Te das cuenta de que a pesar de los tropiezos y las dudas, no te has perdido. Y te alegras de una manera tan profunda que te cuesta hasta respirar. También comprendes que, a pesar de todos tus defectos, aprecias a la persona que eres. No sólo tus aptitudes, también tus fallos y tus manías. Porque, al fin y al cabo, nadie es perfecto, y tu escaso sentido del humor, tu cabezonería y tu arrogancia también eres tú. Y al final del todo, te perdonas por haber dudado y haberte sentido perdida. Y lo haces porque entiendes que pararse no es lo mismo que darse por vencido, y porque entiendes que eres la primera persona que no tirará la toalla consigo misma, sin importar lo profundo que sea el agujero donde puedas caer. Entonces, mágicamente, todo se vuelve un poco más fácil, y afrontas la siguiente fase del proceso con la mochila más ligera y los pies más firmes. Porque el proceso no acaba, nunca acaba. Pero ya no tienes miedo ni luchas contra él. Te dejas llevar y decides seguir haciendo las cosas lo mejor que sepas, rezando porque eso sea suficiente la mayoría de las veces.

Sí, hay otras esculturas en el mundo que técnicamente serán más perfectas que la Pietá. Las hay más grandes, más precisas, más espectaculares. Las hay más alegres y más tristes. Pero ninguna de ellas me produjo nunca el mazazo emocional que sufro cada vez que la veo a ella. Ninguna hace que sienta todo el dolor y la ternura del mundo dentro de mí. Que pueda ver la inmensa tristeza y la desolación de una madre que tiene en sus brazos el cuerpo sin vida de su hijo. Ninguna me transmite la digna y serena quietud del cuerpo sin vida, derrotado pero no vencido.

Por eso costó tanto trabajo pasar la página del calendario cuando terminó Agosto, aunque parezca un hecho tonto y absurdo, un gesto mecánico que repetimos cada mes. Sin embargo, para mí nunca volverá a ser algo cotidiano y sin importancia. Y no lo será no sólo porque reviví los inicios de mi pasión por Miguel Ángel, ni por la comprobación de que los amores verdaderos, como el mío con la Pietá, si son sinceros sobreviven con la intensidad del primer día el paso del tiempo, sin importar lo largo que éste sea. Lo será porque aprendí, de una manera atípica y brutal, que algo frío, inerte y carente de sentimientos puede hacer que algo caliente, vivo y sensitivo vuelva a ser.

Nunca habrá manera de pagar esta deuda. No hay sacrificio que vaya a compensar aquello que se me ha devuelto, no como era en su estado original, sino multiplicado por infinito. Sin embargo, cuando alcance mi objetivo, y esto me permita plantarme a los pies de la imagen que venero, espero que de alguna forma, por una vez, el frío e inerte mármol sienta en su pétreo corazón una ligera vibración: el latido agradecido de la vida.







lunes, 2 de septiembre de 2013

El dúo dinámico

Y por fin, después de unos meses de sequía futbolística, volvió la Liga española. No es que hayamos tenido carencia de fútbol en estos meses veraniegos precisamente, entiéndanme bien. Soy consciente de que se ha seguido con mucho interés el Europeo sub-21 y, aunque ahora mismo no sea capaz de recordarlo, alguna otra competición más habrá deleitado los paladares deportivos de los aficionados. No obstante, nada es comparable con la emoción de ver jugar a tu equipo. No el del país donde vives, que ese, por defecto, nos lo asignan en el momento del nacimiento, sino el que conquistó tu corazón en un momento anterior al nacimiento de la razón y la fría lógica. Me duele confesar que muchas veces me cuestiono si las decisiones tomadas en esos tiempos no eran mejores que las que vinieron después. Por su vigencia, lo parecen.

Volviendo al tema en cuestión, la Liga comenzó de nuevo. Y gracias a Dios, pensé, el primer partido es en Canal Plus 1. Puede parecer exagerado una invocación a Él por algo tan nimio, pero cuando te has pasado la pretemporada espiando los resultados en diferentes periódicos y telediarios debido a que, por mucho que la falsa propaganda de Antena 3 anunciara que “la pretemporada del Real Madrid se vive aquí”, excepto dos partidos contados (créanme, contados, dos) el resto lo televisara el maldito canal Gol TV, al que desgraciadamente no estoy suscrita, poder disfrutar de 90 minutos seguidos de mi amado equipo, viendo los fallos y aciertos con mis propios ojos y teniendo la libertad de sacar mis propias conclusiones, era un regalo digno de agradecimiento. Así que allí me encontraba yo, quince minutos antes de la hora fijada para el comienzo, cómodamente sentada en mi sofá, con el brillo anticipatorio en los ojos de lo que estaba por venir. Y si bien he de decir que el partido no fue todo lo bueno que yo esperaba, tampoco fue todo lo malo que los comentaristas del mencionado canal manifestaban. Y he aquí el motivo de esta disertación: los comentaristas deportivos del Canal Plus.

No me extrañaría en absoluto que más de uno haya fruncido el entrecejo, gesto inequívoco de extrañeza, o sacudido la cabeza hacia los lados. Por lo menos, esos son los dos gestos más comunes que sin querer hago yo misma cuando me cambian de repente el guión. Tengan paciencia, porque la explicación viene de camino y pronto van a entender que era más urgente profundizar en el tema señalado que en el evidente. Hace no demasiadas líneas les dije que expresé de inmediato mi agradecimiento porque el partido lo televisara un canal al que podía acceder. Bueno, el ser humano, y no hay duda de que yo me encuentro entre ellos, es olvidadizo por naturaleza. Y, con excepción de los especímenes más rencorosos, lo que más rápidamente olvida es aquello que le desagrada. Debe ser que como aún no sabemos cómo utilizar toda nuestra capacidad cerebral, decidimos de manera inconsciente, y saludable, invertirla en aquello que nos dará algún provecho o satisfacción. Lo espinoso del asunto es que a mí esa tendencia me proporcionó un placer que no llegó a los diez minutos de partido. A partir de ese tiempo, empecé a recordar dolorosamente porqué tenía un sabor agridulce verlos en ese canal. Que nadie se llame a engaño, no es por el juego o el resultado. Si bien es cierto que como aficionada deseaba que mi equipo aplastara sin piedad al contrario, dejando tras de sí una masa perdedora y sanguinolenta de cuerpos humillados, la fría lógica hizo acto de presencia para advertirme que contra nosotros siempre se presenta la batalla más feroz, y que, siendo el primer partido de la temporada, David vendría con ganas de guerra.

Llegados a este punto, me veo en la obligación moral de hacer un pequeño inciso para comentar mínimanente algo del partido. Quien piense que sería capaz de resistirme a ello, lo siento, se equivocaba, pero no podría continuar sin decir que, a pesar de lo que pueda parecerles a muchos, creo que fue un buen comienzo. No fue un despliegue de virtuosismo apoteósico, no. Ni ganamos por goleada. Eso sí, ganamos, porque mal que les pese a muchos, se gana igual por un gol de diferencia que por más, que en eso el reglamento es contundente. No, no fue un comienzo estelar, fue un comienzo prometedor. Los jugadores, salvo alguna excepción, tenían ganas de balón. Hubo destellos de entendimiento, pases milimétricos, florituras. Es más, a pesar de tener que remontar el partido, no hubo bajada de brazos. Se intentó hasta la saciedad y, claro, tanto va el cántaro a la fuente, que al final termina rompiéndose. Sí, conociendo a mi equipo, fue el comienzo adecuado. Es mejor que comprueben que será duro de primera hora. Ellos también son seres humanos, y a pesar de lo que digan, tienden a olvidar estas cosas embebidos por la magnificencia de su santuario. Ahora lo han recordado: no habrá equipos pequeños ni grandes. Habrá una lucha constante contra el deseo de humillar al más grande. Y si es en su estadio, tanto mejor. La prueba es que esas derrotas siguen siendo objeto de burla hasta el día de hoy, cuando las victorias sobre otros equipos se han perdido en el olvido de lo intrascendente.

Llegados a este punto, más de uno se preguntará porqué me quedó un sabor desagradable tras el encuentro, si el resultado para mí ha sido positivo. Vuelvan un poco atrás, porque la respuesta es evidente. El mal sabor de boca lo tenía ya con diez minutos de partido, sin goles en ninguna portería, y con un juego aceptable de mi equipo. ¿Aún no lo saben? Aquí viene la pista definitiva: no es lo que estaba viendo, sino lo que estaba oyendo. O más bien, a quienes estaba oyendo. Carlos Martínez y Michael Robinson: los comentaristas deportivos blaugranas. Sí, sí, blaugranas hasta las trancas. Es imposible que nadie dude de esta afirmación, y sí lo hacen, será porque son blaugranas. No tiene más explicación. No obstante, vayamos por partes.

Del “señor” Robinson no hay mucho que decir. Cualquiera que lo haya visto comentar un partido del Real Madrid puede apreciar su profunda animadversión hacia ese equipo. Debe ser que como en la Liga española sólo estuvo entre las filas del Osasuna a pesar de su fulgurante carrera en Inglaterra, tiene cierto resentimiento futbolístico enquistado que no le deja respirar. No es que me parezca una explicación satisfactoria si tenemos en cuenta que tampoco jugó con el Barcelona. No, al menos, hasta que recuerdo que los segundones siempre se alían. Ahí ya me encaja que el “señor” Robinson odie todo lo que sea blanco. De hecho, ciertos rumores malintencionados afirman que le sale un terrible sarpullido cada vez que su delicada piel entra en contacto con tan demoníaco color. Sin embargo, y para no caer en la parcialidad de dicho personaje, sigamos con la visión global del mismo. Si comentando un partido del equipo merengue se pueden apreciar los intentos denodados por no vomitar del mal llamado comentarista, cuando el objeto del comentario es el equipo de la Ciudad Condal lo que hace esfuerzos por contener son los suspiros de amor. Nadie hace nada, si de fútbol hablamos, tan bien como los blaugranas. Todo son “¿has visto ese pase increíble?, ¡nadie podría haberlo hecho mejor!, es un equipo intratable, etc”. Lo único que le falta a Robinson, es aplaudir la depurada técnica de los escupitajos. Ya me imagino su comentario “puestos a que te escupan, Carlos, qué mejor que te lo hagan así”. Esta contraposición entre al amor y el odio de Robinson termina de asentarse cuando lo escuchas comentando partidos donde ninguno de los dos equipos está presente. Por supuesto, tiene otras simpatías, pero se suele quedar dentro de los límites de la corrección deportiva y, aunque con bastante esfuerzo, he de reconocer que llega a la calidad de comentarista de bar. Sí, ya saben, el típìco borracho del bar que se sienta a ver todos los partidos y que, de tanto ver lo mismo una y otra vez, ha aprendido ciertas frases coherentes que intercala en momentos oportunos del juego. Para algo más, me temo, no llega. Y eso, juegue el equipo que juegue. Debe ser que en lo periodístico brilla tanto como en lo deportivo. Pequeña luz parpadeante a la que se recurre a falta de foco.

Vayamos ahora con el “señor” Carlos Martínez. He de decir que su técnica es algo más depurada que la de Robinson. Quizás sea un juego pactado entre ambos. Mientras que Robinson moriría por shock anafiláctico si saliera un halago hacia algo (jugador, entrenador, pase, etc) que tenga que ver con el Real Madrid (las alergias es lo que tienen), Martínez de vez en cuando, intercala alguno. Eso sí, siempre acompañados de un pero del tamaño de la bóveda celeste. “El planteamiento estaba bien, pero la ejecución no ha estado a la altura”, “el pase era bueno, pero el control no ha sido firme”, “no es demérito del Real Madrid, sino mérito del otro equipo”. Ésta última le encanta. Y lo digo porque se la oigo en cada uno de los partidos que tiene la desgracia de comentar. Debe ser que, a ojos de Martínez, los méritos de los otros equipos siempre, sin excepciones, pesan más. No importa el resultado. Aunque haya perdido el equipo contrario por una goleada de diez, sus méritos han brillado como Casiopea en el maldito eclipse futbolístico del Real Madrid. Ya puestos, no me extrañaría que propusiera que se modificara el reglamento y que, a partir de ahora, no sean los goles los que decidan los resultados, sino los méritos. Se de sobra quien reuniría los suficientes para ganar cada partido, si el juzgador de los mismos va a ser este sujeto. Y quien no los va a reunir, también. Como decía al principio, su técnica es más depurada, pero repetitiva. Y claro, de ver siempre los mismos patrones, una empieza a formar sus propias certezas. Claro que el “señor” Martínez vino a mi rescate de manera muy galante con un comentario que elevó esa certeza personal a la categoría de verdad escrita en piedra. Fue en el partido que tuvo lugar en abril de 2012. Barcelona – Real Madrid. La Liga candente y todos los ánimos crispados. Y el partido, por supuesto, televisado por Canal Plus. Pues bien, estando ya el mismo expirando, con un resultado favorecedor para el Real Madrid, este fue el comentario que lo desenmascaró para el que aún tuviera alguna duda “Falta clara de Callejón. El Barça la va a poner en movimiento. Estamos ya en el descuento, el Madrid gana 1-2 y la Liga se nos… se le escapa al Barcelona de las manos”. ¡Boom! Jugarreta del subconsciente y todos los denodados esfuerzos por parecer un comentarista imparcial al cubo de la basura. Le diremos a Martínez a modo de consuelo que no se flagele mucho por ello, que de todas formas sus esfuerzos estaban sirviendo para bien poco, así que casi mejor poner las cartas sobre la mesa y hablar a cara descubierta como hombres.

Con semejante dúo dinámico, comprenderán que el partido se me atragantara. Es más, tuve que hacer incontables esfuerzos para no tirar el mando directo a la pantalla de la tele, ya que las cabezas de ambos personajes quedaban momentáneamente fuera de mi alcance. Lo confieso, pagaría gustosa la multa que el juez quisiera imponerme por esos segundos de placer. No obstante, como no he tenido el placer de cruzarme con ellos, continúan impolutas tanto sus seseras como mi hoja de antecedentes penales. No obstante, heme aquí, pregonando mi indignación de una manera menos violenta y, quisiera creer, más creativa, aunque igualmente infructuosa. Sinceramente, tengo un trabajo por delante arduo y complicado, porque estoy convencida de que alguna manera tiene que haber de cortar este mal de raíz. Algún mecanismo tiene que existir que haga que la opinión pública ejerza su presión y, si no a los dos, al menos quiten a uno de estos “señores”, poniéndole un compañero merengue. Sería lo justo, equilibrar la balanza. De ese modo, las arcadas irían intermitentemente de uno a otro, y el asqueamiento correría tanto por las filas blaugranas como por las merengues. Claro está que, a ojos de ambos, yo no soy más que una ultra energúmena que sueña con tirar mandos de televisión a las cabezas de las personas decentes. Bueno, es una opinión “respetable”. Al fin y al cabo, ¿qué saben de mí más allá de mi pésima opinión por sus personas y el ejercicio de su “profesión”?. ¿Y ya puestos, que saben ellos de mi indiscriminado uso del entrecomillado? No mucho. Indicios. Dudas. Ligeras sospechas por su reiteración. Tranquilos, “señores”, que yo a diferencia de ustedes, siempre enseño las cartas y no pienso dejarles con esa incertidumbre. Para algunos avezados, no hace falta explicación, pero puesto que ustedes dos no entran en esa categoría, allá va: ironía. Tomen cada palabra entrecomillada como lo contrario de lo que las comillas encierran, y ahí lo tienen. Ni señores, ni profesionales, ni respetables. ¿Qué es una opinión parcial? Ah, bueno, viniendo de Martínez y Robinson habrá que creerles. Después de todo, cuando ellos llegaron al mundo del comentario deportivo, la parcialidad vino para quedarse.